Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—¿Quién anda por ahí? —gritó con todas sus ganas—. ¡Ayudadme!
Nadie respondió.
Siguió pidiendo socorro durante un buen rato a la vez que escuchaba ecos de piedras chocando entre sí. Para su desgracia, don Luis Espinosa estaba levantando un muro que sellaría aquella galería para siempre. Pasada una hora y cuando el silencio se adueñó del espacio, volvió a pedir ayuda, pero entonces notó que sus palabras quedaban ahogadas y sin salida. Acababan de sentenciarla a muerte.
Al día siguiente, don Luis explicó a su mujer, y esta al resto del servicio, que Isabel había escapado durante la noche.
Los Espinosa exigieron que entre todos los empleados pagaran el animal, y fueron a ver al justicia de Jerez para denunciar el robo de la mula y la fuga de la muchacha.
Cuando la noticia llegó a oídos de Aurelia dos días después, su angustia por la situación de Isabel no era peor que la desesperanza que sentía ante el persistente llanto del niño. Se organizaba como podía, alternando la leche de las cabras con la de aquella mujer que parecía estar quedándose seca a tenor del hambre que el chiquillo tenía. Su paciencia estaba a punto de ser superada con tanta contrariedad cuando se le sumó una nueva, tal vez debido a tanto cambio en su dieta láctea, Yago empezó a hacer de vientre de un modo exagerado y apestoso.
Exasperada por la fatalidad de su situación, no podía entender dónde se había metido Isabel ni se creía su huida. Doña Laura se lo juró de forma vehemente cuando se decidió a visitarla, angustiada ya por la falta de noticias de su hermana. El matrimonio Espinosa repitió la versión que ellos mismos se habían encargado de propagar: Isabel había huido para evitar el castigo por el robo de la mula.
El argumento le pareció absurdo, pero su situación era demasiado delicada dado que no podía mencionar la existencia de Yago. Conocía muy bien a su hermana y estaba segura de que no había razón alguna que la separara del hijo que acababa de traer al mundo. La impotencia de la mujer se hizo mayor cuando la invitaron a abandonar la hacienda casi de malas maneras. Fue don Luis quien la acompañó, y se mostró tenso, demasiado decidido a hacerla desaparecer. Aurelia sospechó que sabía más de lo que aparentaba. Tal vez se tratase de una simple intuición, pero cuando se cruzaron sus miradas ella sintió un repentino ataque de miedo. Sus ojos azules reflejaban algo oscuro, y le pareció un hombre peligroso.
Cuando regresó a casa maldijo a su hermana y a su mala suerte por tener que quedarse con un niño que solo le producía molestias y desgracias. Lo encontró dormido, con las mejillas bien sonrosadas y una expresión angelical, pero a pesar de todo no conseguía despertar en ella ningún afecto.
Aurelia lo observó sin ninguna gana de abrazarlo, ni tampoco de desperdiciar su tiempo en besos y caricias.
Yago cumplió los dos años sin volver a ver a su madre.
Su tía seguía irritada y lamentando su destino. No había encontrado disfrute alguno en el niño, y menos todavía cuando notó los primeros síntomas de un desarrollo anormal.
El chico tenía unos hermosos ojos azules que no eran los de su madre, pero una piel morena que sí le recordaba a ella. Su pelo era castaño, rizado, y los rasgos finos, aunque no era demasiado agraciado, no. En su expresión había algo diferente, sutil, pero extraño.
El escaso cariño que su tía le demostraba menguó todavía más cuando empezó a notar que no se comportaba como los demás; desde entonces su relación empeoró. El niño no parecía escuchar lo poco que le hablaba y tampoco la miraba nunca a los ojos. Cada vez que ella le rozaba la piel, gritaba como si estuviese loco, y hacía todo lo posible por estar solo y a oscuras.
Cuando cumplió los tres años, Aurelia decidió llevarlo a una curandera de fama, que abría las puertas de su casa a todo aquel que lo necesitara sin cobrar más que la voluntad. La mujer, una vieja hinchada por los años y por lo mucho que debía de comer, observó al niño sin prisa y con un aire competente, pero desde el principio no entendió lo que tenía. El problema fue que, por no querer reconocerlo, optó por inventarse un mal que en realidad Yago no sufría.
—Este niño padece de quistes en su bilis negra, el daño lo tiene ahí, en su vientre, y también en esa espalda ligeramente retorcida —concluyó dándole golpecitos con un manojo de romero.
La vieja insistió en su diagnóstico a pesar de los argumentos en contra que le daba Aurelia, que se preguntaba qué tenía que ver la maldita bilis con la manía de acurrucarse en una esquina de la casa horas y horas, y con que chillara sin parar cada vez que algo le rozaba o cuando se le cambiaba una cosa de sitio. Aquel mínimo defecto de su espalda lo tenía desde que había nacido, era poco menos que inapreciable y no parecía molestarle demasiado.
—Me ha dicho que no habla, ¿verdad? —insistió la mujer—. ¿Acaso masculla o gruñe?
