El jardín colgante (31 page)

Read El jardín colgante Online

Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
5.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así me gusta —dice uno de sus captores, clavándole la boca del cañón de su arma en la espalda—. Limpio y rápido, camarada. Cuanto antes acabemos con esto mejor.

—Mmmm mmMmm —dice ella, con la cara aplastada contra el suelo.

—¿Cómo? —El hombre pone voz de sorna—. No se te entiende nada.

Sara Arta estira el cuello hacia atrás para hablar otra vez a través de la tela de la capucha.

—Que os den por el culo —dice, esta vez de forma inteligible.

—Ah —dice la misma voz—, tengo entendido que tú de eso sabes mucho.

El coche circula poco más de una hora, primero por arterias urbanas atascadas de tráfico; después por una autopista de alta velocidad y por fin, después de lo que Sara Arta nota que es un desvío en forma de bucle hacia la derecha, por una carretera llena de curvas en subida. Por fin el coche se detiene y, sin dejar de pisarle la espalda, uno de sus captores le agarra las manos a Sara y se las pone detrás de la espalda para esposarla.

—Qué valientes —dice ella mientras tiran de sus brazos para ponerla de pie.

Cuando la sacan del coche a empujones, Sara huele a árboles y a vegetación y oye cantos de pájaros desvaídos por la canícula y por fin se cae de bruces sobre la hierba reseca, con las manos esposadas a la espalda. Alguien le arranca la capucha. Sara escupe sangre del labio que se acaba de partir con la caída. Estira el cuello para ver a los propietarios de los tres pares de piernas que la rodean. Los mocasines indistintos que tiene delante, combinados con unos pantalones de color indeterminado y una camisa blanca sin ningún rasgo memorable, pertenecen, cómo no, al camarada Blanco. Sus dos secuaces son gente del partido. Sara Arta se echa a reír.

—Me alegra que esto te parezca divertido —dice Blanco, con la pistola en la mano.

—Por el amor de Dios —dice—. Pero si es exactamente lo mismo que le hicisteis al camarada Barbosa para meterle miedo. Seguro que hasta es el mismo bosque.

—Eso no cambia nada.

—¿De verdad me queréis hacer creer que me vais a disparar? —Ella parece genuinamente divertida—. Pero si no sois más que unos politicuchos de tres al cuarto. No podríais ni matar una mosca. A no ser que me vayáis a matar de aburrimiento, eso está claro. Como os pongáis a soltarme arengas, seré yo la que me pegue un tiro.

Blanco camina de un lado a otro por la hierba, malhumorado.

—Te dije que Barbosa estaba muerto —dice, levantando la voz—. Que te olvidaras de él. Pero no, claro. Tú tenías que seguir insistiendo. —Se detiene y la señala con la pistola—. ¿Qué clase de soldado eres? ¿Qué clase de soldado vende a los suyos por un sinvergüenza que se la llevó al catre? ¡Por una polla, a fin de cuentas! ¡Ésa es la clase de chusma que eres, camarada!

Sara Arta sigue riendo.

—Y claro —dice ella—, todo esto no tiene nada que ver con el hecho de que yo no me haya querido acostar contigo, ¿verdad,
camarada?
Eso no te ha dado ganas de darme el paseíllo,
¿verdad?

A Blanco se le ruboriza la cara. Esa cara sin rasgos llamativos, que a priori uno asociaría con oficinistas grises o dependientes de grandes almacenes pero que en la vida real solamente pertenece a gente cuyas ocupaciones verdaderas nunca se dicen en voz alta. Hasta el oficinista más gris tiene rasgos más memorables que el camarada Blanco del PCA. Cuando vuelve a hablar, le salen gotitas minúsculas de saliva de la boca.

—¡Estás espiando al partido! —grita—. ¡Niégalo! Has estado buscando en mis cajones, después de que tuviéramos la buena fe de dejarte dormir en la sede. Has estado consultando documentos en Hacienda. ¡Después de que te sacáramos de la
cárcel!
¿Cómo has podido, camarada? ¡Después de lo que te
hicieron!

