En el primer descansillo se detuvo a examinar el botiquín de Tessa, un viejo especiero italiano sin especial valor sujeto con tornillos a la pared en el ángulo de la escalera, identificado mediante una cruz verde pintada a mano por ella misma. No en vano era hija de una médica. La puerta del especiero estaba entornada. Justin la abrió de par en par.
Saqueado. Cajas de esparadrapo mal cerradas, gasas y borotalco desparramados en furioso desorden. Cuando cerraba la puerta, sonó junto a su cabeza el estridente timbre del teléfono mural.
Es para ti, dijo Justin a Tessa. Tendré que darles la noticia de tu muerte. Es para mí. Tendré que escuchar condolencias. Es Alison Landsbury, el bizcocho, para preguntarme si dispongo de todo lo que necesito para mi seguridad y sosiego bajo los efectos del trauma. Es alguien que ha tenido que esperar hasta que la línea ha quedado libre tras mi larga conversación con tata Gates.
Cogió el auricular y oyó a una mujer atareada. De fondo se escuchaban débiles voces y un tabaleo de pasos. Una mujer atareada en un sitio concurrido con el suelo de baldosas. Una mujer atareada de acento londinense y voz desenfadada, como la de una vendedora callejera.
—¡Veamos! Por favor, ¿puedo hablar con el señor Justin Quayle si está en casa? —Preguntado con tono ceremonioso, como un mago a punto de realizar un juego de manos con las cartas. Aparte, dijo—: Sí está, cariño, lo he oído…
—Soy Quayle.
—¿Quieres hablar tú mismo con él, cariño? —Su «cariño» no quería—. Le llamo de la floristería Jeffrey’s, señor Quayle, aquí en King’s Road. Tengo un precioso arreglo floral para entregárselo a usted personalmente esta misma tarde sin falta, lo antes posible, y no puedo decirle quién lo envía… —Aparte—. Lo he hecho bien, ¿cariño? —Evidentemente lo había hecho bien—. La duda es, señor Quayle, si sería posible mandarle al recadero más o menos ahora mismo. En dos minutos lo tendrá ahí, ¿no, Kevin? En uno, si le da una buena propina.
—Mándelo, pues —respondió Justin distraídamente.
Justin se hallaba frente a la puerta de la habitación de Arnold, así llamada porque cuando Arnold pasaba unos días en la casa, dejaba al irse, invariablemente, una nostálgica declaración de su derecho a la permanencia: un par de zapatos, una maquinilla de afeitar eléctrica, un despertador, un fajo de papeles acerca del desastroso fracaso de la ayuda médica al tercer mundo. A pesar de eso, Justin se detuvo en seco al ver el jersey de pelo de camello de Arnold colgado en el respaldo de la silla, y estuvo a punto de llamarlo en voz alta cuando se acercó al escritorio.
También lo habían registrado.
Cajones abiertos a golpe de palanca, papeles y sobres cogidos a bulto y devueltos sin el menor cuidado.
Sonó la sirena de barco. Corrió escalera abajo y, al llegar a la puerta, se obligó a tranquilizarse. Kevin, el recadero de la floristería, era un muchacho de corta estatura y mejillas rubicundas, un recadero dickensiano con la cara lustrosa a causa del frío invernal. El ramo de lirios y azucenas que sostenía entre los brazos era casi más grande que él. Llevaba un sobre blanco atado al alambre que mantenía unidos los tallos. Rebuscando entre un puñado de chelines kenianos, Justin encontró dos libras esterlinas, se las dio al chico y cerró la puerta. El mensaje estaba escrito en caracteres electrónicos.
Justin. Sal de casa hoy a las siete y media de la tarde. Trae un maletín lleno de papel de diario. Ve hasta el Cineflex de King’s Road. Compra una entrada para la Sala Dos y quédate a ver la película hasta las nueve. Abandona el cine por la salida lateral (lado oeste). Busca un microbús azul aparcado cerca de la salida. Reconocerás al conductor. Quema esta nota.
Sin firma.
Examinó el sobre, lo olfateó, olfateó la tarjeta, no olió nada, ni sabía qué esperaba oler. Llevó la tarjeta y el sobre a la cocina, les prendió fuego con una cerilla y, en la mejor tradición del curso de seguridad del Foreign Office, los dejó arder en el fregadero. Una vez carbonizados, disgregó las cenizas e introdujo los fragmentos en el triturador de basura, que mantuvo en funcionamiento más tiempo del necesario. Volvió a la escalera y subió los peldaños de dos en dos hasta lo alto de la casa. No lo impulsaba la prisa sino la determinación: no pienses, actúa. Llegó ante la puerta de un desván con el cerrojo echado. Tenía una llave ya preparada. Su semblante revelaba resolución pero también temor. Era un hombre desesperado armándose de valor para saltar al vacío. Abrió la puerta y entró en el estrecho pasillo. Éste daba acceso a una serie de habitaciones abuhardilladas entre sombreretes de chimenea infestados de grajillas y secretas azoteas donde cultivar plantas en macetas o hacer el amor. Siguió adelante con paso enérgico, entornando los ojos para resistir el resplandor de los recuerdos. No había objeto, cuadro, silla o rincón que no perteneciera a Tessa, en el que no estuviera presente, desde el que no le hablara. El pomposo buró de su padre, transferido a Justin el día de su boda, seguía en su hueco de siempre. Levantó la tapa. ¿Qué te había dicho? Saqueado. Abrió el armario ropero de Tessa y vio sus abrigos y vestidos de invierno, arrancados de las perchas y abandonados con los bolsillos del revés. La verdad, cariño, podrías haberlos colgado. Sabes de sobra que los colgué, y alguien los ha desordenado. Escarbando entre la ropa, desenterró el viejo estuche de partituras de Tessa, lo más parecido que tenía a un maletín.
