El jardín olvidado (32 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Pero Abuela no respondió. Cualesquiera que fueran los escenarios que aparecían en su mente, rechazaban ser manipulados. Rose persistió sin éxito. Y al final tuvo que contentarse con examinar una y otra vez la pregunta en su mente, el nombre de su tía convirtiéndose en símbolo de un tiempo oscuro y peligroso. De todo lo que era injusto y malévolo en el mundo…

—¿Rose? —Las cejas de mamá estaban unidas en un leve frunce, un gesto habitual que trataba de disimular pero que Rose se había vuelto experta en reconocer—. ¿Has dicho algo, mi niña? Estabas susurrando. —Extendió una mano para tomar la temperatura de Rose.

—Estoy bien, mamá, sólo un poco distraída con mis pensamientos.

—Pareces agitada.

Rose apretó su mano contra su frente. ¿Estaba agitada? No sabría decirlo.

—Enviaré nuevamente al doctor Matthews antes de que se vaya —dijo mamá—. Prefiero ser escrupulosa antes que tener que lamentarlo.

Rose cerró los ojos. Otra visita del doctor Matthews, dos en una misma tarde. Era más de lo que podía tolerar.

—Hoy estás demasiado débil para recibir a nuestro nuevo proyecto —dijo mamá—. Hablaré con el doctor y, si a él le parece apropiado, conocerás a Eliza mañana. ¡Eliza! ¡Imagina darle el nombre de la familia Mountrachet a la hija de un marinero!

Un marinero, eso era una novedad. Los ojos de Rose se abrieron de golpe.

—¿Mamá?

Su madre volvió a enrojecer. Había dicho más de lo que debía, un desliz inusual en su armadura de buenos modales.

—El padre de tu prima era un marinero. No hablamos de él.

—¿Mi tío era marinero?

Mamá tomó aliento y se llevó su delgada mano a la boca.

—Él no era tu tío, Rose, no era nada tuyo o mío. No estaba más casado con tu tía Georgiana que yo.

—¡Pero mamá! —Era más escandaloso que lo que Rose había sido capaz de inventar por sí misma—. ¿Qué es lo que quieres decir?

La voz de su madre era casi imperceptible.

—Puede que Eliza sea tu prima, Rose, y no nos queda más alternativa que tenerla en casa. Pero es de clase baja, no te equivoques. En verdad ha sido muy afortunada de que la muerte de su madre la haya traído de regreso a Blackhurst. Después de toda la vergüenza que sufrió esta familia en manos de su madre. —Sacudió la cabeza—. Casi mató a tu padre del disgusto cuando huyó. No puedo soportar pensar qué habría sucedido si yo no hubiera estado aquí para apoyarlo durante el escándalo. —Miró directamente a Rose. Su voz temblaba levemente—. Una familia puede soportar sólo una determinada cantidad de vergüenza antes de que su buen nombre quede dañado irreparablemente. Por eso es tan importante que tú y yo llevemos una vida intachable. Tu prima Eliza será un desafío, no me cabe duda al respecto. Ella nunca será una de nosotros, pero con nuestro esfuerzo la sacaremos de las alcantarillas londinenses.

Rose pretendió concentrarse en la arrugada manga de su camisón.

—¿Puede una niña de baja cuna ser educada para pasar por una dama, mamá?

—No, mi niña.

—¿Ni siquiera si es recibida por una familia noble? —Rose miró a su madre entre sus pestañas—. ¿Tal vez casándose con un caballero?

Mamá volvió sus ojos agudos sobre Rose y dudó antes de responder cautelosa.

—Es posible, por supuesto, que una niña de orígenes humildes pero honestos, que trabaje incesantemente para mejorar, pueda subir de categoría. —Respiró hondo para recuperar la compostura—. Pero me temo que en el caso de tu prima no es fácil. Debemos moderar nuestras expectativas, Rose.

—Por supuesto, mamá.

