El jardín de los dioses (27 page)

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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

BOOK: El jardín de los dioses
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—Deja de comportarte como una ursulina —dijo Larry—. No es más que humor sano y limpio.

—¡
Para mí
no es humor sano y limpio! —exclamó Mamá—. ¡Y quiero que se acabe!

«O, Angus was a Scottish lad,

He came from Aberdeen…»
[18]

—Lo ves, ya se ha ido a Escocia —dijo Larry.

—Esto…, intentaré no molestar al capitán —dijo Teodoro—, pero es mejor que vaya a echar una ojeadita…

—Por mí como si se va al fin del mundo —dijo Mamá—. ¡Ya está bien!

Teodoro se había acercado de puntillas al baúl y rebuscaba ansiosamente en sus bolsillos; Leslie se fue con él, y ambos discutieron el problema del sepultado Kralefsky. Yo vi que Leslie intentaba infructuosamente levantar la tapa cuando quedó claro que Teodoro había perdido la llave. El capitán seguía cantando impertérrito.

«O, Fritz, be was a German lad,

He came from old Berlin…»
[19]

—¡Ya llegó! —dijo Mamá—. ¡Ahora el continente! ¡Larry, exijo que le hagas callar!

—Haz el favor de dejar de actuar como si fueras el Censor del Reino —dijo Larry enojado—. Margo es la encargada de la función, que le haga callar
ella
.

—Hay que dar gracias a Dios de que la mayoría de los invitados no sepan suficiente inglés para entenderle —dijo Mamá—. Pero lo que estarán pensando los demás…

«Folderol and folderay,

A sailor’s life is grim.»
[20]

—Yo sí que le haría dura la vida si pudiera —dijo Mamá—. ¡Viejo depravado!

A Leslie y Teodoro se les había unido Spiro, armado de una palanca de gran tamaño, y los tres juntaron sus esfuerzos para hacer saltar la tapa.

«O, Françoise was a French girl,

She came from the town of Brest,

And, oh, she lived up to its name,

And gave the boys no rest.»
[21]

—Una intenta ser tolerante —dijo Mamá—, pero
todo
tiene un límite.

—Díganme, queridos —dijo Lena, que escuchaba al capitán con atención—, ¿qué quiere decir eso de «la rosca al revés»?

—Es una…, es una…, es una especie de chiste en inglés —dijo Mamá desesperada—. Como un juego de palabras, ¿comprende?

—Como cuando se dice de una chica que la dejaron con el paquete —intervino Larry.

—Larry, ya basta —le acalló Mamá—. Ya tenemos bastante con el capitán, como para que ahora empieces tú también.

—Mamá —dijo Margo, que hasta ese momento no se había dado cuenta de lo que pasaba—, que Kralefsky se debe estar asfixiando.

—No entiendo eso del paquete —dijo Lena—. Explíquemelo.

—No le haga caso, Lena, son cosas de Larry.

—Si se está asfixiando, ¿no será cosa de que me acerque a decirle al capitán que se calle? —preguntó Margo.

—¡Excelente idea! Ve a hacerle callar inmediatamente —dijo Mamá.

En medio de fuertes rugidos, Leslie y Spiro luchaban con la pesada tapa del baúl. Margo se abalanzó al capitán.

—¡Capitán, capitán, silencio, por favor! El señor Kralefsky… en fin, estamos un poco preocupados por él.

—¿Que me calle? —dijo el capitán muy sorprendido—. ¡Pero si acabo de empezar!

—Sí, no importa, hay cosas más urgentes que su canción —dijo Mamá gélidamente—. El señor Kralefsky no puede salir del baúl.

—¡Es una de las mejores canciones que me sé! —dijo el capitán muy ofendido—. ¡Y la más larga: ciento cuarenta países va tocando! Chile, Australia, el Extremo Oriente, todo. ¡Ciento cuarenta estrofas!

Vi que a Mamá le espeluznaba la perspectiva de que el capitán cantara las otras ciento treinta y cuatro.

