Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Carmen miró a su alrededor para ver con qué podía romperla, y solo encontró una piedra más bien pequeña. Fue con ella y empezó a darle golpes a la cerradura. Sus escasas fuerzas y la solidez del cierre hicieron que todo esfuerzo pareciera inútil. Además su mano empezó a sangrar a causa de alguna esquirla.
—No lo conseguiremos —exclamó decepcionada.
El humo empezó a penetrar por los pasillos y en pocos minutos lo sintieron muy cerca. La situación no podía ser peor y su dama de compañía no aparecía.
—Vete tú, huye —le gritó Volker, quien se supo incapaz de hacer otra cosa que animarla a escapar.
—No, no me iré hasta verte fuera.
El alemán maldijo su decisión e insistió en que se marchara.
Sin embargo, se empezaron a escuchar voces cada vez más cercanas que bajaban las escaleras de piedra que comunicaban el sótano con la planta primera. Carmen temió que fuese su marido. Con un nudo en la garganta y la mandíbula y los puños apretados, aguantó sin respirar, hasta que vio aparecer a un hombre de color con una antorcha en las manos y detrás a su dama de compañía.
—Señora —la joven corrió hacia ella—, han de salir de aquí cuanto antes. La casa se quema, todo está en llamas. Pero he encontrado esa llave. —Se la mostró feliz.
—No me voy sin verlo salir antes. —Señaló la puerta con la mano.
El esclavo acercó la llama a la cerradura y usó la llave. Ordenó a la joven que sacara a la señora, y prometió que él haría lo mismo con Volker.
Carmen consiguió subir las escaleras con toda la prisa que le permitía su debilidad. Salieron al exterior y se encontraron de frente con una marea de gente que gritaba, en una locura colectiva que llevaba a los esclavos de un lado a otro.
La dama de compañía le explicó lo que había sucedido con Blasco imaginando que la información le produciría una grata sensación de alivio.
A los pocos minutos apareció Volker a hombros de dos esclavos. Carmen no se hacía idea de su propio aspecto, pero al ver el que presentaba su protector se quedó horrorizada. Tenía la barba sucia, llena de nudos, y se había convertido en un saco de huesos, apenas un recuerdo de quien antes destacaba por su apostura.
Corrió hacia él para abrazarlo entre lágrimas y Volker la recibió sin apenas poder hablar, con la garganta agarrotada de la emoción, con las señales de un largo sacrificio y una nueva luz de esperanza.
Con el fondo de la mansión ardiendo por los cuatro costados, recortada en lo alto de la colina, la noche se les echó encima agarrados el uno al otro, viendo cómo el fuego daba por cerrada una oscura historia, la de Blasco Méndez de Figueroa.
Volker acarició la mejilla de Carmen y respiró en paz.
—Nos volvemos a casa.
Camilo no se sentía capaz de mirar a Yago.
El muchacho lloraba sin consuelo, atragantándose, con ojos de dolor y angustia.
—¿Por qué te vas?
Camilo tragó saliva, inspiró una larga bocanada de aire, serenó su ánimo y le habló desde el corazón.
—¿Recuerdas dónde te dije que vivía Dios?
—Arriba, con Hiasy… —se trabucó, pero quiso terminar de decir lo que quería—, entre incienso y música…
Camilo sonrió al escucharlo. Desde su salida de Jamaica había mejorado bastante su capacidad de expresión.
—Exacto, Yago, sí. Soy como una voluta de incienso que ahora ha de ascender hacia Él, pero no como Hiasy. He de ir a otra cartuja, y buscar otra cúpula en su iglesia, como la que te enseñé hace años. Le debo mucho a mi Señor, y he de asumir que ese es mi castigo y mi destino; tú no tienes por qué compartirlo.
Yago se llevó la mano al corazón.
—Dios aquí, también… ¿Y Yago qué hará?
—Has de aprender algo importante: cuando se toma una decisión, se han de asumir las consecuencias. Decidí buscarte en Jamaica saltándome todas las normas de mi orden y sin pedir permiso a mi superior. Y esa falta de lealtad a mis compromisos he de resolverla ahora. Cada acto incluye una cierta responsabilidad, piénsalo.
—Yago necesita a ti…
Camilo lo agarró de la cabeza y lo estrechó contra su pecho emocionado.
—Eres una persona grande, y sé que harás cosas grandes. No dejes que nadie te impida ser lo que desees, y aunque ahora no lo entiendas o no llegues a verlo, yo sé que hay un plan escrito para ti. Un día lo descubrirás, encontrarás tu camino, sabrás lo que quiere Dios de ti, seguro. Que no te preocupe si eso ha de suceder pronto o tarde, pero sobre todo sé siempre fiel a tus principios. Y no pienses que te huyo, jamás lo haría. Solo trato de ser consecuente; un día vine hasta aquí tras los pasos del Señor, y ahora me toca cumplir una penitencia que por lo menos me llevará un año.
—¡Yago ir! —Se le escaparon dos sentidas lágrimas.
