Authors: Frances Hodgson Burnett
—¡Oh! —gritó—. ¿De verdad eres tú?
Habló con toda naturalidad, dando por descontado que el pajarito la entendía y aun más, que éste le respondería. El petirrojo le contestó gorjeando y brincando sobre el muro. Mary pensaba que aun cuando no se expresaba con palabras, entendía lo que decía.
—¡Buenos días! ¿No te parece que el viento y el sol están espléndidos hoy? ¿Por qué no saltamos juntos? ¡Vamos, hazlo!
Mary empezó a reír, y mientras el petirrojo volaba a cortos trechos sobre el muro, ella corría a la par que él. Por un momento, la delgada, cetrina y feúcha Mary se transformó en una niña preciosa.
—¡Me gustas! ¡Me gustas mucho! —gritó, imitándolo, al mismo tiempo que cantaba y trataba de silbar. El petirrojo, muy satisfecho, cantaba y silbaba a su vez. Por fin, el pajarito extendió sus alas y, bruscamente, voló a la cumbre del árbol siempre cantando con fuerza.
Al oírlo, Mary recordó la primera vez que lo vio posado sobre el árbol tras el muro. En esa oportunidad ella estaba en la huerta; en cambio ahora se encontraba en el sendero que corría paralelo al muro. Pero desde ambos puntos, tras la muralla se veían los mismos árboles.
"El petirrojo vive en el jardín al que no se puede entrar —se dijo—. ¡Cómo me gustaría conocerlo!"
De inmediato corrió al lugar en donde había estado la primera mañana y alcanzó a ver al petirrojo en el momento en que éste abría sus alas para salir volando.
"¡Es el jardín, estoy segura de ello!", murmuró.
Caminó observando cuidadosamente el muro en toda su extensión, sin encontrar puerta alguna.
"Es muy extraño —pensó—. Ben Weatherstaff dijo que no había puerta y es así; pero hace diez años existía una entrada, puesto que el señor Craven enterró la llave".
Se interesó tanto en este problema que ya no lamentaba tener que vivir en Misselthwaite Manor. Por otra parte, en la India hacía tanto calor que, en general, no deseaba moverse; en cambio, el frío del páramo le estaba limpiando las telarañas de su joven cerebro y, poco a poco, todas las cosas que la rodeaban comenzaron a llamar su atención.
Pasó el día entero al aire libre y cuando esa noche se sentó a comer tenía hambre, y se sentía somnolienta y muy a gusto. Ni siquiera se molestó por la cháchara de Martha; al contrario, le agradaba y se preparaba para hacerle una pregunta cuando terminara de cenar.
—¿Por qué el señor Craven odia el jardín? —preguntó.
Con su acostumbrada sencillez, Martha se sentó junto a la niña al calor del hogar.
—¿Todavía piensa en el jardín? Sabía que le sucedería. A mí me pasó lo mismo cuando recién llegué aquí.
—¿Por qué lo odia? —volvió a preguntar Mary.
Martha trató de distraer a la niña hablando de otras cosas pero, ante su insistencia, le contó todo lo que sabía:
—La verdad es que si no fuera por ese jardín el señor no sería tan extraño como es. Era el jardín que la señora formó apenas se casó. A ella le gustaba mucho y ambos cuidaban las flores, pues ningún jardinero podía entrar en él. Cerraba la puerta y los dos permanecían ahí, leyendo o conversando. Ella, que era una joven delgada, solía sentarse en la rama de un viejo árbol sobre el cual trepaban las rosas. Un día, esa rama se quebró y la señora cayó y se hirió tan gravemente que el accidente causó su muerte. El señor quedó desesperado y los doctores temieron que se volviera loco o que también muriera. Esa es la razón por la cual odia el jardín y no permite que nadie entre o hable de él.
Mary no hizo más preguntas. Mientras miraba el fuego, escuchaba cómo silbaba y rugía el viento. Se sentía bien pensando en las cosas buenas que le habían sucedido desde que llegara a esa casa: conversaba con el petirrojo, corría contra el viento y tenía apetito. Descubrió también que, por primera vez, sentía compasión por alguien.
Junto con escuchar cómo silbaba el viento, oyó algo más. No sabía lo que era, porque en un principio apenas distinguía ese sonido. Era muy curioso, como si en algún lugar llorara un niño; pero, en ocasiones, también el viento llora. Siguió escuchando y, al poco rato, Mary estuvo segura de que alguien lloraba muy lejos, pero dentro de la casa. Se volvió hacia Martha y preguntó:
—¿Oyó llorar?