—Hagamos esto juntos —le dijo Justin, ahora de viva voz.
Antes de marcharse, se detuvo a observarla a través de la puerta abierta del dormitorio. Tessa había salido del cuarto de baño y estaba desnuda frente al espejo, peinándose el cabello húmedo con la cabeza ladeada. Tenía vuelto hacia él uno de sus pies descalzos, en una pose de ballet, como parecía tenerlo siempre que estaba desnuda. Contemplándola, sintió el indescriptible distanciamiento respecto a ella que siempre había sentido cuando vivía. Eres demasiado perfecta, demasiado joven, le dijo. Debería haberte dejado en libertad. Gilipolleces, contestó ella con ternura, y él se sintió reconfortado.
Descendió a la planta baja y encontró en la cocina una pila de números atrasados del
Kenyan Standard
,
Africa Confidential
,
The Spectator
y
Private Eye
. Los embutió en el estuche de partituras, regresó al vestíbulo y lanzó una última ojeada al altar improvisado y la bolsa de piel. Voy a dejarte donde puedan encontrarte por si no han quedado satisfechos con su trabajo de esta mañana en el ministerio, explicó a Tessa, y salió a la gélida oscuridad. Llegó al cine en diez minutos. En la Sala Dos, el público no pasaba de una cuarta parte del aforo. Justin no prestó atención a la película. Tuvo que escaparse al servicio de caballeros dos veces, estuche de partituras en mano, para consultar su reloj sin ser visto. A las nueve menos cinco abandonó el cine por la salida oeste, encontrándose en una fría calleja. Enfrente vio aparcado un microbús azul, y por un momento imaginó absurdamente que era el camión de safari verde de Marsabit. Sus faros parpadearon. Arrellanada tras el volante, aguardaba una angulosa figura con gorra de marinero.
—Por la puerta de atrás —ordenó Rob.
Justin se dirigió a la parte posterior del microbús y vio la puerta abierta y el brazo de Lesley extendido para cogerle el estuche. Ocupando un asiento de madera en medio de una total oscuridad, se creyó de nuevo en Muthaiga, en el banco de listones de la furgoneta Volkswagen, con Livingstone al volante y Woodrow dando órdenes junto a él.
—Estamos siguiéndote, Justin —explicó Lesley. A oscuras, su voz sonaba apremiante y a la vez delataba un misterioso desánimo. Daba la impresión de que también ella hubiera sufrido una gran pérdida—. El equipo de vigilancia te ha seguido hasta el cine, y nosotros formamos parte de él. Ahora cubrimos la salida lateral por si decides utilizarla. Siempre existe la posibilidad de que la presa se aburra y se marche antes de tiempo. Como acabas de hacer. Dentro de cinco minutos, que es la hora que daremos al informar al centro de control. ¿En qué dirección te irás?
—Hacia el este.
—En ese caso pararás un taxi y te irás en dirección este. Notificaremos el número de matrícula del taxi. No te seguiremos porque nos reconocerías. Hay un segundo vehículo de vigilancia esperándote frente a la entrada principal del cine y otro de reserva en King’s Road por si surge cualquier contingencia. Si decides marcharte a pie o coger el metro, pondrán a un par de peatones tras tus pasos. Si tomas un autobús, te estarán agradecidos porque no hay nada más fácil que pegarse a un autobús de Londres. Si entras en una cabina telefónica y haces una llamada, la escucharán. Tienen un mandato del Ministerio del Interior y los autoriza a intervenir tus llamadas desde cualquier teléfono.
—¿Por qué? —preguntó Justin.
Su vista empezaba a acostumbrarse a la escasa luz. Rob se había dado la vuelta en el asiento y estaba apoyado en el respaldo de cara a Justin, participando en la conversación. Tenía la misma actitud de desaliento que Lesley pero más hostil.
—Porque nos jodiste —contestó.
Lesley extraía el papel de diario del estuche de Tessa y lo metía en una bolsa de plástico. A sus pies había unos cuantos sobres de tamaño grande, quizá una docena. Empezó a cargarlos en el estuche.
—No te entiendo —dijo Justin.
—Pues haz el esfuerzo —aconsejó Rob—. Actuamos con órdenes secretas, ¿de acuerdo? Le contamos al señor Gridley lo que estás haciendo. Alguien de las altas esferas explica por qué lo estás haciendo, pero no a nosotros. Nosotros somos los peones.
—¿Quién ha registrado mi casa?
