El jardín colgante (28 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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—Tocado —dice el camarada Piel de Oso, con los brazos en jarras, obviamente interesado.

El tiburón parece estar nadando en círculos alrededor de la gruta. En la plataforma, el camarada Ogro se quita la ropa.

—¿Qué estás haciendo, camarada? —le pregunta R. T.—. Ni se te ocurra.

—No es ninguna broma, camarada —dice Piel de Oso—. Haz caso al camarada R. T.

El camarada Ogro coge el arpón y se tira al agua. La Dama Raposa ahoga una exclamación. El tiburón está completando otra vuelta a la gruta. El camarada Ogro echa a nadar hacia él. Soltando palabrotas, Piel de Oso y R. T. saltan al agua. Hay un momento de confusión, durante el cual la gruta es un caos de espuma y brazos y piernas que chapotean. Por fin la aleta vuelve a aparecer, en medio de los hombres. Dando un pataleo violento, el camarada Ogro se abalanza contra la estela en forma de flecha de la tintorera. La gruta se llena de espuma roja. Algo grande y oscuro se sacude salvajemente en el epicentro de las olas rojas. Por fin, casi medio minuto más tarde, la cosa deja de moverse. Barbosa divisa una cabeza humana que emerge con el pelo largo pegado a la cara.

—¡Eh! —grita, y las paredes de la gruta le devuelven su grito amplificado.

R. T. llega nadando hasta la playa y se sienta sobre las piedras, jadeando. Al cabo de un momento se echa a reír. A continuación llegan Piel de Oso y el camarada Ogro, arrastrando el cuerpo inerte del tiburón. Con el arpón todavía clavado. Los tres se dejan caer en la playa de guijarros, con el cadáver del tiburón en medio, y se echan a reír. De vez en cuando la tintorera da un coletazo débil.

—Menudo hijo de puta —dice por fin Piel de Oso.

—Vaya cabronazo —dice R. T.

Piel de Oso señala al camarada Ogro.

—Me alegro de que no te haya matado ese bicho —le dice—, porque te voy a matar yo.

La Dama Raposa se acerca para examinar la herida que el camarada Ogro tiene en el brazo.

—¿Cómo has hecho eso? —dice R. T.—. ¿Eras marino antes de venir aquí? ¿Pescador?

El camarada Ogro niega con la cabeza.

—Politólogo —dice.

Hay un segundo de incredulidad antes de que los tres se echen a reír otra vez.

—Un momento —dice Piel de Oso, levantando un momento la mano para hacer callar a todos—. ¿No oís eso?

—¿Qué? —dice la Dama Raposa.

—El silencio —dice Piel de Oso—. Cuando nuestro camarada Juan el Listo tendría que estar haciendo algún chiste. ¿Qué está pasando aquí?

Todos miran con caras burlonas a Barbosa, que a su vez está mirando al camarada Ogro.
Estás a tiempo de salvarte.
En ese preciso instante reverbera en la gruta un grito procedente de más arriba. Es una de las chicas, que está gritando por una chimenea de la roca que comunica la gruta con la parte alta del risco.

—¡Camarada Juan! —lo llama la chica.

—¡Estoy aquí! —contesta él.

—¡Será mejor que subas! —dice la voz procedente de arriba—. ¡La camarada Madre Nieve no se encuentra bien!

Sobre la playa de rocas, el tiburón da un último coletazo y su cuerpo entero parece relajarse.

41. El sistema informático de piezas de puzle

Sentado en su despacho de la Delegación de Barcelona, Melitón Muria se enciende un cigarrillo Rex con su encendedor de mesa en forma de tigre rampante y suelta una bocanada de humo mientras mira el nuevo aparato que la División de Tecnología le instaló hace dos días en su escritorio. Junto con un manual de instrucciones de manejo. Junto con advertencias por escrito acerca de la gestión correcta de la información almacenada en el aparato. Junto con un formulario para que el usuario se comprometa a tratar esa información dentro de los límites de confidencialidad impuestos por los objetivos del CESID. El aparato se llama «contestador automático», y consiste en un ingenioso sistema compuesto de un teléfono ordinario y una grabadora de casete que se activa cuando hay llamadas entrantes y luego permite reproducir las grabaciones pulsando un botón. Muria suelta otra bocanada de humo. Se lleva el auricular al oído y rebobina la cinta del casete para escuchar el mensaje por enésima vez. Pero no hace ninguna falta: no hay duda posible. Por fin cuelga el auricular de golpe, arranca el casete de la grabadora y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta del traje. Sale del despacho dando zancadas malhumoradas.

Llama a la puerta del despacho de Arístides Lao y no espera respuesta para abrirla. Al otro lado, se encuentra a su superior trabajando en sus puzles. Le han instalado una mesa de reuniones enorme y Muria ve desperdigados por ella los contenidos de media docena de cajas de puzles de mil y dos mil piezas. Lao no levanta la vista. Está sentado con la espalda un poco encorvada, colocando piezas de puzle bajo la luz de una lámpara de foco. Lao nunca necesita levantar la vista de su trabajo para saber quién acaba de entrar en su despacho. Como de costumbre, se dedica a colocar las piezas de los puzles de esa forma completamente incorrecta e indescifrable que pone nervioso a todo el personal de la Delegación.