—Sí, bueno, en otra ocasión tal vez —prometió mendazmente—. Pero ahora estamos ante una emergencia.

Al fin, con un crujido como el que haría al caer un árbol gigantesco, saltó la tapa del baúl. Dentro yacía Kralefsky todavía envuelto en cuerdas y cadenas, con el semblante teñido de un interesante color azul y sus ojos de avellana desorbitados por el pánico.

—¡Aja! Veo que hemos sido un poco…, eh…, esto…, precipitados —dijo Teodoro—. Todavía no ha acabado de soltarse.

—¡Aire! ¡Aire! —graznó Kralefsky—. ¡Denme aire!

—Es interesante —dijo el coronel Ribbindane—. Yo vi una vez a un pigmeo en el Congo, que estaba igual…, se había quedado atrapado en el estómago de un elefante. El elefante es el mayor cuadrúpedo africano…

—¡Pero sacadle de ahí! —exclamó Mamá, presa de gran agitación—. ¡Traed coñac!

—¡Dadle aire! ¡Sopladle! —chilló Margo, y se echó a llorar—. ¡Se muere, se muere, y ni siquiera había acabado de hacer su número!

—Aire…, aire —gemía Kralefsky mientras le sacaban del baúl.

Liado en aquel sudario de cuerdas y cadenas, con el rostro plomizo y los ojos cerrados, verdaderamente ofrecía un aspecto macabro.

—Es posible que, en fin, que las cuerdas y las cadenas le opriman un poco —dijo juiciosamente Teodoro, vuelto a su condición de médico.

—Pues
usted
se las puso, así que usted se las quita —dijo Larry—. Venga, Teodoro, la llave de los candados.

—Por desgracia me parece que la he extraviado —confesó Teodoro.

—¡Santo Dios! —exclamó Leslie—. Ya sabía yo que no les debíamos dejar que lo hicieran. ¡Qué estupidez! Spiro, ¿puede usted conseguir una segueta?

Acostaron a Kralefsky en el sofá y le apoyaron la cabeza en los almohadones; él abrió los ojos y boqueó desvalidamente hacia nosotros. El coronel Ribbindane se le acercó y le miró fijamente a la cara.

—A aquel pigmeo que les decía —dijo— se le llenaron de sangre los globos oculares.

—¿Ah, sí? —dijo Teodoro muy interesado—. Tengo entendido que es lo que sucede cuando…, eh…, esto…, cuando se le da a uno garrote vil. A veces la ruptura de los vasos sanguíneos de los ojos los hace reventar.

Kralefsky emitió un chirrido desesperado de ratón campestre.

—Claro, pero si hubiera seguido un curso de Faqyo —dijo Jeejee— habría podido estar sin respirar durante horas, tal vez incluso días, probablemente incluso meses o
años
, con un poco de práctica.

—¿Y no se le llenarían de sangre los globos oculares? —preguntó Ribbindane.

—No sé —reconoció Jeejee—. Probablemente no se le
llenarían
de sangre, se le enrojecerían nada más.

—¿Tengo los ojos llenos de sangre? —preguntó Kralefsky muy agitado.

—No, no, descuide —le tranquilizó Mamá—. A ver si dejáis todos de hablar de sangre y de preocupar al pobre señor Kralefsky.

—Eso, que se distraiga —dijo el capitán Creech—. ¿Acabo la canción?

—No, se acabaron las canciones —dijo Mamá tajantemente—. ¿Por qué no le decís al señor Maga…, como se llame, que toque algo suave para que la gente pueda bailar mientras desatamos al señor Kralefsky?

—Gran idea, chavalilla mía —dijo el capitán Creech a mi madre—. ¡Bailemos un vals! ¡El vals es una de las maneras más rápidas de intimar!

—No —dijo ella fríamente—. Tengo demasiadas cosas que hacer como para intimar con nadie, muy agradecida.

