Lao cierra el dossier.
—Entiendo —dice por fin—. ¿Y tengo alguna alternativa?
Oms mira cómo la uña de Lao frota nerviosamente las imperfecciones del tablero de su mesa. Uno de los pocos gestos que traicionan que Lao tiene un inconsciente perdido en algún rincón.
—Es usted un hombre inteligente —contesta por fin—. Sí que hay una alternativa, ahora que lo menciona. Verá. —Hace una pausa para sacar un pañuelo y secarse la frente—. La visión del problema terrorista que tiene el ministro de Defensa ha cambiado en los últimos meses. Necesitamos un cambio de orientación. Nos han pedido una nueva unidad especial para combatir a la Tropa de Oposición Directa.
Lao sigue rascando con la uña.
—Así que abrí un cajón y empecé a leer viejos expedientes —dice Oms—. Entre ellos éste. —Saca otro dossier de un maletín que tiene al lado y lo tira sobre la mesa—. Su «Operación Meteorito». El resultado de los tres meses que pasó usted al frente de la Unidad de Apoyo Especial. Supongo que debería haberlo leído antes. Es extremadamente interesante. Me ha permitido entender muchas cosas de usted. Su afición por los puzles, por ejemplo. Y por supuesto, he leído con sumo interés lo del
arma
que estaba usted planeando utilizar.
Lao sigue rascando con la uña.
—Tenemos una ventana de cinco meses —continúa Oms—. Cinco meses de recursos ilimitados. Escuchas, infiltrados, tropas de asalto, helicópteros, lo que a usted le dé la gana. Y lo que es más importante, tenemos su
arma secreta,
agente Sirio. —Oms señala el dossier de la Operación Meteorito—. La que no tuvo usted oportunidad de usar.
—¿Podemos usar mi arma secreta? —pregunta Lao.
—Podemos usar hasta tanques, si queremos.
—¿Y qué pasa cuando se cierra la ventana de cinco meses?
—Si no conseguimos nuestro objetivo, yo pierdo la cabeza, claro. —Oms hace el gesto de guillotinarse a sí mismo con el canto de la mano.
—¿Y cuál es nuestro objetivo?
—Pensaba que lo había dejado claro. —Oms sonríe—. Tenemos cinco meses para destruir a la TOD.
Teo Barbosa corona el punto más alto del Islote de Arañas en el preciso momento en que el sol se despega del horizonte. Todavía era oscuro cuando ha salido para emprender un tramo más de su exploración de la isla. Saliendo de la casa y caminando por el brazo sur del risco, saltando de roca en roca bajo los primeros rayos del sol, descendiendo más y más en dirección este, y alcanzando las tierras bajas a tiempo de ver el amanecer sobre el Estrecho de los Ahorcados. Poco después ha divisado la Punta Este, con el velero amarrado en el embarcadero, el cobertizo para embarcaciones y la Casa del Viento. En los tres días que lleva aquí, Barbosa ya ha comprendido cómo la geografía del islote crea una separación natural entre su mitad visible y su mitad oculta. Obviamente, la Punta Este es la destinación de las barcas que van y vienen de los puertos de San Francisco e Ibiza capital, mientras que la ruta trasera que tomó la Paltré para dejarlos en la isla, dando la vuelta a la Punta Oeste, es la entrada a la parte naturalmente fortificada de la isla. Una embarcación que llegara a la Punta Este atracaría en su embarcadero de pasarelas y podría adentrarse un kilómetro más allá de la Casa del Viento sin llegar a sospechar jamás la existencia de la laguna oculta y de la casa suspendida sobre su orilla.
El sol ya empieza a elevarse cuando Barbosa gira hacia el norte por la parte central donde la isla se estrecha hasta formar un istmo de poco más de doscientos metros y se pone a trepar por las rocas en dirección al brazo norte del risco. Desde ese lado se divisa a simple vista todo lo que pasa en la Casa del Viento, una casita un poco más pequeña que Can Arañas, obviamente llamada así por estar a barlovento de los riscos. Subido a la roca y con la mano a modo de visera, Barbosa ve cómo el hombre de la pareja alemana, Oskar, sale desnudo de la casa y se sienta en una de las tumbonas de la terraza.