Sara se retuerce en el suelo hasta quedarse tumbada de lado en el suelo. El bosque es uno de esos bosques españoles carentes de todos los rasgos de frescura, paz o de sombra que supuestamente constituyen la esencia de un bosque. La hierba reseca. Los árboles resecos. Una sensación vetusta y polvorienta y sucia que es exactamente lo contrario que la frescura y la sombra reconstituyente de los bosques. España entera es un mundo reseco y agostado por el final cataclísmico del ciclo estacional. Por fin Sara se retuerce otra vez hasta ponerse de rodillas. Levanta el torso y el pelo cardado y el labio partido hacia Blanco.

—¿Te crees que me das miedo? —le dice—. ¿Qué me vas a hacer que me pueda dar miedo
a mí?
¿O es que no sabes lo que me hicieron? Te lo juro, camarada, te vas a tener que esmerar para superar lo que me hicieron los interrogadores de la policía. Y mucho me temo que no tenéis lo que hay que tener para hacerle eso a una mujer.

Los tres hombres del PCA se miran entre ellos.

—Estoy seguro de que los interrogadores que te torturaron te parecieron muy hombres, camarada —le dice Blanco.

—Demostradme que sois tan hombres como ellos, pues —dice ella—. Pegadme un tiro, anda, valientes.

—Camarada, estás jugando con fuego.

—«Camarada, estás jugando con fuego» —repite ella, con un sonsonete de burla.

—¿Qué quieres, que te peguemos un tiro?

—¿Para qué me habéis traído, si no?

Los hombres no dicen nada.

—¿Qué queréis, si no? —les pregunta ella— ¿Que hagamos una barbacoa? ¿Que cacemos perdices? ¿Que follemos? —Hace una mueca de consternación teatral—. Uy, me parece que esto último no va a pasar ni en vuestros sueños.

—¿Admites que has estado espiando al partido?

—Disparadme de una vez, capullos —dice ella—. O dejadme en paz.

—Camarada…

—Os debo de dar mucho miedo, ¿no? Tres hombres armados contra una mujer esposada. Qué valientes. Qué pedazo de hombres.

—Camarada, te lo digo en serio…

—Disparadme.

—¡Cállate!

—Disparadme, joder.

—Oh, por favor.

—Disparadme.

Los hombres se vuelven a mirar. Sara Arta se ríe y escupe sangre del labio.

—Disparadme —sigue repitiendo—. Disparadme. Disparadme. Disparadme.

Blanco se acerca a uno de los hombres para hablarle en el oído. El hombre asiente con la cabeza y se va al coche a buscar algo. Sara Arta se los queda mirando.

—¡No! —chilla—. ¡Ellos no, camarada! ¡Tú! ¡Hazlo tú, maricón de mierda! ¡No tienes cojones de hacerlo tú mismo! ¡Eres un maricón asqueroso!

El tipo vuelve del coche con una cachiporra. Los dos hombres del partido se acercan a ella con pasos vacilantes. Sara Arta permanece bien erguida sobre las rodillas y no hace ningún ademán de apartarse cuando le cae el primer golpe de la cachiporra. Los porrazos y las patadas se suceden en medio de un silencio sepulcral. El camarada Blanco fuma en silencio, mirando para otro lado. Ni un solo grito ni un sonido de llanto vienen del cuerpo postrado en la hierba sobre el que ahora llueven los porrazos y las patadas. Los golpes de los hombres del partido continúan durante un buen rato. Vacilantes al principio y más firmes a medida que los hombres ganan confianza, como sucede en todas las palizas. Los que golpean siempre se sienten más cómodos a medida que el cuerpo que están golpeando deja de parecerse a una persona. Al cabo de unos minutos, Blanco les hace una señal. Ellos se apartan del cuerpo de Sara Arta para contemplar su estado. Uno de ellos se agacha para sentirle el pulso.

—Está bien —dice.

—Vámonos —dice Blanco.

—¿Y la dejamos aquí? —dice el otro.