—No… A tu edad tienes que descubrir la vida y lo has de hacer fuera de una cartuja. He sabido que te van a buscar una familia y un ambiente más adecuado para tu crecimiento personal. Eso sí, nunca olvides que siempre estaré aquí —le puso la mano en el pecho—, contigo, y que te buscaré mucho antes de lo que imaginas.
Camilo se subió a su caballo y anudó las riendas de los dos sementales que tenía que llevar consigo como encargo hasta Padula. Se dio media vuelta y sin mirar hacia atrás, chasqueó la boca y apretó el paso del animal para no hacer a Yago más dura la despedida.
La mirada del muchacho lo seguía mientras se alejaba de Humeruelos.
La congoja le había dejado incapacitado para moverse. Veía cómo su amigo se convertía en un pequeño punto en la distancia, y cuando desapareció por completo se acurrucó entre sus rodillas, sentado sobre el suelo, cerró los ojos y en un instante vio pasar una larga sucesión de recuerdos, como imágenes vivas, que resumían las muchas experiencias que había compartido con Camilo.
Y lloró, se sintió dolorosamente solo, reducido a la nada.
Pasadas varias horas, de pronto, despertó de su zozobra y con toda determinación se negó a asumir su separación. Corrió hacia la caballeriza, desató una yegua torda de cinco años y la montó como había hecho otras veces ayudado por Camilo, aunque esa fuese la primera vez que lo hacía solo.
Una vez sobre ella, se agarró a sus crines, apretó las rodillas y notó la inmediata reacción del animal, que salió al galope del establo en la misma dirección que había tomado el fraile de camino hacia Sevilla, como le había escuchado decir.
Subió una verde ladera, entre olivos, y en lo más alto se detuvo.
Recortada sobre el perfil de la tierra, con un cielo anaranjado, casi cobrizo, y a punto de anochecer, se extendía por debajo una inmensa llanura con algunos árboles salpicados, una tierra de incertidumbre donde ahora estaba él, solo.
Desconocía cuál podría ser el destino que Dios le tenía preparado según le había asegurado Camilo, pero tampoco entendía por qué debía recorrerlo sin su compañía. Tenía una sensación nueva, extraña, como de haber dado un paso que iba a marcar su vida para siempre.
No tenía prisa por moverse. Allí, bajo sus pies, le esperaba su futuro y a su espalda quedaba el pasado.
No tenía a Hiasy, ni a Camilo, solo a ese caballo que montaba y a nadie más.
Cruzó los brazos sobre el pecho, se encogió en ellos, y miró al cielo en busca de aquel Dios de Camilo. Y por primera vez rezó.
—Llévame con él…
Pasó la noche bajo la luna en aquel mismo lugar, en una espera que tenía mucho de miedo y de esperanza, hasta que la luz de la mañana le abriera las puertas de su futuro e iluminara su camino.
Iría a por Camilo. Ahora era su turno.
No quería renunciar a él, no.
Nada más amanecer montó a la yegua, y la azuzó para que fuera a galope con idea de recuperar distancias. Recorrió caminos, naranjos y campos de olivares. Pasó la segunda noche bajo la enorme copa de un centenario alcornoque, a una cierta distancia de la ruta para no ser visto por extraños.
A punto de agotarse la mañana de su segunda jornada, empezó a asustarse.
Por un momento dudó de si el camino que llevaba era el mismo que habría tomado Camilo. Se había cruzado con bastante gente, pero como casi todos lo miraban mal, él no preguntaba.
Sintió hambre, y cansancio, y en aquel estado de inquietud empezó a notar un ligero temblor en las manos, aunque consiguió contenerlo. Tomó una vereda estrecha y empinada, en la umbría húmeda de un pequeño bosque, pero por efecto del suelo quebradizo, el caballo empezó a resbalar. El animal resopló, frenó con precaución, pero la impericia de Yago forzó a que siguiera al mismo paso, que era excesivo para el mal estado del terreno. Por eso ninguno de los dos vio a tiempo una grieta de piedra por donde se coló un casco, le falló el apoyó, perdió el equilibrio, y se cayeron al suelo. Quien llevó peor parte fue la yegua, pues en el accidente sufrió un doloroso chasquido en una de sus patas. Yago se levantó sin herida alguna, pero fue a ver qué tenía el animal. El horror inundó sus ojos al ver medio hueso asomando por fuera.
El animal hizo esfuerzos por levantarse, pero cada vez que apoyaba el miembro, terminaba abandonando el intento recostado sobre el suelo y con expresión dolorida, muy asustado. Yago le acarició en la nuca y recorrió con sus manos su cara compadecido. Sabía que aquello no tenía solución.
Con la pena de dejarla allí, pero sin otro remedio, siguió caminando hacia un destino desconocido, tal vez diferente al de Camilo, le resultaba imposible de saber.
Se le hizo tarde, muy tarde.
Pasadas cuatro horas, empezó a ver luces, un río grande y una zona amurallada. Como nunca había salido del convento, no sabía que estaba llegando a Sevilla, donde la noche no era una buena compañía para un muchacho de diecisiete años, solo y con sus propios problemas.
