Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
No sabía quiénes eran aquellos dos hombres, desconocía qué razones podían tener para estar allí, pero su pena creció a medida que empezó a ser consciente de lo que podía pasar y de lo que con toda seguridad, y pronto, iba a perder.
Yago observó el rostro de Camilo y vio en su mirada una inmensa alegría. Le tocó la frente, la cabeza. Recordaba cada una de sus facciones, pero necesitaba emplear sus manos una vez más para llegar a sentirlas por completo.
—Yago quiere a Camilo…
—Lo sé, lo sé, y yo a ti, hijo, y yo…
Sentados en el suelo, uno frente a otro, mantuvieron un largo silencio cargado de complicidades, sencillamente observándose, disfrutando de su reencuentro, dirigiéndose escasas pero sentidas palabras.
Volker, a su lado, no se perdía ni un solo detalle de la emocionada reunión porque le evocaba su propia juventud, cuando todavía vivía con los suyos. La relación que expresaban Camilo y Yago era la del padre que vuelve a encontrarse con su hijo amado, a quien tenía por perdido.
Absorto en sus pensamientos, se volvió al notar que alguien le tocaba en la espalda, y al reconocer a la misma india que lo había salvado del río se sintió gratamente sorprendido. Se abrazó a ella intrigado por su presencia, y en tanto conoció su papel en la tribu entendió su generosidad y todavía apreció más su grandeza. Supo ver que entre los habitantes de aquella aldea fluía el mismo encanto que ella derrochaba. La actitud de todos era transparente y amable, como si supieran que formaban parte de algo grande y trascendente. Allí se respiraban hondas sensaciones, vida en estado puro.
Sobre un horizonte hermoso, con un mar interminable donde la mirada se perdía y la poderosa sombra de la montaña quedaba a sus espaldas, Volker empezó a sentir la emoción de estar viviendo una experiencia única e irrepetible, y quiso memorizarla para siempre.
Se fijó una vez más en Yago, y comprendió que se trataba de un ser capaz de arrastrar poderosas emociones tras de sí. Un joven a quienes muchos habían tachado de endemoniado o de loco; pero alguien capaz de reunir en un lugar próximo a los cielos a un cartujo amante de la música y de su Dios, y a una mujer hija de la tierra. Uno desprendía mística y recogimiento, y ella regalaba los saberes ancestrales de la naturaleza. Desnudez frente a pudor; alegría por el deseado reencuentro, y pena profunda en la mirada de Hiasy, sufridora ajena de aquel torrente de emociones.
Camilo se sentía como quien ha despertado de golpe de un largo sueño y no termina de centrarse en lo que se produce a su alrededor. Observaba con asombro lo cambiado que estaba Yago. Había crecido y su cuerpo era el de un adulto. Con aquella larga melena recogida en una coleta parecía aún mayor. Su piel se había tostado, y aunque en su espalda quedaba la huella de las muchas palizas y latigazos, sus ojos seguían brillando con el mismo mágico color azul.
No rechazaba desde el principio una mirada directa, como hacía antes, aunque al cabo de unos segundos terminaba desviando la cara. Dentro de sus gratos descubrimientos, y entusiasmado por sus avances, Camilo creyó ver una cierta expresividad en su rostro.
—¿Hiasy? —Yago la buscó entre los muchos observadores que tenían, fue a por ella, la cogió de la mano y la llevó hasta la presencia de Camilo.
Un tanto avergonzada, la chica recibió la gratitud del fraile, pero ella no se contentó con eso, quería saber, necesitaba entender qué sería de su compañero a partir de entonces. Era lo único que le preocupaba y atormentaba su corazón desde que los había visto venir.
Camilo comprendió lo que pensaba, imaginó el dolor que supondría para ella lo que con toda seguridad iba a suceder, y lo lamentó, pero se sintió incapaz de encontrar una sola palabra de consuelo al recibir su mirada desesperada.
Y de repente, todo cambió.
Se escuchó un agudo silbido seguido de una serie de ecos cada vez más rápidos que provocaron en los indios una fulminante respuesta. Abandonaron a la carrera el círculo que habían hecho y buscaron la arboleda, mientras preparaban sus arcos. Volker y Camilo buscaron a la sacerdotisa para saber qué debían hacer. Algo no iba bien, no sabían de qué se trataba, pero se olieron una seria amenaza.
—Hombres blancos, cazadores… —Uma señaló con un dedo el bosque—. Huir… —gritó.
Al escuchar los primeros disparos y la jauría de gritos que los acompañaban, Volker temió que se tratase de Blasco y su gente. Le transmitió la sospecha a Camilo sin dejar de otear la arboleda.