—¿Qué va a hacer? —Blanco se encoge de hombros—. ¿A quién le va a llevar lo que sabe? Si es que sabe algo. Con esa pinta, todo el mundo pensará que ha cantado. Ya lo ha hecho antes.

El tipo de la cachiporra suelta un soplido de burla. Los tres hombres se vuelven al Renault 5 y al cabo de un momento el motor arranca. Alrededor de Sara Arta, el bosque es exactamente lo contrario a esos lugares umbríos y frescos donde se aparecían los dioses en la Antigüedad. De todas maneras, en España ya hacía demasiado calor para que se manifestara ninguna divinidad, incluso antes de la canícula de los últimos meses. De acuerdo con los estudios más recientes, la ceniza y el material cósmico del Meteorito de Sallent que se han filtrado en el subsuelo han dañado la vegetación de una manera que todavía no se sabe si se podrá reparar. Hay peligro de desertización en muchas áreas próximas. El meteorito, en otras palabras, ha hecho que los bosques españoles se vuelvan todavía más españoles.

46. La última canción de la cinta

Teo Barbosa rebobina la última canción de la cinta de casete que llevan semanas oyendo una vez tras otra y busca el principio para ponerla otra vez. Ya debe de ser la madrugada del último día de la isla. Del último día del mundo, de acuerdo con el camarada Ogro. Debe de serlo porque los chotacabras graznan en los pinares y porque el agua inmóvil de la laguna ha llegado a la marca de la pleamar, pero es imposible saberlo con seguridad porque el cielo sigue estando blanco. Blanco y surcado de meteoritos. Las anfetaminas que todos cogen sin cesar del costurero tampoco ayudan precisamente a tener una noción clara de qué hora es. En cualquier caso, la cuestión es irrelevante. Las formas antiguas de medir el tiempo ya no sirven. El Nuevo Tiempo no tiene forma. La desconexión del pasado y el futuro ya se ha completado. Las causas y los efectos se han ido por el mismo desagüe. No más estaciones. No más Historia.

—¿Qué pasa con esa música? —grita Piel de Oso.

—Ya va —dice Barbosa, y pulsa la tecla PLAY del aparato de música.

La canción que empieza a sonar es
Liar
de los Sex Pistols. La última canción de la cinta. Barbosa se pone a balancear el aparato de música por encima de su cabeza, con cuidado de que no toque el agua. Los cuatro están sumergidos en la laguna hasta la cintura, Barbosa y Piel de Oso y el Rey Rana y la Dama Raposa, ejecutando un baile acuático torpe y entrecortado, con las pupilas dilatadas por los ácidos y las anfetaminas. El agua llega a la cintura de todos salvo de Barbosa, a quien solamente le llega a las caderas. De vez en cuando un destello ciega a Barbosa y la isla entera tiembla al estrellarse otro meteorito contra la Tierra. El ruido de un trueno amplificado cien veces, que obliga a Barbosa a taparse los oídos. Todos corean con gritos y palmadas los primeros compases de
Liar.
Ya hace horas que ninguno de los presentes quiere oír otra canción que no sea la última de la cinta. No podría ser de otra manera. Las demás canciones de la cinta se han vuelto estúpidas. Iggy y sus demandas incesantes de amor físico. Patti Smith y su romanticismo estúpido. Su corazón atávico.

De repente la Dama Raposa deja de bailar y se tapa los ojos con las manos.

—No quiero mirar, no quiero mirar —dice.

—Ninguno de nosotros estamos mirando —la tranquiliza Barbosa.

—Lo importante es no mirar —dice Piel de Oso—. Si no los miramos, no sabemos lo que están haciendo. No se nos puede exigir ninguna responsabilidad.

