Al cabo de un momento, Sara Arta nota que no está sola en el balcón. Una mano en su brazo. El camarada Blanco está a su lado.
—¿Qué está pasando, camarada? —le pregunta ella.
—Uno de nuestros agentes robó hace una semana un dossier de un coche del CESID —le explica él.
—¿Uno de nuestros agentes? —Ella coge el cigarrillo de marihuana que Blanco le ofrece.
—Un agente doble —explica Blanco—. Espiaba para nosotros haciendo ver que espiaba para ellos. Eso es lo que me han dado a entender.
Nada es lo que parece. Nadie es quien dice ser. Sara Arta da una calada larga del cigarrillo de marihuana.
—El dossier contenía información interna que comprometía a un agente del fascismo infiltrado en nuestro partido —continúa Blanco—. Nosotros procedimos a apresar al espía. El CESID nos ofreció un canje de prisioneros, y ahí entraste tú.
Sara Arta vuelve a mirar la calle. Barcelona sigue sin despertarse. Nueve meses después del regreso de Tarradellas, nueve meses después de la bomba del Papus. Ocho meses después del impacto del Meteorito de Sallent, ocho meses después de los suicidios de la Baader-Meinhof. Ocho meses después de la acción del GSG-9 en Mogadiscio. Ocho meses después del primer álbum de los Sex Pistols. Siete meses después de que empezaran las peores lluvias que Barcelona ha sufrido desde que se tienen registros.
Otra vez dentro del piso, al cabo de quién sabe cuánto tiempo, Sara Arta está de rodillas delante del retrete, vomitando con el pelo pegado a la frente y la pintura de ojos corrida por la cara. El piso está lleno de humo de tabaco y marihuana. Por fin se apoya en el brazo de alguien para ponerse otra vez de pie y levanta dos dedos en dirección a quien sea que la está ayudando, en ese gesto universal de la gente que pide un cigarrillo. Da una calada larga y expulsa el humo lentamente. La sede del PCA en Barcelona parece haberse vaciado casi por completo.
—Creo que te tendrías que acostar ya, camarada —le dice el camarada Blanco.
Sara Arta fuma en silencio, sentada en el balcón, con el brazo colgando entre los barrotes.
—Has bebido mucho —continúa Blanco.
Ella suelta un soplido de burla.
—Yo bebo mucho, camarada —dice con voz ronca.
—Quédate a dormir aquí —dice Blanco—. ¿Tienes algún sitio adonde ir?
Ella niega con la cabeza.
—¿No tienes familia? ¿Alguna amiga que te pueda dejar un sofá?
—Tenía amigas —murmura ella—. Pero no sé dónde están.
—Quédate aquí —dice él—. Hay una cama.
De pronto Sara Arta le pone una mano en el pecho al camarada Blanco y busca su mirada. Su cara carente de rasgos memorables. Esa ausencia de rasgos memorables de cierta gente cuya ocupación nunca se comenta en voz alta. El camarada Blanco traga saliva.
—Camarada, no creo… —empieza a decir.
—Llévame a tomar una copa —dice ella.
—¿Cómo?
—Llevo cinco meses encerrada —dice Sara Arta—. Necesito salir y tomar una copa, camarada.
El camarada Blanco se la queda mirando fijamente. Ella le acaricia el pecho por encima de la camisa.
—Camarada Sara, las calles están llenas de ojos —dice él—. ¿Te crees que la policía no nos tiene vigilados?
Sara Arta sonríe. Media hora más tarde, los dos cruzan dando tumbos la Plaza Real. Ella lleva en la mano una botella que ha sobrado de su fiesta de bienvenida y se dedica a dar tragos del gollete. Con la cara y el torso de Patti Smith serigrafiados en la pechera de su camiseta sin brazos. Con una falda corta y unas botas altas. La imagen de su camiseta es la fotografía en que Patti Smith aparece mirando por encima del hombro y sosteniéndose un pecho desnudo en la portada del sencillo
Because the Night.
A su alrededor, Barcelona se agita irritada pero nunca termina de despertarse. Despojada de su conciencia y de su memoria. Jóvenes con la ropa rota y sujeta con imperdibles. Peinados de campo de concentración. Hombres que no son quienes dicen ser. Cinco meses después de que Pinochet gane el referéndum en Chile. Cuatro meses después de que Etiopía declare la guerra a Somalia. Tres meses después de que Al Fatah asesine a treinta y ocho civiles israelíes en un autobús, Barcelona sigue prisionera de esa torre y ese hechizo que se llaman España.
En medio de la plaza, el camarada Blanco se detiene y mira los pasos bamboleantes de Sara Arta.
—Creo que sé adónde me estás llevando —dice—. Me estás llevando a ese bar al que ibas siempre con el camarada Barbosa.
Ella da otro trago de la botella de vino.
—Sé que tú y el camarada Barbosa teníais una relación muy íntima —dice él—. Y antes de que te equivoques, en el partido nunca nos pareció mal. Podríamos haber intervenido pero no lo hicimos.