—Si son ellos, rezad para que no nos encuentren…
Yago cogió de la mano a Hiasy y se miraron aterrorizados al ver cómo una bala levantaba un trozo de corteza en un árbol cercano. Uma hizo señas para que la siguieran. Se lanzaron a correr tras ella bordeando las primeras cabañas. La mujer quería llegar a una pared rocosa que cerraba el poblado, donde se abría una grieta casi invisible entre el follaje. Se trataba de una gruta que apenas permitía el ancho de una persona y terminaba formando una cueva sin salida. Tal vez no fuese el mejor escondite, pero no tenían otra posibilidad. La sacerdotisa corría dirigiendo la comitiva sin dejar de mirar atrás. Durante la carrera se les habían unido seis mujeres más, algunas con sus niños en brazos. Cuando Volker se volvió para ver si reconocía a alguno de los esbirros de Blasco, creyó reconocer a quien los encabezaba. Se trataba de uno de los capataces de las canteras, un hombre con una larga fama de crueldad. Yago supo también quién era y recordó su látigo. Buscó a Volker para compartir su hallazgo, pero se agachó al sentir el silbido de una bala que pasó a menos de dos dedos de su cabeza.
Eran diez los hombres armados, y seis más lanzando redes y lazos. Su objetivo era capturar al mayor número posible de esclavos sin herirlos, aunque con los indios podían hacer lo que les apeteciera. Esas habían sido las órdenes de su patrón, quien vivía obsesionado por capturar a los dos chicos que por culpa de aquel alemán se le habían escapado. De vez en cuando organizaba esas capturas para recomponer su mermada población esclava, pero en esa ocasión sus objetivos eran más concretos. La recompensa que les había prometido a sus hombres consistía en que ganarían la mitad del valor que se obtuviese de la venta de cada esclavo, pero el que diera con los dos huidos conseguiría una docena de escudos más.
Según ese criterio los temibles cazadores elegían muy bien a sus víctimas, disparaban solo a los indios y se encargaban con más cuidado de los negros, a quienes rodeaban o derribaban envueltos en sus redes.
Camilo vio entrar a cinco hombres de Blasco en la explanada de los dos fuegos. Dispararon a bocajarro a una familia india que se les cruzó de camino, pero recibieron a cambio una oleada de flechas envenenadas desde los árboles. Tres de los cazadores fueron heridos al no protegerse a tiempo, pero los otros dos consiguieron localizar a los causantes, dirigieron sus armas hacia ellos, y los mataron a todos.
El grupo que guiaba Uma acababa de escuchar sus gritos, pero la vida era demasiado frágil para todos, pues, en tan solo unos segundos y cuando se creían medio a salvo, recibieron una primera lluvia de acero; acababan de ser vistos. La mala fortuna hizo que un proyectil alcanzara a una de las mujeres que se había incorporado hacía poco, y otro entró de lleno en el pecho de Hiasy. Yago no lo notó, pues siguió tirando de ella.
Encontraron el estrechamiento disimulado por una espesa enredadera y la atravesaron con cuidado de no romper demasiadas ramas que dejaran evidencias a sus perseguidores, a quienes habían dejado bastante atrás. Uma atusó la enredadera asegurándose de dejarla como estaba y encabezó el recorrido por un rocoso y oscuro pasillo, que se hizo completamente negro cuando accedieron a la oquedad. Recorrieron a tientas la pared de la cueva y al notar que se cerraba en redondo se sentaron sobre un suelo de fina y fresca arena. Allí aguardaron en silencio.
Hiasy respiraba fatigada, más que el resto, pero no quería llamar la atención.
—¿Hiasy…? —Yago se asustó cuando le pasó la mano por la espalda y sintió fluir algo caliente.
Ella no lo quería creer, pero cuando la sangre empezó a llenar su garganta supo que su herida era mortal. Y lloró, lloró al ver que la vida se le escapaba sin remedio.
—Yago…
Él acercó su oído, sin saber que aquellas dos palabras iban a ser las últimas que escucharía de ella.
—Te quiero…
En la bocana del puerto más importante de Jamaica, Camilo y Yago observaban los dos galeones de guerra que formarían la escolta de una carraca que iba a transportar en sus bodegas una gran cantidad de oro para el Rey, un flete organizado y financiado por el administrador de la isla en pago por su titularidad definitiva.
En aquella embarcación tan protegida y a solo dos días de partir, Camilo pretendía volver a Sanlúcar después de haber comprado los pasajes a un precio desorbitado, dado que aquel no era barco de pasajeros y su capitán supo cobrarse la urgencia que llevaban. A Camilo le pareció un abuso, pero no estaba en condiciones de perder la oportunidad de salir de la isla después de haberse salvado de milagro de los brutales cazadores de esclavos y de sentir la amenazante y oscura sombra de Blasco Méndez de Figueroa.
Preocupado por la falta de noticias sobre Fabián, Camilo ponía todas sus esperanzas en verlo de vuelta antes de levar anclas, pero para su desesperanza el guarda no aparecía.
Tampoco supo cómo le estaría yendo a Volker.
Enterraron a Hiasy en la montaña, y Yago la lloró mucho, tanto que a pesar de los días que habían pasado desde entonces, aún seguía fuertemente impresionado por su muerte y había dejado de hablar.