—Adelante —dice Lao, sin ninguna inflexión de ironía, cuando Muria ya está delante de él.

Muria tira la cinta de casete encima de los puzles. Lao levanta la vista de su trabajo.

—¿A qué debo su visita, agente? —pregunta.

Muria señala la casete.

—Ese tipo, ¿cómo se llama? Meseguer. El Subdirector de Inteligencia Interior.

—¿Qué pasa con él?

—Me ha dejado un mensaje en el cacharro ese —dice Muria—. Encargándome un menú del restaurante y una porción de pastel de almendras. Parece que se ha equivocado de extensión.

Arístides Lao se quita las gafas para limpiarlas con un pañuelo. A continuación levanta el vacío donde estaba su fisionomía y dice:

—Los equipos telefónicos son nuevos, igual que las extensiones y los buzones de voz. Es normal que al principio haya equivocaciones.

—Su
voz
—dice Muria, bajando un poco la voz—. Es la misma que oí en los archivos de referencias cruzadas. La voz suave, la que hablaba con otra voz imperiosa. Las voces que discutían sobre el atentado del Banco de Vizcaya.

Arístides Lao se vuelve a poner las gafas multifocales. Parpadea un par de veces con sus ojillos diminutos, reactivando su carita pequeña y repulsiva.

—Siéntese, agente Muria. —Lao señala una silla—. Ya hemos hablado de esto en alguna ocasión.

Muria se sienta y se palpa la pechera del traje en busca de su paquete de Rex. A continuación mira a su alrededor en busca de un cenicero. El nuevo despacho de Lao en la Delegación Regional es tan poco memorable como el resto de las instalaciones. Tubos fluorescentes en el techo. Las paredes desnudas. Como corresponde a su condición de lugar diseñado para sepultar la conciencia humana bajo una montaña de tedio, la Delegación no ha experimentado ningún cambio relevante como resultado de su transformación en la sede de la Región Militar IV del CESID. El delegado regional ahora se llama subsecretario general, pero de todas maneras Muria no lo conoce. Ahora Muria trabaja en la jerarquía de Inteligencia Interior. Por fin Lao saca un cenicero de un cajón y se lo ofrece.

—¡Meseguer es la mano derecha del comandante! —dice Muria entre dientes—. Y si el comandante Oms está negociando directamente con la TOD, ¿qué estamos haciendo
nosotros?
Removiendo el cielo y la tierra para encontrar a nuestro operativo perdido, arriesgando todo para infiltrar a Dorcas… Esto no tiene ningún sentido. ¡El comandante
ya sabe
dónde está el enemigo! ¡El comandante habla con ellos!

—Eso no lo podemos saber con seguridad… —empieza a decir Lao.

—¡Los
cojones!
Si no lo sabe, lo puede averiguar.

Lao estira un brazo para colocar una pieza en su puzle.

—No le puedo negar que exista un canal abierto de comunicación con la cúpula de la TOD —dice por fin—. No me consta directamente, pero al fin y al cabo el CESID tiene canales establecidos con la mayoría de organizaciones clandestinas del país. Para eso es el CESID.

Muria da una calada a su Rex.

—¿Pero por qué no podemos usarlo nosotros? —dice.

—Porque no es para nosotros. Es un canal que va muy por encima de nosotros. Es para la gente de arriba.

—Claro. —Muria hace un gesto exasperado—. Y a nosotros no nos compete hacer preguntas ni cuestionar las cosas.

—Exactamente.

—¿Pero
por qué?
—pregunta Muria—. ¿Para qué sirve la División de Inteligencia Interior? ¿Para qué sirve el CESID? Cuando hay una guerra, uno no se sienta a tomar una cerveza con el enemigo entre batalla y batalla para planear cómo se van a pelear.

—Es muy posible que en eso se equivoque usted.

—¿Y por qué nos tienen aquí persiguiendo sombras? —pregunta Muria—. ¿Por qué no nos enseñan las cartas?

Lao continúa añadiendo piezas a sus nodos ininteligibles de piezas de puzles mal colocadas.

—Muy sencillo —dice—. Ellos son los jugadores y nosotros las piezas. Ellos ven el todo y nosotros la parte.

—Todo es una
farsa
—escupe Muria—. Y entretanto, la gente muere. Esos tres pobres desgraciados que murieron en el atraco al Banco de Vizcaya. Y esa pobre chica a la que mandamos hace dos semanas a espiar a su gente…

Lao deja de poner piezas. Levanta la cabeza y mira a Muria.

—¿La chica? —dice—. ¿Se refiere a Sara Arta? ¿Qué tiene que ver la chica con esto?

Muria se pone de pie y empieza a pasear por el despacho.

—La acaba de llamar «esa pobre chica» —dice Lao—. Usted tiene un interés personal en Sara Arta. ¿Cuál es ese interés?

Muria se da la vuelta y se queda mirando la pared. Los parches de masilla recientes. Lao asiente de esa manera en que suele hacerlo para señalar la resolución de un problema técnico.