El verdadero motivo de la incomodidad de su madre se quedó flotando entre ambas, aunque si su madre hubiera sospechado que Rose lo sabía, se habría sentido mortificada. Era otro secreto de familia que Rose había conseguido extraer de su agonizante abuela. Un secreto que explicaba mucho: la animosidad entre las dos matriarcas, e incluso más aún, la obsesión de su madre por los buenos modales, su devoción a las reglas de sociedad, su esfuerzo por presentarse siempre como un paradigma de corrección.

Lady Adeline Mountrachet podía haber tratado de borrar toda mención de la verdad mucho tiempo atrás —la mayoría de los que la conocían habían sido compelidos a que la borraran de sus memorias, y quienes no lo habían hecho eran demasiado conscientes de su posición como para atreverse a decir una palabra sobre los orígenes de lady Mountrachet—, pero Abuela no había sentido semejantes escrúpulos. Ella había estado más que feliz en recordar a la niña de Yorkshire cuyos piadosos padres, agobiados por los malos tiempos, habían brincado de alegría ante la oportunidad de enviarla a la mansión Blackhurst, en Cornualles, donde podría servir como protegida para la majestuosa Georgiana Mountrachet.

Su madre hizo una pausa junto a la puerta.

—Una última cosa, Rose, lo más importante de todo.

—¿Sí, mamá?

—La niña debe mantenerse lejos de papá.

Una tarea que no sería difícil; Rose podía contar con una mano las ocasiones en las que había visto a su padre en el último año. Por eso mismo, la vehemencia de su madre era desconcertante.

—¿Mamá?

Una leve pausa que Rose notó con creciente interés, luego la respuesta, despertando más interrogantes de los que aclaraba.

—Tu padre es un hombre ocupado, un hombre importante. No necesita que se le recuerde constantemente la mancha en el buen nombre de su familia. —Inspiró rápidamente y su voz se volvió un oscuro susurro—. Créeme cuando te lo digo, Rose, nadie en esta casa se beneficiaría si se le permitiera a esa niña acercarse a papá.

* * *

Adeline apretó con delicadeza su dedo y observó cómo surgía la gota roja de sangre. Era la tercera vez que se pinchaba el dedo en otros tantos minutos. El bordado siempre le había servido para calmar los nervios pero el desgaste de ese día había sido completo. Dejó el
petit point
a un lado. Había sido la conversación con Rose lo que la había agitado, y el forzado té con el doctor Matthews, pero debajo de todo eso, por supuesto, estaba la llegada de la hija de Georgiana. Aunque era, físicamente, una niñita de nada, había traído algo consigo. Algo invisible, como el cambio atmosférico que precede a una enorme tormenta. Y ese algo amenazaba con poner fin a todo por lo que Adeline se había esforzado; de hecho, ya había comenzado a atormentarla, porque durante todo el día había sido asaltada por el recuerdo de su propia llegada a Blackhurst. Memorias que se había esforzado en olvidar, asegurándose de que otros también las olvidaran…

Cuando llegó en 1886, Adeline se encontró con una casa que parecía desprovista de habitantes. ¡Y qué casa, más grande que cualquiera en la que alguna vez hubiera puesto el pie! Permaneció inmóvil por lo menos diez minutos, esperando alguna indicación, que alguien la recibiera, hasta que un hombre joven, perfectamente uniformado, con expresión altanera apareció en el vestíbulo. Se detuvo, sorprendido, y luego miró su reloj de bolsillo.

—Llega temprano —dijo, con un tono que dejaba pocas dudas respecto a su opinión sobre quienes llegaban antes de hora—. No la esperábamos hasta la hora del té.

Ella permaneció en silencio, insegura respecto a lo que esperaban de ella.

El hombre resopló.

—Si espera aquí, buscaré a alguien para que le indique su habitación.

Adeline era consciente de ser un problema.