Cuando Camilo se despidió de Volker, a medio camino entre la montaña azul y la costa, estaban convencidos de que se verían pronto en el puerto. Tanto fue así que el alemán tomó dirección hacia el monasterio para recoger a Carmen y Camilo se quedó encargado de comprar cuatro pasajes para su vuelta a España, pero pasaba el tiempo y tampoco sabía nada de ellos.
Camilo agotaba las horas viendo cómo se cargaban los barcos, sobre todo la carraca con el preciado oro que una vez dentro fue protegido día y noche por la guardia armada del gobernador. A su lado estaba siempre Yago, aunque la verdad es que no sabía dónde estaba su pensamiento. Desde la desgraciada muerte de Hiasy el muchacho había caído en un profundo aislamiento, apenas comía, y se pasaba las horas mirando a la montaña azul o al horizonte marino, con una expresión vacía y el alma profundamente herida.
Estuvieron esperando al alemán y al guarda hasta el último momento, pero en cuanto soltaron amarras y el barco empezó a moverse tuvieron que embarcar.
Zarparon con buen tiempo.
Cuando el gran velamen de la carraca empezaba a hincharse y la proa comenzó a tomar rumbo a alta mar, con el puerto a sus espaldas, se escuchó un fuerte vocerío y el ruido de numerosos cascos que rompían la piedra de los muelles. Por un callejón que unía el pueblo con la explanada del puerto aparecieron en tropel un grupo de hombres encabezados por uno que vestía de negro e iba sobre un caballo casi azulado. Camilo reconoció a Blasco, y Yago supo que Azul era el caballo que montaba. Al verlo le gritó con toda su alma.
El animal reconoció su voz, estiró las orejas y cabeceó hasta localizarlo. Y entonces se arrancó en una espectacular cabalgada en su busca, contra la voluntad de su jinete. El caballo tuvo que frenar a escasos codos del borde del muelle, a punto de caer al mar.
Blasco reconoció al chico sobre la cubierta del barco y también a uno de los hombres que habían huido con su mujer cerca de las caballerizas. Los maldijo a voz en grito con la espada en alto y una actitud amenazante.
—Ese hombre… está loco… —comentó el capitán de la carraca.
Camilo, muy preocupado por Volker y Fabián, bendijo el aire.
—Que el Señor os proteja y guíe…
Sus plegarias coincidieron con el disparo de las tres salvas que despedían al convoy y con una lágrima que resbaló por la mejilla de Yago al dejar atrás, bajo tierra, a la mujer que había llenado su corazón.
* * *
Dos días antes, el prior del monasterio donde Carmen se había ocultado recibió a Volker con una franca sonrisa. Era un hombre de aspecto bonachón, de edad más bien corta para la gran responsabilidad de su cargo, y una cordialidad sin límites. Desde que el alemán había entrado en su despacho todo habían sido palabras amables y hasta se prestó a acompañarlo a las dependencias donde habían alojado a la mujer; un pabellón al otro lado de un gran huerto.
—Se alegrará de veros. —El religioso abrió una cancela de hierro en el mismo muro del recinto monacal y lo invitó a pasar primero—. Me dijo que vendríais, pero no hoy; si no recuerdo mal, ella os esperaba dos días atrás.
Volker esperó a que el prior eligiera uno de los muchos surcos de tierra que separaban las hileras de vegetales. Lo siguió viéndose flanqueado a ambos lados del sendero por un mar de lechugas, y algo más adelante de coles.
—Problemas inesperados… —respondió el alemán—. Me ha sido imposible venir a tiempo. —Aún tenía en su memoria el olor de aquella cueva cerrada donde habían tenido que pasar un día entero, ocultos a los hombres de Blasco, con el cuerpo muerto de Hiasy y las lágrimas de Yago como única y dolorosa compañía—. Pero decidme una cosa, ¿ha venido alguien más preguntando por ella? —La sombra de Blasco era tan poderosa en la isla que se podía esperar cualquier cosa de él. Toda precaución era poca.
—Nadie… Ha estado descansando tranquila y siempre sola… Deseará hablar con alguien, pobre. Estamos en un monasterio y como es obvio no hemos podido mantener ningún contacto salvo traerle su comida. —Mientras caminaba, no dejaba de observar las plantas, a veces para retirar una rama partida, otras tanteando la madurez de los tallos. Los pájaros que trinaban a su alrededor y un cielo abierto y luminoso convertían el paseo en un agradable trance lleno de paz.
Llegaron hasta el final del huerto, a una casa de piedra de una sola altura y de pequeño tamaño. Llamó a la puerta y cuando se escuchó la voz de Carmen, escogió otra llave y la abrió. Volker no preguntó, pero le extrañó que la hubiera mantenido encerrada.
La mujer, en cuanto vio a Volker, se echó a sus brazos y explotó a llorar presa de la prolongada tensión que había sufrido todos esos días sin noticias de él, horrorizada todavía por los acontecimientos.
—Oh, gracias a Dios que lo has conseguido… —Carmen seguía abrazándolo, necesitada de su protección, por fin un poco más aliviada por su futuro—. Tienes que contármelo todo. ¿Cómo te fue? ¿Te cruzaste con mi marido? ¿Pudiste ayudar a esos chicos?