—¿En Nairobi o en Chelsea? —replicó Rob con sorna.
—En Chelsea.
—No somos quienes para preguntarlo. El equipo fue relevado del servicio durante cuatro horas mientras la registraba quienquiera que lo hiciese. Es lo único que sabemos. Gridley puso a un policía de uniforme ante la puerta por si alguien quería entrar. Si se daba el caso, el policía debía decir al interesado que nuestros agentes investigaban un allanamiento de morada en el edificio y mandarlo a la mierda. Si es que realmente era un policía, cosa que dudo —añadió Rob, y cerró la boca con un chasquido de dientes.
—Rob y yo hemos sido excluidos del caso —informó Lesley—. Gridley nos destinaría a las Oreadas como guardias de tráfico si pudiera, sólo que no se atreve.
—Hemos sido excluidos de todo —precisó Rob—. No existimos. Gracias a ti.
—Nos quiere donde pueda vemos —dijo Lesley.
—En el redil, muertos de asco —añadió Rob.
—Ha enviado a otros dos agentes a Nairobi para ayudar y asesorar a la policía local en la búsqueda de Bluhm, para eso
exclusivamente
—prosiguió Lesley—. Nada de mirar bajo las piedras, nada de desviarse del camino trazado. Eso se acabó.
—Olvidémonos de los Dos de Marsabit, dejémonos de lamentaciones por negras moribundas y médicos imaginarios —dijo Rob—. Usando las bellas palabras del propio Gridley. Y nuestros sustitutos no están autorizados a hablar con nosotros por miedo a que se contagien de nuestra enfermedad. Son un par de descerebrados a un año de la edad de jubilación, igual que Gridley.
—Es un caso de máxima seguridad, y tú tienes parte en él —explicó Lesley, cerrando el estuche de partituras pero manteniéndolo en su regazo—. ¿Qué parte? Esa es la gran incógnita. Gridley quiere conocer tu vida con pelos y señales. A quién ves, dónde, quién te visita, a quién telefoneas, qué comes, con quién. Día a día. Sólo se nos permite saber que eres un elemento esencial en una operación secreta. Debemos obedecer y no meternos donde no nos llaman.
—No hacía ni diez minutos que habíamos vuelto a la jefatura cuando nos dijo a gritos que quería todas las libretas, cintas y pruebas en su mesa inmediatamente —continuó Rob—. Así que se las entregamos. El juego original, íntegro y completo. Después de hacer copias, claro está.
—La insigne casa de las TresAbejas no debe mencionarse nunca más, y eso es una orden —dijo Lesley—. Ni sus productos, ni sus actividades, ni los nombres del personal. Nada ha de perturbar el equilibrio de la situación. Amén.
—¿Qué situación?
—Diversas situaciones —contestó Rob—. Tienes donde elegir. Curtiss es intocable. Tiene medio negociado un sustancioso acuerdo para la venta de armas británicas a Somalia. El embargo representa un engorro, pero ha encontrado formas de eludirlo. Por otro lado, va a la cabeza en la carrera por proveer al este de África de una vanguardista red de telecomunicaciones usando alta tecnología británica.
—¿Y yo soy un estorbo para esos proyectos?
—Eres un estorbo, y punto —repuso Rob con saña—. Si nos hubieras facilitado las cosas, los tendríamos atados de manos. Ahora estamos a cero, como si éste fuera nuestro primer día de trabajo.
—Ellos creen que sabes lo mismo que Tessa sabía —explicó Lesley—. Eso podría ser malo para tu salud.
—¿Ellos?
Pero la ira de Rob era incontenible.
—Fue un montaje desde el principio, y tú participaste. Los azules se rieron de nosotros, igual que los hijos de puta de TresAbejas. Tu amigo y colega el señor Woodrow nos contó una sarta de mentiras. Tú también. Eras nuestra única opción, y nos dejaste tirados.
—Queremos hacerte una pregunta, Justin —intervino Lesley casi con el mismo encono—. Nos debes una respuesta sincera. ¿Tienes algún sitio adonde ir? ¿Un sitio seguro donde poder sentarte a leer? Si es fuera del país, tanto mejor.
Justin recurrió a las evasivas.
—¿Qué ocurrirá cuando llegue a casa y encienda la luz de mi habitación? ¿Seguiréis fuera espiándome?
—El equipo te acompaña hasta tu casa, te acompaña hasta tu cama. Luego los observadores se van a descansar un rato; los escuchas permanecen conectados a tu teléfono ininterrumpidamente. Los observadores regresan por la mañana temprano para sacarte de la cama. El mejor momento es entre la una y las cuatro de la madrugada.
—En ese caso sí tengo un sitio adonde ir —anunció Justin tras meditar por un instante.
—Estupendo —dijo Rob—. Nosotros no.
—Si es en el extranjero, viaja por tierra y mar —advirtió Lesley—. Cuando llegues al país en cuestión, rompe la cadena. Usa líneas de autobús locales, trenes de cercanías. Viste con ropa corriente, aféitate a diario, no mires a nadie. No alquiles coches, no tomes ningún avión, ni siquiera vuelos nacionales. Dicen que eres rico.
—Así es.