Authors: Frances Hodgson Burnett
—Está tan viva como tú o como yo —dijo Dickon, sonriendo abiertamente.
—¡Qué felicidad! —exclamó la niña llena de excitación—. ¿Por qué no recorremos el jardín y contamos cuántas brotarán?
Dickon parecía igualmente entusiasmado cuando, al hacer algunos cortes, le explicó que las ramas verdosas o que se veían jugosas estaban vivas; en cambio, si el interior aparecía seco y se quebraba fácilmente, entonces no había más remedio que cortarlas.
Fueron de árbol en árbol y de rama en rama. El sabía muy bien usar su cuchillo para cortar la madera seca. A la media hora, Mary ya había aprendido a reconocerlas, y al ver alguna rama de aspecto marchito pero cuyo interior todavía estaba verde, estallaba en silenciosa felicidad.
Estaban trabajando junto a uno de los grandes rosales, cuando él exclamó muy sorprendido.
—¿Pero quién hizo esto?
Era uno de los lugares que Mary había limpiado para dar luz a los pequeños brotes.
—Yo lo hice —dijo Mary.
—Pero habías dicho que no sabías nada sobre jardines —exclamó.
—No sé nada —contestó la niña—, ni siquiera conozco su nombre, pero como son tan pequeñas y parecía que les faltaba espacio para respirar, limpié las malezas.
—¡Ni un jardinero pudo hacerlo mejor! —dijo el muchacho—. Ahora crecerán bien. Estos son azafranes y copitos de nieve, y aquellos narcisos y otros bulbos. ¡Has hecho un gran trabajo para ser tan pequeña! —agregó, mirándola.
—Ahora estoy más gorda y me siento más fuerte —explicó Mary—. Ya no me canso como antes y menos cuando cavo la tierra.
—¡Es estupendo para ti! —dijo Dickon moviendo la cabeza—. No hay nada mejor que el olor a tierra limpia, con excepción del fresco olor que despiden las pequeñas plantas luego de una lluvia. Cuando llueve, muchas veces salgo al páramo y me tiendo bajo los matorrales a escuchar como caen las gotas de lluvia sobre el brezo.
—¿Y no te resfrías? —preguntó Mary, observándolo. Ella jamás había conocido alguien tan divertido y tan simpático.
—¡Claro que no! —dijo Dickon —mientras sonreía haciendo una mueca—. ¡No me resfrío jamás!
Aunque charlaba con Mary, no dejaba de trabajar y ella, a su vez, ayudaba con la pala y el azadón.
—Hay mucho que hacer aquí —dijo exaltado.
—¿Vendrás nuevamente a ayudarme? —le rogó Mary—. Estoy segura de que yo también te puedo ayudar. ¡Por favor ven, Dickon!
—Si tú quieres, vendré todos los días, tanto si hay sol como si está lloviendo —contestó firmemente—. El estar encerrado aquí tratando de salvar el jardín es lo más divertido que he hecho en mi vida.
—Si haces renacer el jardín, no sabré cómo agradecértelo —dijo Mary, esperanzada.
—Yo te diré qué puedes hacer por mí —respondió Dickon, con alegre gesto—. Engordarás y tendrás tanta hambre como un zorrito. Aprenderás a hablar con el petirrojo como lo hago yo y, así, lo pasaremos estupendamente.
Recorrieron el lugar para decidir cómo lo arreglarían.
—No quiero que se parezca a otros jardines —dijo Mary—. Me encanta que crezca en forma desordenada, con ramas balanceándose y enlazándose unas con otras. De otro modo, no parecería un jardín secreto.
—Sí —dijo Dickon—, es secreto; pero creo que, además del petirrojo, alguien ha estado aquí en los últimos años.
—Pero la puerta estaba cerrada y la llave enterrada —dijo Mary:—. ¿Quién podría entrar?
—Aun así, alguien ha estado aquí y allá.
Aunque transcurrieran muchos años, Mary nunca olvidaría la primera mañana que vio cómo empezaba a florecer su jardín, no sólo en los lugares que ambos limpiaron, sino también las semillas que plantaron.
Mientras trabajaban, Mary contó a Dickon lo desgraciada que había sido en la India en casa del pastor y lo antipáticos que eran sus hijos. Entonces, volviéndose hacia él, le dijo:
—Eres tan simpático como Martha piensa que eres. Ahora son cinco las personas que me gustan y, créeme, jamás pensé que llegaría a ese número.
Dickon se sentó en sus talones y le dirigió una mirada divertida.
—¡Sólo te gustan cinco personas! ¿Y quiénes son las otras cuatro?
—Tu mamá, Martha, el petirrojo y Ben Weatherstaff.
Dickon se rió de tal manera que, para no hacer ruido, se puso los brazos alrededor de la boca.
—Sé que me consideran un muchacho raro —dijo—, pero tú lo eres aun más.
Entonces Mary le preguntó algo que jamás soñó hacer.
