Como fondo de todo ello, el trueno se paseaba imperioso por el cielo, retumbando y rugiendo sobre las nubes desaladas como un millón de estrellas que entrechocaran, se deshicieran y corrieran en avalancha por el espacio.
Fue una de las mejores tormentas que habíamos conocido, y Margo y yo disfrutamos de lo lindo, porque después de aquel bochorno la lluvia violenta y el ruido resultaban vigorizantes. Pero Adrian no compartía nuestra opinión: era uno de esos desdichados que se aterran al oír un trueno, de modo que todo aquello le parecía monstruoso y alarmante. Intentamos distraerle de la tormenta cantando, pero tronaba tan fuerte que no nos oía. Seguimos caminando tercamente, y al fin, entre los oscuros olivares rayados por la lluvia, divisamos las luces acogedoras de la villa. Según entrábamos y Adrian se arrastraba por la puerta principal, con más aspecto de muerto que de vivo, Mamá apareció en el vestíbulo.
—¿Pero
dónde
habéis estado? Me teníais muy preocupada —dijo, y luego, al ver a Adrian—. ¡Cielo santo, Adrian querido, pero
qué has hecho
!
Bien podía preguntarlo, pues aquellas partes de su anatomía que no estaban rojas de quemaduras del sol presentaban interesantes tonalidades de azul y verde; apenas podía andar, y los dientes le castañeteaban con tal violencia que no podía hablar. Riñéndole y compadeciéndose de él por turno, Mamá se lo llevó en volandas a la cama, lugar en el que hubo de permanecer, aquejado de insolación leve, catarro grave y pies ulcerados, durante los días sucesivos.
—De veras, Margo, a veces me pones de mal humor —dijo Mamá—. Tú sabes que no es un chico fuerte. Podías haberle matado.
—Le está muy bien empleado —dijo Margo despiadadamente—. Que no hubiera dicho que yo era aburrida. Ojo por diente.
Pero Adrian se tomó la revancha sin proponérselo, porque cuando se recobró encontró una tienda en el pueblo donde sí vendían agujas de gramófono.
Los gozos de la amistad
El son del cuerno, el pífano, la cítara, la sambuca, el salterio,
la zampoña y toda clase de música
DANIEL 3,5
Fue a finales del verano cuando celebramos la que con el tiempo vendría a llamarse nuestra fiesta india. Nuestras fiestas, ya fueran cuidadosamente preparadas o brotaran inopinadamente de la nada, eran siempre interesantes porque casi nunca salían las cosas como estaba previsto. En aquella época, viviendo como vivíamos en el campo, sin los dudosos beneficios de radio o televisión, nuestro entretenimiento forzosamente debía adoptar formas tan primitivas como leer libros, reñir, dar fiestas y reírnos con nuestros amigos. Era natural, pues, que las fiestas —y sobre todo las fiestas por todo lo alto— marcaran días memorables, precedidos por preparativos infinitos. Aun en aquellas ocasiones en que salían bien, daban pretexto para pasarse después días y días discutiendo con deliciosa acritud sobre de qué manera se podrían haber organizado mejor.
Durante cosa de un mes habíamos vivido bastante tranquilos; no habíamos dado ninguna fiesta ni había aparecido nadie para alojarse en casa, de modo que Mamá había podido relajar sus nervios y estaba muy benévola. Una mañana estábamos en el porche leyendo el correo cuando se coció la fiesta. Con el correo Mamá acababa de recibir un libro de cocina mastodóntico con el título de
Un millón de deliciosas recetas orientales
, lujosamente ilustrado con fotografías en color tan chillonas y brillantes que daban ganas de comérselas. Mamá estaba encantada con el libro y no paraba de leernos fragmentos en voz alta.
—¡Maravillas de Madrás! —exclamó embelesada—. ¡Están buenísimas! Me acuerdo de ellas, eran un plato favorito de vuestro padre cuando vivíamos en Darjeeling. ¡Hombre, y las delicias de Konsarmer!
Hace
años
que estoy buscando la receta. Son verdaderamente exquisitas, aunque un poco pesadas.
—Si en algo se parecen a las ilustraciones —dijo Larry—, con una que te comas tendrás que alimentarte de bicarbonato de soda durante los veinte años siguientes.
—No digas tonterías, hijo. Los ingredientes son absolutamente puros: dos kilos de mantequilla, dieciséis huevos, cuatro litros de crema, la pulpa de diez cocos tiernos…
—¡Dios santo! —exclamó Larry—, ¡eso parece el desayuno de una oca de Estrasburgo!
—Seguro que te gustarían, querido. A tu padre le gustaban mucho.
—Pues yo estoy a régimen —dijo Margo—.
A mí
no me puedes obligar a tomar esas cosas.
—Nadie te obliga, hija mía —dijo Mamá—. Siempre podrás decir que no las comes.
—Sí, pero tú sabes que soy incapaz de decir que no, así que es obligarme.
—Come en otra habitación —sugirió Leslie, hojeando un catálogo de armas—, si no tienes fuerza de voluntad para decir que no.