Repentinamente Martha se confundió.
—No —contestó—. Es el viento. A veces suena como si alguien gimiera por sentirse perdido.
—Pero escuche —dijo Mary—. Es alguien en la casa, en uno de los corredores.
En ese momento en el piso bajo se abrió una puerta y una ráfaga de viento cruzó por el corredor abriendo violentamente la puerta de la habitación en que se encontraban. Ambas saltaron de sus asientos, en el instante en que se apagaban las luces y el llanto se escuchaba más claro que nunca.
—¡Escuche! —dijo Mary—. Le dije que alguien está llorando, y es un niño.
Martha corrió a cerrar la puerta con llave. Al mismo tiempo se escuchó que alguien cerraba otra puerta de un golpazo. Luego todo quedó en calma, incluso por un momento el viento dejó de rugir.
—Es el viento —dijo Martha tercamente—, o quizás, la ayudante de cocina que ha estado todo el día con dolor de muelas.
Pero algo preocupaba y molestaba a Martha, pues la niña, al mirarla fijamente, tuvo la impresión de que ella no estaba diciendo la verdad.
VI
Al día siguiente amaneció lloviendo torrencialmente. Desde la ventana, Mary apenas podía distinguir el páramo, casi oculto por la neblina y las nubes. No podría salir.
—¿Qué hacen en su casa en un día como éste? —preguntó a Martha.
—Tratamos de no molestar a mamá —contestó Martha—. Los mayores juegan en el establo y, en cuanto a Dickon, él, con buen o mal tiempo, sale igual a recorrer el páramo. En días de lluvia descubre cosas que no ve en otras ocasiones. Un día encontró un zorrito medio ahogado en un hoyo. Como la madre había muerto, lo llevó a casa metido entre sus ropas para calentarlo. Ahora vive con nosotros junto con varios animales más.
Lejos habían quedado los días en que Mary se ofendía por los relatos de Martha. Ahora, en cambio, no sólo la interesaban, sino que se apenaba cuando terminaban. Especialmente le atraía todo lo referente a Dickon, además de considerar muy agradable la personalidad de la madre.
—Si yo tuviera un zorrito o un cuervo podría jugar con ellos —dijo Mary—. Pero no tengo nada.
Martha la miró perpleja.
—¿Es que no sabe tejer o coser?
—No—contestó la niña.
—¿Puede leer?
—Sí.
—¿Entonces, por qué no lee o estudia su gramática? Es lo suficientemente mayorcita como para hacerlo.
—No tengo libros —contestó Mary—. Los que tenía quedaron en la India.
—Es una pena —dijo Martha—. Si solamente la señora Medlock la dejara entrar a la biblioteca... Hay allí miles de libros.
Mary no preguntó dónde se encontraba la biblioteca. Repentinamente pensó que trataría de encontrarla por sí misma. No le importaba lo que dijera la señora Medlock, pues ella pasaba los días sentada en su confortable salón. En esta extraña casa, las personas casi no se veían.
Martha la ayudaba y servía las comidas, pero ningún otro empleado se preocupaba de ella. El ama de llaves iba a verla cada dos o tres días, pero no le preguntaba qué hacía durante el día. Mary suponía que esa era la forma de educar a los niños ingleses. En la India, al contrario, no daba un paso sin su aya y, en más de una ocasión, esta continua compañía la había cansado. Ahora, en cambio, no sólo estaba aprendiendo a vestirse sin ayuda, sino que también pasaba la mayor parte del día a solas.
De pie frente a la ventana esperó durante diez minutos a que Martha terminara de limpiar la parrilla y se retirara. Pensaba en la biblioteca, aunque ésta no le interesaba mayormente, puesto que había leído pocos libros; pero recordando las cien habitaciones de la casa se preguntaba qué encontraría en ellas, si pudiera entrar.
¿Habría verdaderamente cien habitaciones? Quizás podría contarlas, lo que ya sería una buena entretención para ese día.