—Sois un encanto —dice ella en tono de sorna.
—Imagino que debió de ser un golpe para ti que lo mataran —dice Blanco.
—¿Lo mataron? —Ella frunce el ceño.
—Nadie encontró nunca su cuerpo —dice él.
Los dos se miran en medio de la plaza. De la plaza que sigue hechizada. En la ciudad que no despierta. Dos meses después de que agentes desconocidos asesinen a Henri Curiel en París. Un mes después de que se encuentre a Aldo Moro ejecutado en el maletero de un coche en Roma.
—Razón de más para seguir bebiendo —se limita a decir ella.
La noche está atestada de los espectros de la Nueva España. Gente que flota, gente que solamente es visible con el rabillo del ojo. Cuando Sara Arta y el camarada Blanco se meten por la calle Euras, ninguno de los dos se fija en la figura delgada que se detiene un momento para encenderse un cigarrillo mientras ellos se están besando en medio de la calle. Con los brazos de ella entrelazados alrededor del cuello de él y las manos de él agarrando el trasero de ella. Muria se enciende el cigarrillo, suelta una bocanada de humo y sigue su camino. Con su traje de corte estrecho y sus botines de cuero. Con el mismo peinado que llevaría Carl Perkins si una mañana se hubiera tenido que peinar con resaca y sin espejo.
Durante la semana que dura la búsqueda de los submarinistas desaparecidos, Barbosa y sus camaradas permanecen escondidos en el laberinto de cuevas de la costa norte del Islote de Arañas. Cuando la patrulla de Vigilancia Marítima desembarca en la punta este del islote, al día siguiente de la desaparición, solamente encuentran a un grupo de alemanes risueños, algo bebidos para ser mediodía, que les cuentan que el dueño de la isla no está; que es una importante figura de los negocios de la Alemania Federal y que ahora mismo está de viaje en su país. Les invitan a hacer llamadas de comprobación. A ponerse en contacto con el cónsul. Los dos únicos alemanes que hablan español, una pareja de aspecto bohemio, les cuentan que ellos son los administradores de la isla: los que viven allí todo el año y cuidan del lugar mientras el dueño está fuera.
Los agentes de la Vigilancia Marítima navegan todo el perímetro del Islote en busca de señales de un naufragio. Se adentran en la isla acompañados de los administradores. Visitan la casa del dueño, situada en la otra punta de la isla, una casa preciosa de estilo rural balear que según los administradores solamente está ocupada durante los meses de invierno. Los agentes de Vigilancia Marítima bromean con los alemanes. Se ofrecen para cuidar ellos la casa durante el resto del año. Por fin todos regresan al embarcadero. Los agentes de Vigilancia Marítima se disculpan por las molestias. Los alemanes les aseguran que no ha sido ninguna molestia, todo lo contrario. Que en la isla también se aburre uno, por muy bonita que sea, y que al final uno agradece cualquier visita, aunque las circunstancias no sean precisamente felices. Los alemanes salen al embarcadero a despedirse de la patrullera, agitando los brazos.
La Caza de la Tintorera tiene lugar el tercer día que los hombres y mujeres de la TOD pasan en las cuevas. No está claro en qué medida los acontecimientos que tendrán lugar más adelante en el Islote de Arañas serán consecuencia directa de la Caza de la Tintorera de principios de junio, pero ciertos elementos posteriores de la historia parecen sugerir un rastro de migas de pan narrativas que traen de vuelta a la Caza de la Tintorera. Un restablecimiento parcial de los mecanismos de la causalidad.
Mientras el camarada Cuervo y R. T. se llevan el velero de los submarinistas para hundirlo frente a la costa peninsular, Piel de Oso encabeza una prospección de las cuevas. Debe de haber una veintena de cuevas con capacidad para albergar el campamento, pero las más bajas quedan descartadas por el peligro de inundación en caso de mala mar. Por fin eligen una cueva alta, con la entrada cubierta de guano de gaviotas y escondida entre dos peñas. Instalan el camping gas para cocinar y despliegan los sacos de dormir. Reparten las armas y designan dos cuevas más pequeñas en la parte superior del risco para usarlas como puestos de vigilancia.
La primera noche transcurre en un ambiente de buen humor, jugando a las cartas a la luz del hornillo. Las cuevas son frescas y en ellas se duerme mejor que en la casa. El camarada Cuervo ha prohibido la música. Ha establecido turnos de guardia. La situación en el Islote de Arañas ha quedado gravemente comprometida.
La Caza de la Tintorera no tiene lugar en la caverna dormitorio sino más abajo, en una gruta inundada con una plataforma de roca lisa en el centro, adonde los hombres y mujeres de la TOD han empezado a bajar para pescar. La mañana en que aparece la tintorera, Barbosa baja trepando por las rocas hacia la gruta inundada, con su carrete y el sedal en una mochila a la espalda. La brisa no es fuerte pero sí lo bastante como para jugarle una mala pasada si no tiene cuidado al bajar por el lado de barlovento del acantilado. Para llegar a la gruta hay que bajar hasta quedarse a unos tres metros de la superficie del mar y entonces saltar al agua evitando los escollos. Desde allí hay que nadar hasta la boca de la gruta, venciendo la resistencia de la corriente.