Barbosa combate el deseo mórbido de darse media vuelta y mirar. En dirección a la celda de castigo y a los chillidos que vienen de allí. Es posible que el ácido y las anfetaminas estén afectando a la forma en que los distintos sonidos se superponen: la canción de los Sex Pistols se repite a intervalos de tres minutos, ahogando todos los ruidos salvo el estruendo de los impactos de los meteoritos, pero por alguna razón no puede sofocar los chillidos de la celda. Los chillidos se imponen a todo lo demás, no porque estén sonando más fuerte, sino porque parecen sonar
dentro mismo
de las cabezas de los presentes. Ahora la Dama Raposa rompe a llorar y se tapa los oídos con las manos. Apretándose con fuerza los costados de la cabeza. De una forma que parece confirmar la intuición de Barbosa de que los chillidos procedentes de la celda están sonando en realidad desde el fondo de sus cabezas. Piel de Oso y el Rey Rana rodean a la Dama Raposa con los brazos para consolarla. Le acarician la espalda desnuda y le besan el pelo.

—No hay nada de que preocuparse, camarada —la instruye Piel de Oso—. Lo importante es que no miremos. Lo que estén haciendo ahí no es cosa nuestra. Cuando vuelvan los alemanes con los refuerzos nosotros fingiremos que no sabíamos lo que estaba pasando. Que todo pasó mientras nosotros estábamos haciendo prácticas de tiro, por ejemplo. Pasó muy deprisa, no pudimos hacer nada. —Asiente con la cabeza y le hace señas a Barbosa para que vuelva a poner la canción, que se acaba de terminar—. De todas maneras, lo que están haciendo ahí es
necesario.
El camarada Cuervo se había convertido en un enemigo. Un enemigo de la revolución, un maldito revisionista. Estaba bloqueando todas nuestras acciones. No me extrañaría que fuera un espía del CESID, o de la GSG-9. Así que vosotros limitaos a no mirar. Quedémonos aquí. Pon otra vez la puta canción, camarada, o te juro que te rompo la cabeza. Puede que lo que están haciendo ahí no sea bonito, pero alguien tenía que hacerlo, y lo que es más importante, no hemos sido nosotros. Puede que sea espantoso, pero la Revolución es así. No entiende de sentimentalismos. Así que no miréis, camaradas, no miréis.

—Entonces, ¿no nos harán nada? —pregunta el Rey Rana, esperanzado.

—¿Qué nos van a hacer? —dice Piel de Oso—. Nosotros intentamos salvar al camarada Cuervo y a las chicas, pero llegamos demasiado tarde.

El Rey Rana asiente enfáticamente, con una mezcla de alivio e incertidumbre en la cara.

La Dama Raposa suelta un hipido y se frota los ojos llorosos con la mano.

—Son tan jóvenes… —consigue decir por fin.

Se oye un clic en la laguna cuando Barbosa termina de rebobinar y vuelve a pulsar el botón de PLAY. Arrancan los primeros compases de
Liar.
El graznido de Johnny Rotten, burlándose del fin de todas las cosas. Con su risa de cabra. Meneándose como un bufón. Pero si todo es mentira, entonces la mentira ya no existe. Es una cuestión de lógica simple. La mentira solamente puede existir como contrapunto a la verdad. Ja, ja, ja. Lo que está pasando en esa celda no es cosa nuestra. Ja, ja, ja. Nosotros estábamos en la otra punta de la isla. Ja, ja, ja. Nunca lo vimos venir. Ja, ja, ja. El camarada Cuervo tenía su pistola, no sabemos cómo la perdió.

Piel de Oso abraza a la Dama Raposa y baila lentamente con ella.

—No eres tú quien llora —le dice en tono tranquilizador—. No eres tú quien sufre por esas chicas. No eres tú. Es tu viejo yo. Tu yo burgués. Tienes que matar a tu viejo yo. Ahora eres un soldado. —Estira el cuello por encima del hombro de ella y mira al Rey Rana—. Camarada —le dice—. Necesitamos más drogas. Trae el costurero. Más ácidos. Más anfetaminas. Estaremos mejor en cuanto hayamos tomado unas cuantas más.

Other books

The Blind Side by Michael Lewis
Singing Hands by Delia Ray
Barbara Samuel by A Piece of Heaven
The Lost Garden by Kate Kerrigan