Authors: Frances Hodgson Burnett
Casi empujándola, la llevó por el corredor hasta que, por fin, bruscamente la hizo entrar en su habitación.
—Y ahora —dijo— se quedará aquí, como se le ha indicado, o la encerraremos. El amo debiera haber buscado a una gobernanta, como dijo que haría. Sin duda, usted necesita que se la vigile de cerca. Yo tengo otras cosas que hacer.
Salió golpeando la puerta detrás suyo mientras Mary, pálida de rabia, se sentaba al borde de la chimenea. No lloró, pero le rechinaban los dientes.
—¡En verdad, alguien estaba llorando! ¡Era verdad! —dijo.
En dos ocasiones había escuchado el llanto y estaba convencida de que descubriría quién lloraba. Durante la mañana se había enterado de muchas cosas y sentía como si hubiera hecho un largo y entretenido viaje: había jugado con algunos adornos en las habitaciones vacías y había encontrado a los pequeños ratoncitos en el cojín de terciopelo.
VII
Dos días más tarde, al abrir los ojos, Mary se sentó muy derecha en la cama y dijo a Martha:
—¡Mire hacia el páramo!
Terminada la tormenta de lluvia, tanto la neblina como las nubes grises desaparecieron barridas por el viento, que ya no soplaba, y un cielo azul y brillante enmarcaba el páramo. Mary jamás soñó que podía existir un cielo tan azul y que el páramo podía tomar un delicado color azulado.
—¡Claro! —dijo Martha muy animada—. Por el momento la tormenta ha pasado; cada año sucede lo mismo durante esta época. Desaparece en una noche como si pretendiera demostrar que nunca estuvo y que no volverá. Es la primavera que está por llegar, aun cuando todavía falta un buen tiempo.
—Yo creí que en Inglaterra siempre llovía y estaba obscuro —dijo Mary.
—No, por supuesto que no —repuso Martha—. Cuando sale el sol, la región de Yorkshire es el lugar más asoleado del mundo. Le dije que al poco tiempo le gustaría el páramo. Espere a que florezca, y va a querer levantarse al amanecer y pasar todo el día fuera, como lo hace Dickon.
—¿Podré algún día ir hasta su casa? —preguntó ansiosamente Mary, mientras miraba ese azul que se perdía en lontananza. Era un color maravilloso, celestial, que ella nunca había visto.
—No lo sé —repuso Martha—. Hay cinco millas de camino hasta nuestra casa y usted no está acostumbrada a usar sus piernas.
—A pesar de todo, me gustaría conocerla.
Mientras pulía la parrilla, la mucama pensaba que en la carita de la niña ya no se veía la amargura del primer día. Ahora, en cambio, al igual que sus hermanas, su rostro reflejaba un enorme deseo de conseguir lo que quería.
—Hoy, como es mi día de salida, podré ir a mi casa y le preguntaré a mi mamá. Ella siempre encuentra una solución acertada.
—Aunque no la conozco, me gusta su mamá —dijo Mary.
Martha se sentó sobre sus talones con expresión perpleja mientras se frotaba la punta de la nariz con el dorso de la mano. Luego dijo rotundamente:
—La verdad es que no me extraña; toda la gente la estima, la conozcan o no. Ella es una mujer de muy buen carácter, sensible y trabajadora. Por mi parte, cuando atravieso el páramo camino a casa, salto de alegría de sólo pensar que estaré con ella.
—También me gusta Dickon, aunque tampoco lo conozco —agregó Mary.
—Bueno —dijo Martha resueltamente—. Ya le dije que los pájaros, los conejos, las ovejas y los mampatos e incluso los zorros lo quieren. Me pregunto —agregó, mirándola pensativamente—, ¿qué pensará Dickon de usted?
—No le gustaré —dijo Mary con voz fría y dura—. No le gusto a nadie.
Martha la miró asombrada.
—Y usted, ¿se gusta a sí misma? —le preguntó realmente interesada en oír su respuesta.
Mary vaciló y, luego de pensarlo, contestó:
—No, realmente no. La verdad es que nunca lo pensé antes.
Al oír esto, Martha hizo una pequeña mueca como si recordara algo personal. Luego dijo:
—Hace algún tiempo, mi mamá me hizo esta misma pregunta. Nos encontrábamos en el lavadero y yo estaba de mal humor por lo que hablé mal de algunas personas. Mi madre se volvió y me dijo: "¡Miren la arpía! Hablando mal de unos y de otros. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso te gustas?". Esto me hizo reír y de inmediato entré en razón.
El saber que Martha no estaría en la casa ese día hizo que Mary se sintiera más sola que nunca. Salió rápidamente al jardín y sólo se sintió algo más animada luego de dar diez vueltas a la fuente. El sol hacía que todo se viera diferente. Mary miró varias veces hacia el cielo tratando de imaginar cómo sería el flotar por el espacio recostada sobre una nube. Más tarde fue al huerto en donde trabajaba Ben junto a dos jardineros. El cambio de tiempo parecía haberle hecho bien pues le habló amablemente.