La costa norte del islote, con sus abruptos acantilados, es la parte menos frecuentada por sus habitantes. Barbosa corona el risco y contempla la altiplanicie que alberga el complejo megalítico. Las agujas de los pinos resecos emiten un susurro mortecino. Los grillos cantan. La altiplanicie no puede tener más de cien metros de este a oeste y tal vez cuarenta hasta el borde del acantilado, y el complejo megalítico no es lo bastante grande como para ser un asentamiento. Con toda seguridad era un centro ceremonial. El talayot domina el conjunto: una torreta de unos diez metros de diámetro, en forma de tronco de cono y parcialmente derrumbada. A la derecha, en el lado este del complejo, el suelo se hunde dejando ver los restos de una galería subterránea. En el lado oeste hay varias losas semienterradas que podrían haber sido dólmenes o taulas. Barbosa sabe por sus nuevos compañeros que además del yacimiento megalítico de la cima, la costa norte cuenta con todo un sistema de cuevas que recorren los acantilados y los comunican entre ellos, formando escondrijos naturales donde probablemente no los encontrarían ni aunque el ejército mismo invadiera la isla. Barbosa mira el sol, que ya asoma por encima de los peñascos. La hora del desayuno se acerca.
Barbosa llega a Can Arañas justo cuando se está sirviendo el desayuno en la terraza. Pan recién horneado y huevos del corral de la casa. Tomates del huerto para el pan. Café. Queso traído de Ibiza. Además de Barbosa están sentados a la mesa el camarada Cuervo, la Madre Nieve, R. T., Piel de Oso, la Dama Raposa y el gordo del refugio de montaña, cuyo desafortunado nombre en clave es Rey Rana. La mayoría van en bañador o bikini, salvo la Madre Nieve, que lleva una túnica blanca de algodón, y el camarada Cuervo, que lleva su eterno sombrero de ala ancha y un chaleco de cuero sobre el torso desnudo. Las encargadas de servir el desayuno esta mañana son dos chicas muy jóvenes: Blancanieve y la mujer del pelo castaño, nuevamente desnuda, cuyo nombre en clave es Rojaflor. Barbosa devora su desayuno con apetito, rebañando el plato.
—Has estado explorando esta mañana, ¿verdad, camarada Juan? —le pregunta el camarada Cuervo.
—He estado por el Norte —dice Barbosa.
El camarada Cuervo asiente con la cabeza, con su taza de café en la mano.
—La costa Norte es un lugar muy inspirador —dice, dirigiéndose a todos—. Es fascinante pensar que hace cuatro o cinco mil años hubo gente en este islote, pescadores o hasta soldados como nosotros. No sabemos si vivían aquí, pero sí que subieron ahí arriba para enterrar a sus muertos. Sentirse así de conectado con la Historia lo llena a uno de vigor.
Barbosa no hace el gesto de apartarse cuando Rojaflor se le pega al costado para servirle otro huevo y otra rebanada de pan en el plato, rozándole el hombro con los pechos desnudos y el costado con el pubis. Barbosa reprime una sonrisa y levanta la vista para darle las gracias.
—Ahora que el camarada Juan el Listo y la camarada Madre Nieve están recuperados, es hora de que se integren en nuestros grupos de trabajo —dice el camarada Cuervo, dando un sorbo a su café.
Barbosa hace una mueca teatral de espanto.
—
¿Trabajo?
El camarada Cuervo vuelve a poner esa sonrisa benévola suya.
—Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo va a pasar en esta isla —explica—. Nunca sabemos cuándo nos va a llegar la orden de actuar. Algunos ya hemos pasado dos o tres veces por aquí. Lo que sí sabemos es que mientras estamos aquí hemos de ser útiles al movimiento revolucionario y también a los camaradas de nuestra organización.
—¿Cómo podemos ser útiles desde aquí? —Barbosa enarca las cejas.
—Para empezar, desarrollando el modelo comunal —dice el camarada Cuervo—. Poniendo el socialismo en práctica estamos desempeñando un experimento útil.
A Barbosa se le ve el alivio en la cara.
—Pero
además
—sigue diciendo el camarada Cuervo— tenemos nuestros grupos de trabajo. Elaboramos documentos de trabajo para la organización. Tenemos grupos de análisis de la situación política y social. Y estamos redactando un manual para la militancia de la organización.