—Podría caminar un poco por el jardín, si lo prefiere —dijo con voz humilde, más consciente que nunca de su acento norteño, aún más intenso en esta gloriosa y ventilada sala de mármoles blancos.

El hombre asintió cortante.

—Eso estaría bien.

Un criado se había llevado sus maletas, por lo que Adeline no tuvo que cargar con nada al bajar las escaleras. Permaneció al pie de las mismas, mirando a un lado y al otro, intentando librarse de la incómoda sensación de que había, de alguna manera, fracasado antes de comenzar.

El reverendo Lamben había mencionado las riquezas de la familia Mountrachet y su estatus en numerosas ocasiones durante las visitas vespertinas con Adeline y sus padres. Era un honor para toda la diócesis, había dicho honesta y frecuentemente, que uno de sus miembros hubiera sido elegido para tan importante tarea. Su colega de Cornualles había buscado por todas partes, según instrucciones directas de la dueña de la casa, a fin de elegir la candidata ideal, y ahora le tocaba a Adeline asegurarse de ser digna de un honor tan grande. Sin mencionar el generoso estipendio que se le pagaría a sus padres por su pérdida. Y Adeline estaba decidida a tener éxito. Todo el camino desde Yorkshire se había dado severas leccioncillas sobre temas como «La calidad se refleja en la apariencia» y «Una dama es quien se comporta como una dama», pero dentro de la casa, todas sus débiles convicciones se habían marchitado.

Un ruido en lo alto le hizo elevar la vista al cielo, en donde una familia de cuervos volaba realizando un intrincado bucle. Uno de los pájaros se dejó caer veloz, en vuelo, antes de seguir a los otros, en dirección a un grupo de altos árboles en la distancia. A falta de otra cosa que hacer, Adeline se dedicó a seguirlos, aleccionándose durante todo el camino sobre los nuevos comienzos y sobre la necesidad de empezar tal como una quería vivir.

Tan ocupada estaba en aleccionarse que apenas le quedaba capacidad para absorber la maravilla de los jardines de Blackhurst. Antes incluso de comenzar con sus afirmaciones sobre el rango y la aristocracia, había dejado la fresca oscuridad de los bosques y estaba de pie al borde de un acantilado, los pastos resecos agitándose a sus pies. Más allá del acantilado, llano como un lienzo de terciopelo, estaba el profundo mar azul.

Adeline se aferró a una rama cercana. Nunca había disfrutado de las alturas y su corazón latía apresurado.

Algo en el agua hizo que dirigiera su mirada hacia la ensenada. Vio a un hombre joven y una mujer en un pequeño bote, él sentado mientras ella, de pie, hacía balancear el bote de un lado al otro. Su vestido de blanca muselina estaba mojado de los tobillos hasta la cintura y se pegaba a sus piernas de un modo tal que hizo que se quedara sin aliento.

Sintió que debía marcharse pero no podía apartar su mirada de ellos. La joven tenía cabellos rojos, brillantes cabellos rojos, colgando largos y sueltos, las puntas terminando en húmedos sarmientos. El hombre tenía un sombrero de paja, y una suerte de caja negra colgada al cuello. Estaba riendo, lanzando agua en dirección a la muchacha. Comenzó a arrastrarse hacia ella, estirándose para agarrarla de las piernas. El bote se sacudió con más violencia, y justo cuando Adeline pensó que la iba a atrapar, la muchacha giró y se zambulló en el agua en un largo y fluido movimiento.

Nada, en la experiencia de Adeline, la había preparado para semejante comportamiento. ¿Qué podía haber poseído a la joven para comportarse de ese modo? ¿Y en dónde estaba ahora? Se asomó para ver. Miró la brillante superficie del agua hasta que por fin se hizo visible una figura blanca, flotando en la superficie cerca de la gran roca negra. La muchacha salió del agua, el vestido pegado al cuerpo, chorreando agua, y sin volverse, trepó a la roca y desapareció por un oculto sendero entre la escarpada ladera, hacia la pequeña cabaña en la cima del acantilado.