—¿Te gusto a ti?
—¡Por supuesto que sí! —contestó Dickon de todo corazón—. También creo que le gustas al petirrojo.
—Eso hace dos para mí —dijo Mary.
Al sentir que el reloj del patio daba el mediodía, Mary se sobresaltó. Trabajando intensamente, las horas se le habían pasado sin sentir.
—Tengo que irme —dijo apenada—. Supongo que tú también tendrás que ir a almorzar.
Dickon hizo una mueca.
—Mi almuerzo lo acarreo conmigo —repuso—. Mamá siempre me pone algo en el bolsillo.
De su chaqueta sacó, envueltos en un limpio pañuelo, gruesos pedazos de pan y tocino. A Mary no le pareció un almuerzo muy bueno, pero él se veía muy contento, mientras se sentaba a comer, apoyado contra el tronco de un árbol.
—Llamaré al petirrojo y le daré a probar una orilla de tocino —dijo—. Les encanta la grasa.
De mala gana Mary decidió partir; mas, repentinamente, se le ocurrió que quizás Dickon era una especie de hada y que no estaría cuando ella volviera. Le parecía demasiado bueno para ser verdad. Se volvió a mitad de camino.
—Espero que pase lo que pase no dirás nada a nadie —le dijo.
Con la boca llena de pan con tocino, Dickon le sonrió y le dijo alentadoramente:
—Si tú fueras un tordo que me mostrara su nido, ¿crees tú que yo lo diría a los demás? ¡Jamás lo haría! Tu jardín está tan a salvo como el nido del tordo.
Luego de escucharlo, ella tuvo la certeza de que era así.
XII
Mary corrió tan rápido que llegó a su pieza casi sin resuello, con el pelo alborotado y las mejillas sonrosadas. Su almuerzo estaba servido y Martha la esperaba.
—Ha llegado tarde —le dijo.
—¡He visto a Dickon! —exclamó Mary—. ¡He visto a Dickon!
—Sabía que vendría —dijo Martha jubilosa—. ¿Y qué le pareció?
—Creo que es muy buen mozo —respondió Mary, con voz decidida.
Martha se sorprendió, pero estaba contenta.
—Bueno —dijo—. Es el mejor de los muchachos pero jamás pensé que fuera buen mozo. Su nariz es respingada y sus ojos demasiado redondos, aunque tienen un bonito color.
—Me gusta su nariz —dijo Mary—, y me encantan sus ojos, que tienen el color del cielo azul sobre el páramo.
Martha resplandecía de satisfacción.
—Mamá dice que tienen ese color de tanto mirar pájaros y nubes. Pero su boca es muy grande.
—Me gusta su boca —dijo Mary obstinadamente—. ¡Cómo me gustaría que la mía fuera así!
Martha rió encantada.
—¿Le gustaron las semillas y las herramientas de jardín? —preguntó.
—¿Cómo sabe que las trajo? —preguntó Mary.
—Jamás pensé que no las traería; Dickon es un muchacho en quien se puede confiar.
Cuando Martha le preguntó en dónde pensaba plantar las semillas y a quién había preguntado si podía disponer de un terreno, Mary se asustó.
—No lo he pedido todavía —contestó vacilando.
Mary comió lo más rápidamente que pudo; mas, al querer salir corriendo otra vez, Martha la detuvo.
—Tengo algo que comunicarle —le dijo—. El señor Craven volvió esta mañana y quiere verla.
—¿Por qué quiere verme ahora si no quiso hacerlo cuando llegué? —preguntó, muy pálida.
—Bueno —dijo Martha—, creo que se debe a mamá. Ella se encontró con el señor Craven esta mañana y le dio a entender que sería bueno que la viera antes de partir nuevamente.
—¡Así es que se va de nuevo! —exclamó Mary—.
¡Cuánto me alegro!
—Sí, y esta vez por largo tiempo. Probablemente no volverá hasta el otoño o el invierno —le dijo Martha.
Si él no volvía por varios meses, pensó la niña, por lo menos tendría tiempo de observar cómo renacía su jardín, aunque al regresar descubriera su secreto.
En ese momento se abrió la puerta y entró la señora Medlock con su mejor vestido negro. Estaba nerviosa y excitada.
—Su pelo está desordenado —dijo rápidamente—. ¡Vaya a cepillárselo! Martha la ayudará a ponerse su vestido nuevo porque la tengo que llevar al escritorio del señor Craven.
Las mejillas de Mary se tornaron pálidas y pronto volvió a ser la niña altanera, poco atractiva y silenciosa de antes. No pronunció ni una palabra mientras se vestía, ni tampoco al seguir al ama de llaves a través de los innumerables corredores. ¿Qué podía decir? A ella la obligaban a ver al señor Craven y estaba segura de que ella no le gustaría, como tampoco él le gustaría a ella.