—
Sí tengo
fuerza de voluntad para decir que no —dijo Margo indignada—, pero no se lo voy a decir a Mamá si me lo ofrece.
—Jeejee envía sus saludos —dijo Larry, alzando la vista de la carta que estaba leyendo—. Dice que vuelve para pasar aquí su cumpleaños.
—¡Su cumpleaños! —exclamó Margo—. ¡Qué bieeen! Me alegro de que se haya acordado.
—¡Es un chico tan
agradable
! —dijo Mamá—. ¿Cuándo piensa venir?
—En cuanto salga del hospital —repuso Larry.
—¿Del hospital? ¿Es que está enfermo?
—No, es que ha tenido problemas con eso de la levitación; se ha fastidiado una pierna. Dice que su cumpleaños es el día dieciséis, así que intentará venir para el quince.
—
Me alegro
—dijo Mamá—. Le tomé mucho cariño a Jeejee, y seguro que le encanta este libro.
—Escuchad, vamos a darle una gran fiesta de cumpleaños —dijo Margo muy animada—. Pero que sea una fiesta
a lo grande
.
—Buena idea —dijo Leslie—. Hace siglos que no damos una fiesta como es debido.
—Y yo podría sacar algunas recetas de este libro —echó Mamá su cuarto a espadas, evidentemente halagada por aquella perspectiva.
—¡Una fiesta oriental! —exclamó Larry—. Decirle a todo el mundo que venga con turbante y piedras en el ombligo.
—No, eso me parece ir demasiado lejos —dijo Mamá—. No, sencillamente una fiestecita familiar, tranquila…
—A Jeejee no se le puede dar una fiestecita familiar y tranquila —dijo Leslie—. ¡Después de haberle contado que tú siempre viajabas con cuatrocientos elefantes! Esperará algo un poco espectacular.
—No eran cuatrocientos elefantes, hijo. Lo único que dije fue que
acampábamos
con elefantes; no puede esperar tal cosa.
—No, pero tienes que organizar algo de espectáculo —dijo Leslie.
—Yo hago las decoraciones —se ofreció Margo—. Todo oriental: le pido prestados los biombos de Birmania a la señora Papadrouya, y con las plumas de avestruz que tiene Lena…
—Todavía tenemos un jabalí y unos patos y más cosas en la cámara frigorífica del pueblo —dijo Leslie—. Convendría gastarlos.
—Yo le pido prestado el piano a la condesa Lefraki —dijo Larry.
—¡Bueno, tranquilos todos…, calma! —exclamó Mamá, alarmada—. No se trata de dar un
durbar
; es una simple fiesta de cumpleaños.
—Nada, nada, Mamá, nos vendrá bien desfogarnos un poco —dijo Larry indulgentemente.
—Claro, ya de perdidos al río —dijo Leslie.
—Y nunca por mucho trigo sobran las tortas —aportó Margo.
—Ni el pan pintado, si vamos a eso —añadió Larry.
—Ahora se trata de saber a quién invitamos —dijo Leslie.
—A Teodoro, por supuesto —dijo la familia al unísono.
—Y al pobre Creech —dijo Larry.
—Ah, no, Larry —protestó Mamá—. Ya sabes lo grosero y lo repugnante que es.
—Todo eso son bobadas, Mamá. El pobre hombre agradece que le inviten.
—Y al coronel Ribbindane —dije Leslie.
—¡Ni hablar! —exclamó Larry con vehemencia—. A esa quintaesencia de la pelmacería no se la invita, aunque sea la mejor escopeta de la isla.
—¡No es ningún pelmazo! —dijo Leslie dispuesto a la guerra—. Más pelmas son tus puñeteros amigos.
—Ninguno de mis amigos es capaz de pasarse toda la tarde contándote a base de monosílabos y gruñidos de Neanderthal cómo abatió a un hipopótamo del Nilo en 1904.
—¡Pues es la mar de interesante! —replicó Leslie acalorado—. ¡Mil veces más interesante que aguantar a todos tus amigos dando el coñazo sobre arte!
—Vamos, vamos, hijos —dijo Mamá apaciblemente—, habrá sitio de sobra para todo el mundo.
Yo les dejé con el alboroto normal que se armaba cada vez que había que hacer la lista de invitados a una fiesta; en lo tocante a mí, con tal que viniera Teodoro estaba garantizado el éxito. La selección de los restantes invitados se la podía dejar a mi familia.
Los preparativos de la fiesta fueron tomando impulso. Larry consiguió que la condesa Lefraki le prestara su enorme piano de cola y una alfombra de piel de tigre para poner al lado. El piano se nos hizo llegar con la más exquisita ternura, pues había sido el instrumento predilecto del difunto conde: venía en una larga carreta tirada por cuatro caballos. Larry, que había supervisado el transporte, apartó las lonas que protegían el instrumento del sol, se subió a la carreta y ejecutó una veloz versión de «Llevaré a Casa a Mi Niña» para comprobar que no había sufrido ningún daño durante el viaje. Parecía estar en buen estado, aunque un poquito desafinado, y a costa de prodigiosos esfuerzos logramos meterlo en la sala.
