—Están de celebración, camarada —explica Barbosa—. Celebrando el triunfo de nuestros camaradas italianos contra el revisionismo y el fascismo. ¿Quieres un poco de esto? —Saca la botella de vino que tienen medio enterrada en los guijarros.
El camarada Ogro da un trago de la botella que el otro le ofrece. En el equipo de música, Debbie Harry canta con pereza infinita.
—Bienvenido al otro lado —dice Barbosa—. Seguro que no te lo imaginabas así. A mí me gusta mucho más que el lado donde vivía antes.
El camarada Ogro mira a su alrededor.
—Es un lugar hermoso —dice—. Le eleva a uno el alma.
—Quédate unas semanas y verás cómo te eleva otras cosas —dice Barbosa.
R. T. suelta un soplido de burla. La Madre Nieve sigue acostada sin moverse. Su postura parece una réplica nocturna de esa postura estática de la gente que está tomando el sol en la playa. Cargando el cuerpo y la melena y los ojos de energía lunar.
—Al camarada Juan le gusta más la vida de campesino balear que la lucha contra el enemigo de clase —dice R. T.—. Me temo que lo hemos perdido para la Revolución.
Debbie Harry ya no está cantando. Barbosa da un trago de la botella y se la pasa a R. T.
—Solamente en la guerra puede el hombre aspirar a una vida plena —dice el camarada Ogro.
Barbosa y R. T. se lo quedan mirando. Hasta la Madre Nieve parece moverse un poco. El camarada Ogro sigue hablando:
—Lo que el revisionismo no ha entendido es que el pacifismo genera podredumbre. Todas las civilizaciones menos la nuestra han entendido que la destrucción es necesaria para que continúe el ciclo de la vida. A las Furias en Grecia se las llamaba «Euménides».
—«Las que hacen el bien» —traduce Barbosa.
—En la Trinidad Hindú, a Brahmá y Visnú los acompaña Shiva. Las escrituras de los shivaístas dicen que con la mirada ardiente de su tercer ojo quema el universo y se unta sus cenizas mortuorias por todo el cuerpo. Por eso los adoradores de Shiva se cubren de cenizas. Shiva es un epíteto de Rudra, el cazador, que es otra manera de llamar a Sirio.
—Sirio, ¿eh? —dice Barbosa.
—Shiva también es el
Natarásh
—continúa el camarada Ogro—, el rey del baile del universo, donde todas las leyes naturales se complementan entre ellas y crean el equilibrio. Si se detiene el baile de Shiva, ese equilibrio se detiene.
—Alguien tiene que avisar a Carrillo de que no está dejando bailar a Shiva —dice Barbosa—. Es posible que no se haya dado cuenta.
R. T. suelta otro soplido de burla.
—Yo pensaba que el alcohol estaba prohibido en esta casa —dice el camarada Ogro.
Barbosa se encoge de hombros.
—Está prohibido —dice—. Este vino nos lo pasan de estrangis los alemanes que viven en el otro lado de la isla. Las cosas últimamente se han relajado un poco. —Eructa—. No descarto que las Euménides nos pillen pronto.
El camarada Ogro se pone de pie. Se sacude los pantalones.
—Hace una noche magnífica —dice—. Me voy a pasear.
—Buena suerte, camarada —dice Barbosa, despidiéndose con la mano.
Barbosa y R. T. esperan a que el camarada Ogro se haya alejado un poco para intercambiar una mirada divertida. Barbosa suelta un silbido. En el aparato de música, Richard Hell está cantando
Betrayal Takes Two.
La Madre Nieve sigue acostada en la playa, cargándose de energía lunar. El calor de mediados de mayo no ha conseguido que se quite la túnica blanca. Tampoco parece que la haga sudar ni la incomode de ninguna de las maneras habituales en que el calor incomoda a la gente durante los meses de canícula. Igual que en el piso franco, la Madre Nieve parece capaz de reducir al mínimo sus constantes vitales. Una criatura invernal. Un animal capaz de saltar desde su letargo y dar un zarpazo para después volver a la misma inmovilidad y al mismo desinterés aparente por todo. Sin que el hecho de estar acostada con los ojos cerrados le dé ninguna apariencia de indefensión ni reduzca su capacidad natural de amenaza.
Al cabo de un minuto, vuelve a oírse el ruido de la cortina de cuentas y Barbosa estira el cuello para mirar hacia la terraza. Blancanieve y Rojaflor bajan las escaleras, con los cuerpos envueltos en toallas. Barbosa da un codazo a R. T., que se incorpora sobre los codos. Cuando las voces de las dos chicas llegan al pie de la escalera, la Madre Nieve abre los ojos.
—Buenas noches, camaradas —les dice Barbosa en tono divertido a las chicas cuando éstas pasan correteando a su lado, dejan caer las toallas en el borde del agua y se zambullen en la laguna, desnudas.