Se encaminaron hacia un ala de la casa en la cual no había estado con anterioridad. Por fin, el ama de llaves golpeó en una puerta y al oír: "¡Entre, por favor!", ella abrió y ambas se encontraron frente a un hombre sentado en un sillón, junto al fuego.
—Esta es la señorita Mary —dijo el ama.
—Puede irse y dejarla aquí. La llamaré cuando tenga que llevarla de vuelta —dijo el señor Craven.
Mary esperó de pie retorciéndose las manos. Ella podía ver que el hombre sentado frente a ella no era precisamente jorobado sino, más bien, tenía los hombros torcidos. Su negra cabellera estaba salpicada de rayas blancas. El volvió su cabeza por sobre sus altos hombros y le habló:
—¡Ven acá!
Mary se le acercó. El no era feo; incluso su cara habría sido atrayente si no hubiera dado la impresión de que él no sabía qué hacer con ella.
—¿Te encuentras bien aquí? ¿Te cuidan? —le preguntó.
—Sí—contestó Mary.
El se restregó la frente y la observó de arriba abajo.
—Eres muy delgada —dijo.
—Estoy engordando ahora —contestó la niña.
El señor Craven tenía una expresión descontenta. Sus ojos, que parecían no ver a Mary, miraban por sobre ella como si le fuera difícil mantener la vista en una persona.
—Tenía la intención de enviarte una gobernanta o una institutriz, pero lo olvidé —dijo.
—¡Por favor!... —empezó Mary, pero un nudo en la garganta le impidió seguir.
—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó él.
—¡Por favor!, por ahora no me envíe una gobernanta.
El volvió a frotarse la frente y la miró fijamente.
—¿Qué es lo que dijo la mujer Sowerby? —murmuró distraído.
Entonces Mary se envalentonó.
—¿No es la madre de Martha? —tartamudeó.
—Sí, creo que sí —replicó el señor Craven.
—Como ella tiene doce niños, sabe cómo educarlos —dijo Mary.
Pareció que él se animaba.
—¿Qué es lo que quieres hacer?
—Quiero jugar al aire libre —contestó Mary, esperando que no le temblara la voz—. A pesar de que no me gustaba hacerlo en la India, acá sí, y eso es lo que me está dando hambre y me ha hecho engordar.
Él la miraba atentamente.
—La señora Sowerby dice que te hará bien, y, quizás, tenga razón. Ella piensa que es mejor que te fortalezcas antes de empezar tus clases... ¿En dónde juegas? —le preguntó a continuación.
—En todos los lados —dijo con voz entrecortada—. La mamá de Martha me envió una cuerda de saltar y salto y corro y veo las cosas crecer de la tierra, y no le hago daño a nadie.
—¡No estés tan asustada! —le dijo con voz preocupada—. Una niña como tú no hace daño. ¡Puedes hacer lo que quieras!
Mary puso su mano en la garganta asustada de que él notara el nudo de excitación que se le había formado. Se acercó a él.
—¿De verdad que puedo?—preguntó trémula.
—¡No me mires tan asustada! —exclamó—, ¡por supuesto que puedes! Recuerda que, aunque no soy un buen tutor para ti, porque estoy enfermo, amargado y distraído, quiero que seas feliz aquí. Yo no entiendo de niños, pero la señora Medlock se encargará de que no te falte nada. Hoy te llamé porque la señora Sowerby me dijo que debía hacerlo, que su hija le había hablado de ti. Cuando ella me detuvo, pensé que era muy atrevida, pero me explicó que la señora Craven había sido muy amable con ella... —Parecía que le costaba nombrar a su señora, pero continuó—: Sin embargo, creo que es una mujer respetable y ahora, que te he visto, pienso que tiene razón. Puedes jugar todo lo que quieras. ¿Te gustaría tener algo? —le preguntó repentinamente—. ¿Quieres juguetes, libros o muñecas?
—¿Podría —dijo Mary con voz temblorosa— tener un pedazo de tierra?
En su inquietud, ella no se dio cuenta de lo extrañas que sonaron sus palabras.
—¡Tierra! —replicó él—. ¿Qué es lo que quieres decir?
—Para plantar semillas y hacer que crezcan flores —titubeó Mary.
El la observó un momento y rápidamente se pasó la mano por los ojos.
—¿Tanto te gustan los jardines? —le preguntó lentamente.
—Yo no sabía nada sobre jardines —dijo Mary—. En la India siempre hacía mucho calor o estaba enferma o cansada; aquí es diferente.
El señor Craven se levantó y caminó despacio por la pieza.
—Un pedazo de tierra —repitió él, y Mary pensó que sus palabras le habían recordado algo. Luego, al hablarle, sus negros ojos parecían suaves y cariñosos.
—Puedes tener cuanta tierra quieras —le dijo—. Me recuerdas a alguien que amaba la tierra y le maravillaba ver cómo crecían las plantas... Cuando encuentres un lugar que te guste, ¡tómalo, niña, y hazlo florecer!