Aurelia reconoció que así era, pero tampoco veía ninguna relación con la bilis. A pesar de no tener conocimientos de medicina, imaginaba que ese mal tenía que ver con el hígado, sobre todo porque a los mejores clientes de la vinatería, cuando acababan destrozándoselo, se les teñía la piel de amarillo, y decían que la culpa la tenía esa endiablada bilis. Y a Yago nunca lo había visto ese color. La curandera quiso también relacionar su retraso en el habla con el mismo proceso, pero Aurelia tampoco la creyó, pues sabía de niños que tardaban más que otros.
—Frótele con este ungüento de membrillo en el vientre y verá como en dos o tres semanas se le quitarán todas esas manías —sentenció la mujer poco antes de despedirla en la puerta a toda prisa.
A pesar de la poca confianza que la visita le produjo, Aurelia hizo caso con el membrillo, pero aquello, antes que arreglar, empeoró todavía más las reacciones de Yago, quien no dejó de patalear, con más rabia si cabe, hasta el día que pararon las friegas con el mejunje.
El chico alternaba momentos de tranquilidad y silencio con repentinos ataques. Como su tía Aurelia disponía de poco tiempo para entender qué razones mediaban entre una y otra violenta irrupción, pues la vinatería le ocupaba toda la jornada, para no tener que aguantarle decidió encerrarlo durante el día en el sótano donde almacenaba las frascas y las garrafas de vino. Allí poco daño podía hacer y además no le asustaba a los clientes, como había sucedido cuando le daban aquellos accesos de ira que acompañaba con un inagotable coro de gritos.
A los cuatro años Yago empezó a pronunciar las primeras palabras, pero fueron pocas.
A Aurelia le ponía enferma cada vez que respondía a sus preguntas con una gama incomprensible de gruñidos, o cuando al descubrir su nombre lo empezó a usar para todo. Una mesa era Yago, y si le señalaba el agua y preguntaba qué era, él respondía lo mismo: «Yago».
Se enfadó más aún cuando el niño empezó a hacerle burla repitiendo las mismas palabras que ella usaba, a veces como respuesta a una de sus preguntas. Le decía: «Dame pan» y él se lo daba contestando igual: «Dame pan».
La mujer se pasaba las noches en vela rezando por él, apenada por su desgracia. Trataba así de que el mal no hiciera morada definitiva en el alma de su sobrino, aunque tenía la sospecha de que había llegado tarde y quizá lo llevase ya desde el nacimiento.
A pesar de que la mayor parte del tiempo deseaba estar equivocada, cada vez que se enfrentaba a sus violentas reacciones o veía las heridas que se hacía, cuando no los temblores que recorrían sus brazos y piernas, una idea empezó a forjarse en su mente.
Los extraños comportamientos de Yago terminaron produciendo en Aurelia un efecto demoledor, y la separación emocional con respecto al chico creció a la misma velocidad que fueron surgiendo nuevas y anómalas conductas.
Hasta que un día decidió no besarlo más.
Nunca se había prodigado demasiado en afectos y caricias con él, pero cada vez tenía menos ganas de hacerlo, y como nadie ni nada la obligaba a ello, tomó la decisión de evitar cualquier muestra de cariño.
Desde entonces su cabeza enfermó, y el rechazo hacia Yago aumentó aún más si cabía. Procuraba tener el menor contacto posible con el niño. Le daba de comer, limpiaba su cuerpo y cuando había que vestirlo, lo hacía, pero nada más. Su presencia se convirtió para Aurelia en una condena en vida.
Y Yago no salía nunca de aquella casa.
Su tía se sentía avergonzada de él. El niño empeoraba con el paso del tiempo y sus ataques, cada vez más frecuentes, abochornaban a una mujer que en su vida solo había aspirado a vivir entregada a su negocio y a Dios.
Una buena noche Yago se puso mucho peor de lo normal y ella tomó una decisión definitiva. El muchacho había encontrado un cerrojo viejo y lo tenía entre sus manos. Sin venir a cuento empezó a correr el pasador desde un extremo al otro sin parar, a la misma velocidad y con una insufrible cadencia. Aurelia trató de quitárselo, pero el niño respondió gritando de forma colérica, ella perdió el control y lo abofeteó con demasiada fuerza a la vez que le recriminaba su absurdo comportamiento. Estaba visto que no era fácil hacerle entender las cosas porque Yago, aunque dolorido, recogió el cerrojo y volvió a manipularlo como antes.
Aquellas rarezas estaban volviendo loca a Aurelia y cada día le pegaba por menos. No podía soportarlo. Llegó un momento en que hasta su presencia la descomponía. Solo deseaba que empezara un nuevo día para encerrarlo en el sótano, donde al menos no lo escuchaba, y la casa y el negocio recuperaban un rato de paz.
Cada noche, para evitar sus gritos, lo amordazaba con una gruesa venda y, aunque casi lo ahogaba, conseguía su objetivo: poder dormir. Y si pateaba, que solía hacerlo también, le ataba las manos a los pies y lo dejaba tirado en el suelo de su habitación, hecho un ovillo.