—Entonces usted —dijo el capitán volviéndose a, Lena—. ¿No quiere usted que nos demos un paseo por la pista bien agarraditos?

—Bueno, he de confesar que me gusta bailar el vals —dijo Lena sacando el pecho, para visible regocijo del capitán.

Megalotopolopopoulos se embaló en una briosa versión de «El Danubio Azul», y el capitán arrastró a Lena en volandas por la sala.

—El truco
habría
salido perfectamente, si el doctor Stefanides se hubiera limitado a
fingir
que cerraba los candados —explicaba el señor Kralefsky mientras el ceñudo Spiro aserraba con la segueta los candados y las cadenas.

—Claro, claro —dijo Mamá—, ya nos hacemos cargo.

—Yo siempre…, eh…, esto…, he sido muy patoso para los juegos de manos —reconoció Teodoro contrito.

—Sentía que se me acababa el aire y oía que el corazón me latía cada vez más fuerte, Ha sido horrible, absolutamente horrible —dijo Kralefsky, cerrando los ojos con un estremecimiento que hizo entrechocar todas sus cadenas—. Empecé a creer que no saldría nunca.

—Y además se ha perdido usted el resto de la función —apuntó Margo compadecida.

—¡Sí, por todos los dioses! —exclamó Jeejee—. No me ha visto usted encantar a la serpiente. ¡Una condenada serpiente enorme que me mordió en el taparrabos, a mí que soy soltero!

—Luego me empezó a martillear la sangre en los oídos —dijo Kralefsky, con la esperanza de seguir acaparando la atención—. Lo vi todo negro.

—Es que…, eh…, vaya…, estaba usted
a oscuras
ahí dentro —observó Teodoro.

—No tome usted las cosas tan al pie de la letra, Teo —dijo Larry—. No hay quien adorne una historia como es debido delante de uno de estos científicos.

—Yo no estoy adornando nada —dijo Kralefsky con dignidad, al tiempo que se abría el último candado y podía enderezarse—. Gracias, Spiro. No, se lo aseguro, lo vi todo negro como…, negro como…

—¿Negro como mi culo? —ofreció Jeejee, servicial.

—Jeejee, querido, no diga usted eso —dijo Mamá escandalizada—. No está bien.

—¿Decir culo? —preguntó Jeejee, perplejo.

—No, no —dijo Mamá—, lo de que usted sea negro.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —dijo él—. Yo soy negro y lo reconozco.

—Bien dicho —declaró el coronel Ribbindane con admiración.

—Pues yo no permito que se llame usted negro —dijo Mamá con firmeza—. Para mí es usted tan blanco como, como…

—¿Como la nieve? —sugirió Larry.

—Me entiendes perfectamente, Larry —dijo Mamá enfadada.

—Pues, como decía —prosiguió Kralefsky—, me martilleaba la sangre en los oídos…

—¡Oooh! —chirrió Margo de improviso—; ¡Mirad lo que ha hecho el capitán Creech con el precioso vestido de Lena!

Todos nos volvimos a mirar hacia el sector de la sala donde varias parejas giraban alegremente al ritmo del vals, ninguna con mayor entusiasmo que la que formaban Lena y el capitán. Desdichadamente, y sin que ninguno de los dos se diera cuenta, el capitán debía de haber pisado el remate de volantes que decoraba el bajo del vestido de Lena y se los había descosido, con el resultado de que ahora valseaban inadvertidos de que el capitán tenía los dos pies dentro del vestido de su pareja.

—¡Dios santo! ¡Ese viejo asqueroso! —dijo Mamá.

—Ya decía él que con el vals se intimaba —dijo Larry—. Con un par de vueltas más llevarán los dos el mismo vestido.

—¿Te parece que se lo diga a Lena? —preguntó Margo.

—Yo no lo haría —dijo Larry—. Probablemente hace años que no ha estado tan cerca de un hombre.

—Larry, no hay ninguna necesidad de hablar así —dijo Mamá.