La Madre Nieve se incorpora hasta sentarse y coge un cigarrillo del paquete que tiene a su lado. Lo enciende y se queda mirando a las dos chicas mientras expulsa una bocanada de humo. Con el ojo ciego clavado en sus torsos desnudos. La forma en que la Madre Nieve refulge bajo la luna da la impresión de que es solamente bajo el astro nocturno donde cobra plena realidad. Como esas inscripciones de ciertos templos megalíticos que solamente son visibles durante un solsticio.
—Ven aquí, camarada —murmura por fin.
Barbosa se acerca a ella gateando por los guijarros y ella le agarra del pelo largo con el puño. Le besa los labios y le muerde los labios. Le besa toda la cara y antes de que él pueda hacer nada, ella ya lo ha empujado con fuerza hacia atrás y se está sentando a horcajadas encima de él. El pelo pajizo de la Madre Nieve refulge. Su ojo ciego resplandece. La luz de la luna sobre la Madre Nieve carece de connotaciones simbólicas precisamente porque la Naturaleza es lo contrario de los símbolos. Los símbolos solamente existen en ausencia de la Naturaleza. La Madre Nieve se saca el vestido blanco por la cabeza y su cuerpo entero refulge. Sus miembros raquíticos. Las caderas huesudas que ahora baten contra las caderas huesudas de Barbosa. Los meteoritos no pueden ser símbolos de las cosas que llegan de otro mundo precisamente porque
son
cosas que llegan de otro mundo. Su misma realidad los descalifica como elementos significativos. El significado solamente se da en ausencia de lo real. Mientras monta el pene de Barbosa, la Madre Nieve muerde la boca del camarada R. T. Le araña el pecho y le besa la cara. Pronto los tres copulan en un enredo refulgente de brazos y piernas. Los brazos y las piernas de las dos chicas desnudas chapotean en la laguna. Por el risco se elevan y rebotan esas risas femeninas felices y carentes de significado que siempre se oyen cuando hay chicas jóvenes bañándose desnudas bajo la luna. En el aparato de música suena
Te Modern Dance,
de Pere Ubu. El sexo carece de significado. El islote carece de significado. No simboliza ningún reducto de nada, porque
es
un reducto.
Sin apartar la vista de la carretera a oscuras, Melitón Muria gira el dial de la radio del coche oficial del CESID hasta sintonizar un parte meteorológico. La voz del locutor anuncia que las temperaturas en el área metropolitana de Barcelona han vuelto a alcanzar otro máximo histórico. Que la temperatura de este 15 de mayo corresponde a niveles que nunca se habían dado antes de julio. Incluso en esta carretera, de noche y a quinientos metros de altura al pie de las montañas del norte de Olesa de Montserrat, hace tanto calor que Muria se ha tenido que aflojar la corbata y remangarse la camisa. El sudor le adhiere mechones del tupé maltrecho a la frente. Hace cinco meses que no llueve. La última vez que Muria recuerda haber visto lluvia fue durante los diluvios del invierno pasado. El locutor del parte meteorológico pasa la palabra a un especialista para que hable de los posibles indicios de alguna clase de alteración cataclísmica del equilibrio climático. Muria frena cuando ve que el coche oficial del CESID que va por delante de él enciende las luces de freno traseras. El locutor del programa meteorológico le pregunta al especialista si el cambio climático de los últimos meses podría estar relacionado con el meteorito de Sallent. Muria apaga la radio.
El coche de delante da un golpe de volante para detenerse en la cuneta. Muria mira por el retrovisor a los ocupantes del asiento trasero.
—Parece que es aquí —dice.
Muria aparca en la cuneta y espera a que los ocupantes del coche de delante salgan. Dos agentes altos y fornidos, prestados por la Unidad Antiterrorista del centro. Uno de ellos se acerca a su ventanilla y agacha la cabeza para dirigirse a Muria:
—Estamos a doscientos metros del puente —dice el agente—. Solicitamos instrucciones.
Muria se gira hacia el asiento trasero. En el asiento trasero, Arístides Lao se gira para mirar a Sara Arta. Ojos como pantallas en blanco. No hay farolas ni ninguna vivienda cercana que pongan un poco de luz en la carretera a oscuras. Sara Arta lleva las muñecas esposadas y una camiseta negra y sin mangas, con la cara y el torso de Patti Smith serigrafiados en el pecho. El calor hace que le caiga algún que otro churretón de pintura de ojos.
—Estamos a doscientos metros del punto de intercambio —le dice Lao a Sara Arta—. Ahora escúcheme bien. Después de que se lleve a cabo el intercambio, desplegaremos un dispositivo por todo este lado de la montaña para intentar detenerlos a usted y a sus camaradas del partido.
Sara Arta se gira para mirar a Lao.
—¿Qué sentido tiene eso? —Frunce el ceño—. Me estáis soltando para que me reúna con mi partido.
—Y eso es exactamente lo que tiene que hacer usted —dice Lao.
—Tienes que reunirte con tus colegas —dice Muria desde el asiento de delante—. Pero nosotros tenemos que fingir que intentamos deteneros a todos. Para que no sospechen del intercambio. Si sospechan algo, estás lista.