—Ha establecido usted contacto con Sara Arta —dice, sin ninguna inflexión interrogativa. Con el tono neutro de una constatación—. ¿Pero cómo es posible? —Piensa un segundo y por fin asiente otra vez—. Fue Albaiturralde. Fue algo que mencionó Albaiturralde cuando hablamos con él, ¿verdad? Ese lugar que Sara Arta y Barbosa frecuentaban. El bar Texas, creo que lo llamó. —Otra pausa—. Tendría que haberlo imaginado. Ahí es donde la ha encontrado usted.

—¿Qué va a pasar con ella? —pregunta Muria.

—Espere un momento —dice Lao, y se pone de pie para examinar el conjunto de la mesa de sus puzles. Una cartografía enorme de nodos de piezas organizadas según criterios invisibles. Estira un brazo y cambia una pieza de sitio, seguida de otra, y otra. Alterando la configuración de uno de los nodos.

—¿Qué acaba de hacer usted? —pregunta Muria.

—Acabo de cambiar tres piezas de sitio.

Muria señala la mesa de los puzles con el cigarrillo.

—¿Qué es todo esto? —pregunta—. Es alguna clase de esquema, ¿verdad? No entiendo cómo, pero esto que hace usted con los puzles representa nuestro trabajo contra la TOD. ¿Me equivoco?

Lao manipula algunas piezas más en la periferia de la cartografía de nodos.

—Se trata de un sistema de almacenamiento de información, elegido en base a su alta eficiencia —explica. Sostiene una pieza en alto para que Muria la vea y la hace girar con los dedos—. Cada pieza tiene cuatro lados, con lo cual su posición de entrada tiene cuatro valores posibles. A su vez, cada lado puede tener un saliente o un entrante, lo cual carga la pieza con ocho valores. Si tenemos en cuenta que la pieza tiene dos lados, el lado impreso y el dorso, lo que tenemos es un módulo hexagesimal perfecto. Y hay más. El sistema es muy maleable. Si se fija, cada pieza tiene dos lados largos y dos más cortos, lo cual añade una variable más y duplica el valor potencial de cada pieza. Ya estamos en treinta y dos valores posibles. Pero eso no es más que el principio. Lo verdaderamente interesante del sistema son sus posibilidades relacionales. Solamente con que acoplemos
dos
piezas ya aumentamos exponencialmente la capacidad de almacenamiento, a razón de treinta y dos al cuadrado: son mil veinticuatro valores posibles para cada conexión. Imagínese un archivo formado por quinientas piezas. A partir de ahí, la eficiencia del sistema no tiene techo. Imagine por ejemplo la ampliación de la capacidad de información que resulta si añadimos la variable de la orientación mutua de las piezas. Cada pieza puede estar en el mismo sentido horizontal que la siguiente, o bien horizontalmente opuesta, o bien girada en un ángulo de noventa grados a la derecha o a la izquierda. Lo cual cuatriplica la capacidad del sistema. Y así sucesivamente. —Se inclina para colocar un par de piezas más—. Se trata de una computadora, en esencia.

Melitón Muria observa los puzles de la mesa durante un momento.

—¿Por qué me vino a buscar otra vez, jefe? —dice, negando con la cabeza—. No lo entiendo. No soy un buen agente. Soy
tonto.
En el servicio militar me hicieron tres veces la novatada esa de hacerte ir a ver al general porque el general ha preguntado por ti y caí
las tres veces.
Hasta los dieciséis años estuve convencido de que las manzanas verdes eran manzanas rojas que no habían madurado. Lo mismo con las uvas. —Pone una cara desconsolada—. Podría haber elegido usted a alguien brillante. ¿Por qué no me dejó en la gasolinera?

Lao sigue colocando piezas. Al cabo de un momento levanta la vista.

—Se equivoca usted respecto a mis necesidades —dice—. Usted es exactamente la clase de operativo que necesito. —Se encoge de hombros—. Jamás hubiera imaginado que establecería usted contacto con esa mujer, por ejemplo. Soy incapaz de prever las
motivaciones
de usted.

Muria se lo queda mirando.

—¿Me necesita porque
no soy
como usted? —pregunta por fin.

Pero Lao no contesta. Sea lo que sea que está teniendo lugar en su sistema informático de piezas de puzle, ya ha vuelto a captar toda su atención.

42. Talayot

Son las diez de la mañana cuando Teo Barbosa y R. T. salen de la casa para cumplir con las órdenes del camarada Cuervo: ir a buscar al camarada Ogro al risco del que no quiere bajar y traerlo de vuelta con el grupo. Los dos van en bañador y están igualmente bronceados. Tienen las pieles igualmente curtidas por la brisa marina y llevan barbas largas y el pelo hasta los hombros. Vistos de lejos, ya solamente los distingue la estatura. Como suele pasar con la gente muy alta, Teo Barbosa parece todavía más alto cuando no lleva ropa. Sus brazos y sus piernas interminables le confieren cierto aire de torpeza. De insecto zancudo que intenta imitar la forma de moverse de los seres humanos.

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