Plantado en un ángulo, negro y reluciente como un ágata, puesta delante de él aquella magnífica piel de tigre con la cabeza disecada y enseñando los dientes, prestaba a toda la estancia un opulento aire oriental.
A ese aspecto contribuyeron también los adornos de Margo: colgaduras que había pintado en enormes hojas de papel y colocado por las paredes, imágenes de minaretes, pavos reales, palacios con cúpulas y elefantes enjaezados. Por todas partes había jarrones con plumas de avestruz teñidas de todos los colores del arco iris, y racimos de globos multicolores como cosechas de extrañas frutas tropicales. No hay que decir que la cocina era como el interior del Vesubio: a la vacilante luz rubí de media docena de fogones de carbón de encina trajinaban de acá para allá Mamá y sus fámulas. El ruido de batir y picar y revolver era tal que allí no había quien se entendiera, y hasta el piso de arriba llegaban flotando aromas tan ricos y corpóreos que te sentías como envuelto en un manto bordado de olores.
Sobre todo ello presidía Spiro, cual genio retostado y ceñudo; parecía estar en todas partes, con su voz de toro y su cuerpo de barril, llevando a la cocina enormes cajones de viandas y frutas entre aquellas manos que eran como jamones, sudando y bramando y soltando tacos mientras se introducían tres mesas en el comedor y se acoplaban unas a otras, presentándose con flores perpetuas para Margo y especias extrañas y otras cosas exquisitas para Mamá. En momentos así era cuando se apreciaba toda la valía de aquel hombre, porque se le pedía lo imposible y él lo traía. «Yo me encargos», decía, y ya lo creo que se encargaba, lo mismo si se trataba de encontrar fruta fuera de estación que de un afinador de pianos, especie ésta de ser humano que se daba por extinta en la isla desde 1890. Era extremadamente improbable, esa es la verdad, que una sola de nuestras fiestas hubiera pasado de la fase de proyecto de no ser por Spiro.
Al fin todo quedó dispuesto. Se abrieron las puertas de corredera que separaban el comedor de la sala; la vasta estancia resultante era un derroche de flores, globos y pinturas, centelleantes de plata las largas mesas de níveos manteles, gimiendo los aparadores bajo el peso de los platos fríos. Un cochinillo tostado y repulido como una momia, sosteniendo una naranja en la boca, yacía junto a una pierna de jabalí pringosa de vino y miel, cuajada de perlas de ajo y redondas simientes de cilantro; en una plantación de pollos de color bizcocho y pavipollos se entremezclaban patos salvajes rellenos de arroz indio, almendras y uvas sultanas, y chochas ensartadas en tallos de caña; los montículos de arroz azafranado, amarillo cual luna de verano, eran tesoros ante los cuales se sentía uno arqueólogo, tan densas eran las inclusiones de frágiles tintas rosadas de pulpo, almendras y nueces tostadas, uvitas verdes, carunculados trozos de jenjibre y piñones. Los
kefalia
que yo llevara del lago aparecían ahora dorados y resquebrajados a la brasa, relucientes bajo un baño de aceite y zumo de limón, sembrados de flecos de hinojo de color de jade; yacían en hilera en las enormes fuentes, como una flotilla de extrañas barcas amarradas en puerto.
Entre medias de todo aquello se distribuían los platos de menudencias; naranja y limón confitado, maíz tierno, finas tortas de avena escarchadas de sal marina,
chutney
y encurtidos de una docena de colores y olores y sabores para atormentar y apaciguar las papilas gustativas. Allí estaba la cumbre del arte culinario; allí cien raíces y simientes extrañas habían rendido su dulce esencia, verduras y frutas habían sacrificado sus pieles y carnes para bañar aves y peces en salsas y escabeches de delicado paladar.
El estómago se estremecía a la vista de aquella acumulación de colores y olores comestibles; se imaginaba uno que iba a comerse un jardín esplendoroso, un tapiz multicolor, y que las células de los pulmones de tal manera se le llenarían de una capa de fragancia tras otra, que se quedaría drogado e inmóvil como un escarabajo en el corazón de una rosa. Los perros y yo entramos varias veces de puntillas para contemplar el suculento despliegue: nos quedábamos hasta que la boca se nos llenaba de saliva y luego nos íbamos de mala gana. No podíamos esperar a que llegara la fiesta. Jeejee, cuyo barco venía con retraso, arribó en la mañana de su cumpleaños, vistiendo un arrebatador conjunto de color azul pavo real y turbante inmaculado. Fuera de apoyarse pesadamente en un bastón, no mostraba huellas de su accidente, y estaba tan efervescente como de costumbre. Cuando le enseñamos los preparativos que hablamos hecho para la celebración, nos sorprendió echándose a llorar.
—¡Que a mí, al hijo de un humilde barrendero, a un intocable, se le dé semejante trato! —sollozó.
—Pero si no es nada en realidad —dijo Mamá, un tanto alarmada por aquella reacción—. Aquí damos fiestecitas con frecuencia.
Ya que la sala presentaba un aspecto híbrido de banquete romano y exposición floral de Chelsea, cualquiera que la oyera creería que recibíamos con una magnificencia que habría sido la envidia de la corte de los Tudor.