—Eso sí que sería una desgracia para vosotros —dice ella, con una risilla pedregosa.
—Ellos estarán esperando que les tendamos una trampa —explica Lao—. Es esencial que no se den cuenta de que sabemos que están esperando una trampa. Tenemos que fingir que no estamos intentando que no se den cuenta. Y sobre todo, es esencial que no se den cuenta de que
no
les estamos tendiendo una trampa.
Sara Arta pone los ojos en blanco.
—¿Puedo largarme ya? —dice.
Arístides Lao se saca del bolsillo la llave de las esposas.
—Recuerde, señorita Arta —dice, introduciendo la llave en la cerradura—. A partir de ahora está sola. Averigüe el paradero del agente Barbosa y llámenos sin demora. En cuanto recibamos la llamada, la sacamos de ahí.
Sara Arta abre y cierra las manos para reactivarse la circulación.
—Disfrute usted de la libertad —le dice Lao, sin ninguna inflexión irónica ni tampoco cordial. Sin ninguna clase de inflexión.
Sara Arta le escupe en la cara. El salivazo se queda un momento reluciendo en la frente de Lao, antes de empezar a resbalarle en dirección a la ceja. Muria sale del coche y se dirige a los dos agentes de la unidad antiterrorista.
—Acompañen a la prisionera hasta el principio del puente —les instruye—. A partir de ahí déjenla que siga sola. Permanezcan a cubierto.
A continuación se gira para hacer una señal en dirección a la hilera de coches oficiales y coches patrulla que hay aparcados en la cuneta detrás de ellos.
—Teniente —le dice a un oficial que se acerca caminando por la carretera—. Coloque a los comandos uno y dos en posición.
El teniente asiente con la cabeza y se pone a organizar a sus hombres. Al cabo de un momento, los dos agentes antiterroristas echan a andar por la carretera, con Sara Arta en el medio. La luz de la luna no muestra más que los contornos de las copas de los árboles. Las linternas de los agentes no muestran más que tres o cuatro metros de carretera flanqueada de árboles. El puente todavía no es visible. Uno de los agentes se lleva su walkie-talkie a los labios.
—Cien metros para el punto de encuentro —dice—. Todo tranquilo. Cambio.
—Recibido. Cambio —le contesta su walkie-talkie.
Al cabo de un momento llega a sus oídos el rumor de las aguas del río. El Llobregat, todavía un torrente espumoso a estas alturas, escuálido por la falta de lluvias. Todavía sin peces pese a los intentos de repoblarlo después de la catástrofe del meteorito. El puente es una estructura de vigas de hormigón de unos treinta metros; al otro lado, los encinares ascienden suavemente hacia el norte por la ladera de la montaña. El agente se vuelve a llevar el walkie-talkie a los labios.
—Estamos en el punto de encuentro. Todo tranquilo. Procedemos a liberar a la prisionera. Cambio.
—Procedan. Cambio —contesta el aparato.
Sara Arta se aleja caminando por el puente. Al cabo de unos segundos desaparece en la oscuridad. De pie junto a su coche oficial, Muria contempla cómo los dos agentes salen de las sombras. No sabría explicar muy bien qué es lo que le resulta inquietante de la forma en que la noche se acaba de tragar a Sara Arta: algo relacionado con la forma en que son traspasadas ciertas membranas internas de este relato. Ciertas membranas estructurales de esa realidad que es la Nueva España. No la frontera entre la ley y la ilegalidad, ni entre los dos supuestos bandos que deberían representarlas. Nada de eso. Se trata más bien de la membrana que separa la causa del efecto. Algo crucial se ha estropeado en los mecanismos de la causalidad. Igual que la muerte de la verdad ha cancelado la mentira. Una Nueva España retroactiva. Donde las cosas desaparecen sin más. O mejor dicho, desaparecen y por el hecho mismo de desaparecer, no han existido nunca.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —le pregunta el mismo teniente de la Guardia Civil de antes.
—Esperemos un momento más —dice Muria.
Pasan tres, cuatro minutos. El nerviosismo en el lado oeste del puente se hace evidente. Una treintena de efectivos del flamante Grupo Especial de Operaciones de Suárez y Martín Villa espera junto a sus furgones blindados, con sus chalecos antibalas y sus cascos protectores y sus subfusiles de asalto. Los conductores de la ambulancia fuman frente a su vehículo. Hay guardias civiles desde aquí hasta el punto de control donde la carretera está cortada, dos kilómetros al sur. Todos esperando. Todos mirando el coche de Lao y Muria. Por fin, cuando la tensión ya parece insoportable, un resplandor blanco se refleja en todas las caras. Una bengala que sube con un ligero silbido por encima de los encinares y empieza a caer lentamente. Los agentes del CESID se miran. Los guardias civiles se miran. Y al cabo de unos segundos suena el radioteléfono del coche de Lao. Rompiendo la composición estática de la carretera.