Salió de su habitación y empezó su recorrido. Un pasadizo comunicaba con el siguiente. Cruzó puertas y más puertas. De las paredes colgaban pinturas con obscuros paisajes, pero la mayoría eran retratos de señores y señoras con extraños trajes y elegantes vestidos. Jamás pensó que podían existir tantos retratos juntos. La niña los miraba con atención y le parecía que los personajes, a su vez, la observaban a ella. También había varios retratos de niños de pelo largo, Mary se preguntaba cómo se llamarían y dónde estarían ahora. Atrajo especialmente su atención el retrato de una niña de rostro poco agraciado que posaba muy rígida; usaba un vestido de brocado y sostenía sobre un dedo un loro verde. Sus ojos la observaban con mirada aguda y ansiosa.
—¿En dónde vives? —dijo Mary dirigiéndose al retrato—. ¡Cómo me gustaría que vivieras aquí!
Era una mañana muy extraña. A Mary le parecía que era el único ser viviente en esta enorme y tortuosa casa. Tanta soledad le hacía pensar que ella era la primera persona que atravesaba esos largos e interminables corredores. El hecho de que se hubieran construido tantas habitaciones significaba que en un momento todas estaban ocupadas. Ahora, al verlas vacías, a Mary le parecía difícil creerlo.
Únicamente al llegar al segundo piso se le ocurrió a Mary intentar abrir las puertas. La mayoría estaba con llave, tal como le había dicho la señora Medlock, pero de pronto una se abrió. La niña sintió miedo al ver que la puerta cedía pesadamente a su impulso, aunque sin dificultad. Se encontró en medio de un gran dormitorio cubierto de tapices bordados que colgaban de la pared. Diseminados en la habitación había algunos muebles con incrustaciones que le recordaron los que había visto en la India. Desde una de las anchas ventanas se dominaba el páramo y sobre la chimenea había otro retrato de la niña poco agraciada, que ahora parecía observarla con mayor intensidad que antes.
"Quizás éste fue su dormitorio —se dijo Mary—. Me incomoda la forma en que me mira".
De ahí en adelante abrió muchas otras puertas hasta que se sintió cansada y pensó que, con toda seguridad, existían cien habitaciones, aunque no las había contado. En su peregrinar por la casa no encontró a ningún ser viviente, pero en una pieza vio algo. Acababa de cerrar la puerta de un armario cuando sintió un crujido casi imperceptible que la hizo saltar. Al mirar hacia el sofá que estaba al lado de la chimenea divisó, en uno de los cojines, una cabecita que se asomaba con ojos asustados.
Se acercó lentamente y descubrió un ratoncito gris. Este se había comido parte del cojín para instalar a sus seis hijos que dormían encogidos en el nido. Al verlos Mary pensó que por lo menos allí había siete ratoncitos que no se sentían solos.
"Me los llevaría a mi habitación si no fuera porque se asustarían", se dijo.
Empezaba a cansarse de tanto caminar, por lo que decidió volver a su dormitorio. Pero no fue fácil. En dos o tres ocasiones perdió el camino al torcer equivocadamente por algún corredor. Cuando por fin llegó al piso donde estaba su habitación se dio cuenta de que todavía se encontraba lejos de ella y no sabía con exactitud cómo la encontraría.
—Creo que me he equivocado nuevamente —murmuró Mary, al observar lo que parecía el final de un corto pasadizo cuya pared estaba cubierta por un tapiz—. No sé qué camino tomar; todo está tan silencioso.
Repentinamente, algo rompió la calma. Era un llanto, pero no exactamente como el que había escuchado la noche anterior. Amortiguado por las paredes, llegó hasta ella más bien como un gemido de niño descontento.
"Se oye más cerca que anoche —pensó Mary; su corazón latía rápidamente—. No hay duda: alguien llora."
Inadvertidamente, posó su mano sobre la tapicería y ésta se movió, sobresaltándola. El tapiz cubría una puerta abierta a través de la cual continuaba el corredor. En ese momento vio a la señora Medlock que se acercaba a ella con expresión furiosa y un manojo de llaves en las manos.
—¿Qué hace aquí? —le gritó tomándola del brazo y empujándola fuera—. ¿No le dije que no debía salir de sus habitaciones?
—Al doblar en el corredor me equivoqué de camino —explicó Mary—. Estaba perdida cuando escuché que alguien lloraba.
En ese momento odiaba al ama de llaves, pero luego la odió aun más.
—Usted no ha oído nada que se le parezca —dijo el ama de llaves—. Y ahora vuelva de inmediato a su dormitorio o le daré un bofetón.