Esta mañana el camarada Ogro está pescando en la plataforma del centro de la gruta. Barbosa llega nadando a la plataforma y estira un brazo para que el otro lo ayude a subir. A continuación escruta el resto de la gruta. Piel de Oso, R. T. y la Dama Raposa están en la zona seca de la gruta, donde la manga de mar termina en una playa pedregosa. Con las caras pintadas. Ya hace días que todos han empezado a pintarse las caras con tizones a todas horas, medio en broma y medio para resultar menos visibles entre los árboles de la isla. Barbosa los mira para asegurarse de que no lo pueden oír. El camarada Ogro tiene un cubo de plástico grande con un pulpo de unos siete u ocho kilos de peso todavía moviéndose dentro y una bolsa de deporte con diversos aparejos de pesca al lado. Es la primera ocasión en que están los dos a solas en la isla.
—¿Cómo has llegado aquí? —le dice Barbosa, aparentando naturalidad para no llamar la atención de la gente del otro lado de la cueva.
El camarada Ogro se lo queda mirando, sin entender.
—No robaste ningún documento, ¿verdad? —dice Barbosa—. Los documentos te los dieron ellos. Así es como has conseguido llegar hasta aquí.
El camarada Ogro se agacha para trabajar en sus aparejos.
—No te entrenas con los demás —continúa Barbosa—. No eres uno más de la tropa. No has llegado aquí igual que los demás. Simplemente te están escondiendo. Y sé que no robaste los documentos de la operación, porque si lo hubieras hecho yo estaría durmiendo con los peces, ya me entiendes.
—No robé los documentos —admite el camarada Ogro al cabo de un momento.
Barbosa sonríe.
—Te acuerdas de mí, ¿verdad? —dice, cogiendo al camarada Ogro del brazo—. Tienes que acordarte. Hicimos la instrucción juntos en Colonia. Solamente hace un par de años. Barbosa, Albaiturralde y Dorcas. Yo soy Barbosa.
El camarada Ogro se lo queda mirando.
—Me acuerdo de ti —dice por fin.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —dice Barbosa—. Estoy un poco atrapado en esta roca. Aunque imagino que ahora tú también.
—Tengo una misión, camarada —dice el camarada Ogro.
—Por supuesto. ¿Hay coordenadas operativas nuevas?
El camarada Ogro sigue trabajando en sus aparejos. De su bolsa de deporte saca algo que parece un arpón de fabricación casera.
—¿Ellos saben que estoy aquí? —pregunta Barbosa.
El camarada Ogro lo mira.
—Nadie me dijo que estuvieras aquí, no —contesta.
—¿Pero conocen este sitio? —murmura Barbosa.
El camarada Ogro niega con la cabeza. A continuación se incorpora y mira a Barbosa a los ojos.
—Estás a tiempo de salvarte, camarada —le dice.
Barbosa todavía está asimilando esta última frase cuando se oyen gritos procedentes del otro lado de la gruta. Piel de Oso y el Rey Rana están señalando algo que se desliza por el agua de la gruta.
—¡Tiburón! ¡Tiburón! —gritan entre risas.
Barbosa y el camarada Ogro miran la aleta que se desliza por la superficie. Las piezas de esta historia sufren un desplazamiento tectónico. Un chirrido de bloques de piedra reacomodándose en el interior de una pirámide. Un rastro retroactivo aparece desde el final de la historia hasta esta gruta inundada en las entrañas del islote. El camino de las baldosas amarillas. Las migas de pan de un cuento de hadas. Piel de Oso y los demás se ponen a tirarle piedras al tiburón. Riendo. En la plataforma, el camarada Ogro monta las piezas de su arpón y le engancha la soga. El mango parece ser un palo de escoba tallado para enroscarse dentro de un trozo de tubería de plomo, en cuya punta hay soldado un garfio de vela en forma de punta de flecha. Piel de Oso y los demás lo aplauden y lo silban. Impávido, el camarada Ogro levanta el arpón por encima de la cabeza y lo lanza con todas sus fuerzas. El tiburón se hunde, pero cuando el camarada Ogro tira de la soga, el arpón regresa a su mano.
—¡Oooh! —exclaman los demás, con muecas de tristeza burlona.
—¿Qué coño es eso? —grita Barbosa.
—Una tintorera —explica R. T.—. Un tiburón del Mediterráneo. Son bastante asustadizos hasta que uno los cabrea lo bastante. Entonces te recomiendo que no te caigas al agua, camarada.
El camarada Ogro se pone a dar vueltas a la plataforma con el arpón nuevamente en alto, esperando a que la aleta vuelva a surgir. En cuando la bestia reaparece del lado de la playa, la vuelve a intentar arponear. La aleta se hunde y el arpón regresa a la mano de su dueño cuando éste tira de la soga, pero esta vez suben burbujas rojas a la superficie.