Las puertas de la ciudad estaban cerradas.
Miró a ambos lados y pudo ver a varios grupos durmiendo alrededor de un fuego. Se acercó al primero, a su derecha, pero no le dejaron ni sentarse. Se trataba de comerciantes que llegaban de madrugada para ser los primeros en poner los puestos del mercado al día siguiente, en alguna de las muchas plazas que poseía la gran ciudad. Desconfiaban de todos y más de un chico que ni hablaba.
Fue deambulando por cada fuego por si veía a Camilo. Tardó casi tres horas en dar la vuelta a todo el recinto amurallado, pero en ningún sitio lo encontró. Descorazonado, perdido, buscó un árbol y se apoyó en él para descansar. La larga caminata y la tensión acumulada de los últimos días cayó sobre él de golpe y se durmió.
Cuando el sol se hizo presente a la mañana siguiente y empezó a colorear con brillos cobrizos la piedra de la muralla, abrió los ojos y vio que se le acercaban unos hombres.
—¿Quién eres tú?
Yago los miró y como no le gustó su aspecto, agachó la cabeza sin hablar.
—¡Estúpido! Te estoy hablado. —Uno que llevaba una barba tan descuidada que daba la impresión de no habérsela rasurado en su vida, ni desde luego lavado en meses, se dirigió hacia él y, sin venir a cuento, le propinó una bofetada en la cabeza.
—Soy Yago…
—¿Tienes familia en Sevilla?
Yago lo negó con la cabeza.
El de la barba se alegró de la noticia y de inmediato ordenó a sus acompañantes que lo ataran por las muñecas, desgarraran su camisola y calzones para que pareciera más miserable y que le ensuciaran la cara y el cuerpo.
—Hoy pedirás limosna para nosotros. —Cuando aquel hombre se rio, no aparecieron más de dos dientes en su boca—. Bueno, hoy y hasta que yo te diga. Gracias a eso comerás algo…
Yago se resistió, gritó, pero solo consiguió una brutal patada que alguien le propinó en la cabeza, y perdió el conocimiento.
—A este os lo lleváis a las puertas de la catedral con esos otros dos pequeños. Veremos qué tal funciona…
* * *
Aquel mismo día y unas pocas horas después, don Luis Espinosa desembarcaba en Sanlúcar tras atravesar el océano. Su expresión se llenó de alegría al ver en el puerto a dos de sus pajes esperándolo con su caballo y algo de comer para el camino.
Montó de un salto y se dirigió a su hacienda como tenía previsto.
Primero se cambiaría de ropa, hablaría con Laura para dejar resuelta cuanto antes su situación matrimonial, descansaría un poco, y luego iría a ver a su hombre en el Pósito, a quien pediría cuentas. Lo había pensado una y otra vez, y la presencia de Fabián Mandrago en Jamaica solo se había podido deber a un soplo de Tarsicio, desliz que le costaría caro, muy caro. Después de terminar con aquella desagradable tarea, acudiría a casa de Martín Dávalos para ponerle al corriente de sus planes. Muchas cosas para un único día, pero la verdad es que llevaba demasiado tiempo embarcado y sentía necesidad de un poco de acción.
Con Laura fue parco y no se anduvo con rodeos. A diferencia de la alegría que ella demostró, él le soltó de sopetón su idea: quería la anulación de su matrimonio, de inmediato y sin posibilidad de discusión. El motivo que alegó ante las preguntas de ella, que no salía de su perplejidad, fue el no haberle dado descendencia a causa del rechazo marital que había tenido que sufrir desde la primera noche de bodas.
—¡Pero qué tonterías dices! —Las mejillas de Laura se encendieron de indignación—. ¡Eso es una majadería! —Luis no se inmutó—. No puedo entender qué significa todo esto… y además, ¿a quién vas a hacer creer que no hemos consumado el matrimonio?
Las lágrimas brotaron de sus hermosos ojos, invadida por una absurda sensación. Aquello le parecía impensable, como una pesadilla.
No habían discutido nunca hasta ese momento, él le debía todo lo que era, había compartido su fortuna, las tierras, bodegas y hasta sus amistades. No solo no había evitado los contactos íntimos, sino que eran muchas más las ocasiones que ella los había buscado. Recordaba las numerosas veces que se habían amado hasta la extenuación, y lo peor de todo es que le había creído enamorado. Si no pudo darle hijos, muy a su pesar, bastante drama le suponía a ella como para que encima fuese la única causa de tal despropósito. Estaba segura de que detrás de su decisión se escondían otras oscuras intenciones.
—Se lo creerán…, los del Tribunal Eclesiástico se lo creerán, te lo aseguro. —Luis sabía de qué hablaba, tenía claro el precio y a quién de sus miembros haría rico.
Se estaba cambiando de ropa en su dormitorio mientras hablaba con ella, sin inmutarse, como si estuviese tratando algo banal. Y para desconsuelo de Laura, no demostraba ningún signo de querer cambiar de parecer.