Luchando por controlar su agitada respiración, Adeline volvió su atención al joven, ya que seguramente estaría igual de sorprendido. Éste también había visto a la muchacha desaparecer y dirigía ahora el bote hacia la cala. Lo arrastró sobre los guijarros de la playa, tomó sus zapatos y comenzó a ascender los escalones. Renqueaba, y notó que llevaba un bastón.

El hombre pasó muy cerca de Adeline y sin embargo no la vio. Estaba silbando para sí una tonada que no conocía. Una tonada alegre y vivaz, llena de sol y sal. La antítesis del sombrío Yorkshire del que estaba tan desesperada por escapar. El joven parecía el doble de alto que los hombres de su pueblo, y el doble de brillante.

De pie, sola, en la cima del acantilado, se dio cuenta, de pronto, del calor y el peso de su vestido de viaje. El agua, a sus pies, parecía tan fresca… El vergonzante pensamiento se apoderó de ella antes de que pudiera controlarlo. ¿Qué se sentiría al zambullirse bajo la superficie para emerger, chorreando, como la joven, como Georgiana, había hecho?

Después, muchos años después, cuando la madre de Linus, la vieja bruja, yacía agonizando, le confesó la razón por la que eligió a Adeline como protegida de Georgiana.

—Busqué a la más sosa ratoncilla que pude encontrar, lo más pía posible, con esperanza de que algo de ella se le pegara a mi hija. No sospeché ni por un momento que mi exótica ave levantaría el vuelo y que el ratón usurparía su lugar. Supongo que debería felicitarte. Al final has ganado. ¿No es así, lady Mountrachet?

Y así había sido. De orígenes humildes, con fuerza de voluntad y determinación, Adeline había ascendido en el mundo, más alto de lo que sus padres hubieran imaginado jamás, cuando permitieron su partida hacia una desconocida localidad en Cornualles.

Y había continuado trabajando duramente, incluso después de su casamiento y de asumir el título de lady Mountrachet. Conducía con mano de hierro para que, por mucho barro que lanzaran en su dirección, nada se adhiriera a su familia, a su gran casa. Y eso no iba a cambiar. La niña de Georgiana estaba ahora allí, eso no podía evitarse. Pero estaba en sus manos asegurarse de que la vida en la mansión Blackhurst continuara como siempre.

Sólo necesitaba deshacerse del persistente temor de que, con la llegada de Eliza a Blackhurst, Rose se convirtiera, de alguna manera, en la perdedora….

Adeline hizo a un lado las dudas que le aguijoneaban la piel y se concentró en recuperar su compostura. Siempre había sido muy sensible en lo referente a Rose, como consecuencia de tener una niña delicada. A su lado, el perro,
Askrigg
, se quejó. También él había estado inquieto todo el día. Adeline se agachó y acarició la cuadrada cabeza.

—Shhh —dijo—. Todo saldrá bien. —Rascó sus enarcadas cejas—. Yo me aseguraré de ello.

No había nada que temer, porque ¿qué riesgo podía presentar esa intrusa, esa niña delgaducha de cabellos mal cortados y piel descolorida a causa de una vida de pobreza en Londres, para Adeline y su familia? Uno sólo tenía que ver a Eliza para darse cuenta de que no era Georgiana, gracias a Dios. Tal vez esos sentimientos inquietantes no eran miedo, después de todo, sino alivio. Alivio al haberse enfrentado a sus peores temores para verlos disiparse. Porque con la llegada de Eliza también había recibido el confort adicional de saber a ciencia cierta que Georgiana había partido para siempre, para no volver nunca más. Y en su lugar sólo había una niña abandonada, sin el genuino poder de su madre para subyugar a todos a hacer su voluntad sin ni siquiera esforzarse.

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