En ese momento, con un adorno, Megalotopolopopoulos puso punto final al vals; Lena y el capitán dieron vueltas y vueltas como una peonza y se detuvieron. Antes de que Margo pudiera decir nada, el capitán dio un paso atrás para saludar, tropezó y se cayó patas arriba, arrancando gran parte de la falda de Lena. Hubo un instante de tremendo silencio en el que todos los ojos que había en la sala permanecieron clavados sobre la figura de Lena, que se había quedado petrificada. El capitán rompió el hechizo, desde su posición de decúbito en el suelo:

—¡Caramba, qué bragas más bonitas lleva usted! —observó jovialmente.

Lena emitió un alarido que sólo podría calificar de alarido griego: un sonido con todos los ingredientes espeluznantes del roce de una hoja de guadaña con una piedra oculta, mitad lamento mitad indignación, con ricas resonancias asesinas; un sonido sacado de cuajo, por así decirlo, de las entrañas mismas de las cuerdas vocales. Gallicurci habría estado orgulloso de ella. Cosa rara, fue Margo quien acudió al quite y evitó lo que podía haber sido una crisis diplomática, si bien su manera de hacerlo fue tal vez un poco excesiva. Sencillamente tiró del mantel que cubría uno de los aparadores, se abalanzó hacia Lena y la envolvió en él. El gesto en sí no habría tenido nada de malo, pero fue a elegir un mantel en el que reposaban numerosos platos de comida y un gran candelabro de veinticuatro brazos. El estrépito con que la loza se hizo añicos y el chisporroteo de las velas al caer en
chutneys
y salsas tuvieron el mérito de distraer la atención de los invitados de la persona de Lena, que al socaire de la confusión reinante fue arrastrada escaleras arriba por Margo.

—¡Te habrás quedado satisfecho! —dijo Mamá a Larry con expresión acusadora.

—¿Yo? ¿Qué he hecho yo? —preguntó él.

—¡Ese hombre! —dijo Mamá—. Tú le invitaste; mira la que ha armado.

—Lo que ha hecho ha sido darle a Lena la mayor emoción de su vida —dijo Larry—. Será la primera vez que un hombre trata de arrancarle la falda.

—No tiene ninguna gracia, Larry —dijo Mamá severamente—, y si damos alguna otra fiesta, no estoy dispuesta a admitir a ese…, a ese…, a ese viejo licencioso y libertino.

—No se disguste, señora Durrell; es una fiesta maravillosa —dijo Jeejee.

—Bueno, si usted lo está pasando bien, no me disgustaré —dijo Mamá enternecida.

—Aunque tuviera otras cien reencarnaciones, estoy seguro de que no volveré a tener otra fiesta de cumpleaños como esta.

—Es usted muy amable, Jeejee.

—No hay más que un detalle —dijo él con gesto afligido—, no me atrevo a decirlo…, pero…

—¿Qué es? —preguntó Mamá—. ¿Qué es lo que no ha estado bien?

—No es que no haya estado bien —dijo Jeejee suspirando—, es que
ha faltado
.

—¿Que
ha faltado
? —repitió Mamá alarmada—. ¿Qué es lo que ha faltado?

—Elefantes —dijo Jeejee muy serio—: ¡los mayores cuadrúpedos de la India!

Glosario de algunos nombres de animales citados en el texto

Arrendajo
. Ave de la familia de los córvidos, con el plumaje de color castaño, cola y alas negras y una mancha blanca y otra azul en el borde de las alas.

Autillo
. Ave rapaz nocturna, la de menor tamaño de la familia de los búhos, básicamente insectívora.

Bombix de la encina
. Insecto lepidóptero de la familia de los lasiocámpidos. Es una mariposa de gran tamaño, cuyas larvas, muy peludas, viven sobre árboles y arbustos.

Cetonia
. Insecto coleóptero de aspecto muy brillante, que se alimenta de pétalos o fruta y frecuenta especialmente los rosales.

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