—Ya llega la primavera. ¿Puede olería?
Mary olfateó y pensó que realmente olía.
—Puedo oler algo agradable, fresco y húmedo —dijo.
—Esa es la riqueza de la tierra —contestó el jardinero, mientras seguía cavando—. Ya está lista para hacer crecer azafranes, narcisos y otras plantas bulbosas. ¿Las conoce?
—No, porque en la India después de las lluvias hace mucho calor y todo está muy mojado. Creo que hay plantas que crecen durante la noche.
—Aquí no crecen durante la noche —dijo Ben—. Tendrá que esperar que, poco a poco, aparezca una punta aquí y otra allá; que una hoja abra hoy y otra, más tarde. Tendrá que observarlas crecer.
—Claro que lo haré —contestó Mary.
Poco después oyó el susurro de las alas del petirrojo que, muy vivaracho y animado, brincaba cerca de sus pies. Ladeó la cabeza y la miró con tanta malicia que ella le preguntó a Ben Weatherstaff:
—¿Cree que me recuerda?
—¡Que si la recuerda! —exclamó Ben indignado—. Sin contar las personas, él conoce cada planta y cada rama del jardín. Lo que sucede es que él no ha visto jovencitas como usted y está tratando de averiguar cómo es, así es que no trate de engañarlo.
—¿También están creciendo las plantas en el jardín donde él vive? —quiso saber Mary.
—¿Qué jardín? —gruñó Ben con expresión malhumorada.
—El jardín del viejo rosal —dijo; no podía dejar de preguntar pues tenía ansias de saber—. ¿Todas las flores murieron o algunas renacerán en verano? ¿Quedan todavía rosas?
—Pregúntele a él —dijo Ben señalando al petirrojo—. En los últimos diez años, es el único que lo ha visto.
La niña se alejó lentamente pensando que hasta poco tiempo atrás, en general a ella no le gustaba la gente. Ahora, en cambio, desde que se sentía atraída por el jardín, quería al petirrojo, a quien consideraba como a una persona, a Dickon y a la madre de Martha. En verdad era un buen número.
Al fin llegó al sendero que circundaba el muro cubierto de hiedra sobre el cual se veían las copas de los árboles. Al recorrerlo por segunda vez, le sucedió algo verdaderamente extraordinario.
Escuchó un gorjeo a su izquierda y vio que el petirrojo pretendía picotear la tierra tratando de insinuarle que no la había acompañado hasta allí; pero ella sabía muy bien que el pajarito la había seguido.
—¡Me recuerdas! —gritó, casi temblando de felicidad—. ¡Verdad que sí! Eres precioso.
Ella le habló persuasivamente mientras él, a su vez, brincaba y movía la cola gorjeando como si conversaran. Mary lentamente se aproximó a él y trató de imitar su canto.
¡Pensar que el pajarito la dejaba acercarse sin temer nada de parte de ella! Mary se sentía tan feliz que casi no podía respirar. El petirrojo, que saltaba buscando gusanos, se posó de pronto sobre tierra recién removida por un perro que quería hacer salir a un topo de su madriguera. Mary miró hacia ese lugar y, en medio de la tierra, vio algo que parecía un anillo de hierro o bronce oxidado. Al agacharse a recogerlo se dio cuenta de que era algo más que un anillo: era una vieja llave que, a juzgar por su aspecto, había estado enterrada durante largo tiempo.
Mary la recogió y la miró con expresión casi asustada.
—Quizás ha estado enterrada por diez años —murmuró—. ¿Será la llave del jardín?
VIII
Durante mucho rato se quedó mirando y dando vueltas a la llave. ¿Sería la del jardín cerrado? Y si encontraba la puerta, ¿podría entrar y ver lo que había detrás del muro? ¿Existiría el viejo rosal? Ese jardín había estado cerrado durante tantos años, que tenía que ser diferente a los otros. Por eso ella quería conocerlo. También era posible que hubieran sucedido cosas extrañas. Pero lo que más la atraía era la idea de poder ir allí cada día, encerrarse y jugar a solas, sin que nadie supiera dónde estaba. El aislamiento en que vivía en esa enorme casa, en la que no había nada con qué entretenerse, activaba su cerebro y despertaba su imaginación.
Mary puso la llave en su bolsillo y caminó lentamente por el sendero, con la vista fija en la hiedra que cubría el muro. La hiedra la desconcertaba, pues, aunque la observó fijamente, no vio nada más que tupidas y brillantes hojas verdes. Se sentía muy desilusionada, a la vez que renacía su antiguo espíritu rebelde al observar la copa de los árboles del jardín amurallado, tan cercanos pero tan lejanos, pues no podía llegar a ellos. Volvió a la casa con la llave y decidió que cada vez que saliera la llevaría consigo por si algún día encontraba la puerta.