Yago no entendía lo que le pasaba pero vivía lleno de temores.
Cuando veía aparecer a su tía temblaba. Él solo quería estar bien. No quería que le pegara, pero tampoco sabía qué tenía que hacer para evitarlo.
Aurelia tuvo el peor acceso de ira cuando Yago cumplió los cinco años.
Sin un motivo concreto, aquel día de su cumpleaños Yago se desató a gritar, y así se mantuvo sin descanso todo el día hasta dejarla completamente agotada. Aurelia no pudo acudir a la iglesia, a su sagrada misa de domingo, y por lo tanto tampoco pudo comulgar. Se enfadó mucho con él, ya que era el responsable de su pecado, por ese motivo, lo riñó más de lo normal y lo abofeteó hasta que le dolieron las manos. No consiguió nada. Yago no reaccionaba, ni siquiera cuando le rompió una ceja y la sangre resbaló copiosa por su cara.
Yago vivía asustado y triste. Necesitaba afecto, como cualquier persona, pero a sus cinco años todavía no sabía en qué consistía eso.
Aurelia, sin embargo, en su creciente locura empezó a ver las cosas cada vez más claras. Un día cayó en la cuenta de que la mayoría de los arrebatos que sufría Yago sucedían en domingo, y eso solo podía deberse a la intervención de un ser oscuro, de un alma negra: la del maligno.
Y esa idea ya nunca la abandonó.
Poco tiempo después empezó a madurar una solución que se le ocurrió tras acudir a misa. El sacerdote había hablado del poder del demonio en el mundo y de las tres únicas reglas para contrarrestar su influencia: rezar, mortificarse, y siempre, siempre vigilar…
Puso en práctica sus recomendaciones y a lo largo de las semanas siguientes, rezó, rezó mucho. Se sacrificó, no comía apenas y tampoco le daba demasiado alimento al niño para que ambos alcanzaran un elevado estado de purificación. Incluso se empleó en una severa penitencia corporal.
La idea que había escuchado a aquel hombre de Dios caló de tal manera en su mente que se propuso de forma definitiva combatir el mal en su propia casa. Desde entonces supo que había sido llamada a cumplir una trascendente misión para liberar al mundo y al niño de su mal. Los problemas de Yago solo tenían un origen: el pecado de su propia concepción.
Al principio siguió los consejos de una amiga con más fama de bruja que de beata y empezó a darle de beber el agua bendita que conseguía sustraer a escondidas de la iglesia. Luego inundó las paredes de la casa con crucifijos, y cuando se le acabaron empezó con figuras de la Virgen. Fue desde entonces cuando, a cada ataque del chico, ella emprendía su batalla personal contra el maligno. Y para poder pelear en perfectas condiciones se armaba con una fusta o con un simple palo. Le pegaba allá donde creía que actuaba el demonio; unas veces en las piernas, otras en la cabeza o en la espalda.
No se detenía hasta que el niño dejaba de patalear y gritar. Solo entonces se sentía vencedora en su particular combate contra las fuerzas oscuras.
Fue así como empezó a entender el sentido de su vida junto a Yago.
Ella iba a ganar esa guerra.
Y mientras, Yago se moría de pena y de soledad.
El puerto de Sanlúcar de Barrameda veía pasar tanto oro como trigo, y por ese motivo era recorrido cada día por más ladrones que comerciantes.
Fabián Mandrago lo sabía, y aquella mañana, aprovechándose del reflejo cegador de los primeros rayos de sol sobre el gran río, entró por sorpresa en la nao Fortuna, fondeada en el puerto. Con ayuda de cinco de los miembros de su escolta armada redujo a dos vigilantes sin demasiados problemas y empezó a inspeccionar el barco.
En sus manos portaba una ordenanza del alcalde mayor de la Saca de las Cosas Vedadas firmada un día antes, en aquel otoño de mil quinientos veintiocho. La orden cumplía otra rubricada por el Rey prohibiendo la saca de oro, plata y vellón de los puertos de Castilla a tierras de moros o a cualquier otro destino, y entre ellos se incluía por primera vez las Indias. El mandato prohibía también sacar pan, trigo y otros cereales, debido al largo balance de malas cosechas; así como caballos, que empezaban a faltar a pesar de las leyes que regulaban su crianza y de la férrea persecución de la cría mular. El Rey, hastiado por la poca fortuna que habían tenido anteriores normas y con el apremio que producían las contiendas en Francia y tierras flamencas en cuanto a la necesidad de disponer de más y mejores cabalgaduras, detuvo su comercio con las Indias a pesar de que no hacía muchos años había hecho justo lo contrario.
La sospecha de que aquel buque pretendía transportar trigo a Nueva España había motivado la presencia de Fabián.
El guarda era un hombre eficaz, perfeccionista y sobrio. Esas tres características le habían dado una merecida fama en toda la costa atlántica sur, pero también su inquebrantable rectitud. Todavía no se conocía quien hubiese conseguido detener su cometido con dineros, a pesar de que muchos lo habían intentado. Por eso, en su haber contaba con el mayor número de incautaciones de todos los puertos de Castilla.