La señora Medlock permitió a Martha alojar esa noche en su casa, mas a la mañana siguiente volvió muy animada y con las mejillas más sonrosadas que nunca.
—Me levanté a las cuatro de la mañana —dijo—. El páramo estaba precioso al amanecer. Los pájaros empezaban a levantarse y los conejos correteaban por ahí. Esta vez no hice todo el trayecto a pie, pues un hombre me trajo en su carreta. ¡Me encantó el paseo! Mamá estaba feliz de verme y juntas cocinamos y lavamos la ropa de la familia. También hice unos panecillos con azúcar rubia para los niños.
En la tarde, cuando la familia estaba reunida junto al fuego y ella y su madre remendaban la ropa y los calcetines, Martha les había hablado de la niñita llegada de la India.
—Les gustó mucho saber de usted —dijo a Mary—. Querían conocer hasta los menores detalles: cómo eran los nativos y del barco en que vino, pero yo no sabía mucho...
Por un momento Mary reflexionó; luego dijo:
—Antes de que vuelva a su casa le habré contado muchas cosas más. Estoy segura de que les gustará saber cómo se anda en elefante o en camello, o sobre los oficiales que salen a cazar tigres.
—¡Por supuesto! Estarán encantados —exclamó Martha—. ¿De verdad que me contará, señorita Mary? ¡Será tan estupendo como antes, cuando se relataban historias sobre la bestia salvaje que merodeaba por York!
—La India es muy diferente a Yorshire —dijo suavemente la niña. Reflexionó unos instantes y luego preguntó—: Y a Dickon y a su mamá, ¿les interesó saber cosas de mí?
—¡Por supuesto! Los ojos de Dickon casi se salían de sus órbitas —contestó Martha—. En cambio, mi mamá quedó preocupada al saber que usted está tan sola. Dijo que alguien debería encargarse de enseñarle y de acompañarla. También me hizo ver cómo me sentiría yo, vagando a solas por esta enorme casa, sin que nadie se ocupara de mí. Le prometí que yo trataría de animarla.
Mary la miró larga y atentamente.
—Pero si ya me da ánimos. Me encanta oírla hablar.
Martha salió del dormitorio y volvió poco después con algo escondido bajo el delantal.
—¡Qué le parece! —dijo—. Le traje un regalo.
—¡Un regalo! —exclamó Mary—. ¿Cómo es posible que una familia de catorce personas pueda hacer regalos?
—Esta mañana llegó hasta nuestra casa un vendedor ambulante con ollas y sartenes. Mamá no tenía dinero para comprarlas pero, cuando el vendedor ya se iba, una de mis hermanas gritó: "¡Mamá, mira!, tiene cuerdas de saltar con mangos rojo y azul". Entonces mamá buscó en su bolsillo hasta encontrar dos peniques y me dijo: "Tengo muchos gastos, pero como me has traído tu sueldo, le compraré a la niñita una cuerda de saltar". Y aquí la tiene.
Muy orgullosa la sacó de debajo del delantal. Era una cuerda firme y muy bonita, pero Mary la miró perpleja sin saber qué pensar. Jamás había visto una.
—¿Para qué sirve? —preguntó llena de curiosidad.
—¡Cómo! ¿Me va a decir que en la India tienen camellos y elefantes y no tienen cuerdas de saltar? Míreme y le mostraré.
Corrió al centro de la habitación y tomando un mango en cada mano empezó a saltar, saltar y saltar, mientras Mary la observaba. Parecía que también los rostros de los retratos la miraban con estupor preguntándose qué estaba haciendo esta extraña joven frente a ellos. Pero Martha no los veía. Mientras saltaba hasta llegar a cien, se sentía encantada ante la expresión de interés y curiosidad que se reflejaba en la carita de Mary.
—Cuando tenía doce años, llegué hasta quinientos, pero ahora estoy más gorda y he perdido la práctica —dijo al detenerse.
Mary se levantó muy excitada.
—¡Es estupendo! —exclamó—. Su mamá es muy amable. ¿Cree que podré aprender a saltar como usted?
—Debe tratar —la urgió Martha entregándole la cuerda—. En un comienzo no podrá saltar hasta cien, pero si practica podrá hacerlo. Mamá dice que le hará muy bien saltar, y que una cuerda es el mejor juguete que un niño puede tener. Ella quiere que salte al aire libre para que se le robustezcan las piernas y los brazos.
Sin duda, cuando Mary empezó a saltar, sus piernas y brazos no tenían mucha fuerza. Pero no le importó hacerlo mal, sólo quería seguir saltando. Se puso su abrigo y, con la cuerda bajo el brazo, abrió la puerta. En esto se volvió despacio hacia Martha, como si repentinamente se hubiera acordado de algo.