—Tenemos una imprenta —dice el Rey Rana.
—La hemos fabricado nosotros —dice la Dama Raposa—. Usando piezas de una imprenta antigua.
—Sin olvidar las rutinas de trabajo físico y trabajo con armas —dice el camarada Cuervo—. No solamente nuestras mentes tienen que estar listas para entrar en acción en cualquier momento.
Rojaflor se inclina sobre Barbosa para recogerle el plato. Esta vez sus pechos morenos prácticamente le rozan la mejilla barbuda. Barbosa levanta la vista y su mirada se encuentra con la de la Madre Nieve, una fracción de segundo demasiado tarde. Todo pasa demasiado deprisa para que nadie pueda hacer nada. La Madre Nieve agarra el cuchillo que hay en la tabla del queso, se levanta de golpe y da una estocada vertiginosa por encima de la mesa, trazando un arco con la hoja afilada. Rojaflor da un paso atrás, con cara de espanto, y se lleva las manos al pecho desnudo. Al cabo de un segundo la sangre le empieza a manar entre los dedos. El cuchillo le ha hecho un corte limpio por encima de los senos, desde el hombro izquierdo hasta el pezón derecho. Desconcertada, la joven se tambalea. La sangre le empieza a caer por el vientre.
Barbosa se ha puesto de pie de un salto, igual que todos los demás. Demasiado asombrado para hacer nada más que mirar cómo Piel de Oso y el camarada Cuervo se abalanzan encima de la Madre Nieve, la desarman y la inmovilizan en el suelo.
—Hostia puta —murmura.
La Dama Raposa le aprieta una servilleta contra la herida a Rojaflor para contener la hemorragia y trata de llevarla hasta la silla más cercana, pero a la joven le fallan las piernas. Se le ponen los ojos en blanco y pierde el conocimiento.
—No pasa nada —dice la Dama Raposa cuando Barbosa se acerca para ayudarla—. Estudié enfermería. Yo me encargo.
Barbosa mira cómo Piel de Oso y el Rey Rana se llevan a la Madre Nieve por las escaleras de piedra. Tarda un momento en darse cuenta de que el camarada Cuervo les está diciendo algo, con la cara roja de furia:
—Aquí no toleramos esas actitudes —les grita—. La Madre Nieve será castigada de forma ejemplar.
Barbosa ayuda a fregar la sangre del suelo de la terraza y a recoger los platos y la comida que se ha volcado por el suelo. En la cocina, se queda a solas con Blancanieve, una joven gordita que no puede tener más de veinte años.
—Ya tuvieron sus rifirrafes, Rojaflor y la Madre Nieve —explica la chica—. El año pasado llegaron a las manos un par de veces.
—¿Qué le va a pasar a la Madre Nieve? —dice Barbosa.
—Hay una celda de castigo un poco más allá. Detrás de la laguna.
—¿Tenéis una
celda de castigo?
Blancanieve se gira para mirarlo y adopta un aire solemne.
—Rojaflor tiene todo el derecho a ir desnuda —dice—. Es dueña de su cuerpo. Esto es una comuna feminista.
—¿Quién ha dicho lo contrario?
—Si tú y la Madre Nieve estáis
juntos
—sigue la chica—, no tenemos ningún problema en hacer la vista gorda. No seréis los primeros. Pero en esta comuna se desaprueban las relaciones de propiedad. Nadie es dueño de nadie.
Como es de esperar, el resto de la jornada transcurre bajo la sombra del incidente del desayuno. Barbosa hace sus tareas mecánicamente. Nadie habla con nadie. Por la tarde, se sienta en uno de los grupos de trabajo y escucha distraídamente cómo los demás hablan del suicidio de la izquierda orgánica. De ocupar el vacío que quedará tras su colapso. De aglutinar al socialismo obrero. Al socialismo rural. Después de la cena, cuando la mayoría de camaradas se ha retirado a sus habitaciones, Barbosa baja la escalera de piedra y da la vuelta a la laguna. Tarda unos minutos en encontrar la celda de castigo, una caseta con tres paredes de listones y una puerta hecha de barrotes de madera. La Madre Nieve está sentada en el suelo de tierra de la celda, iluminada por la luz de la luna. Barbosa se sienta al otro lado de los barrotes. Saca un paquete de cigarrillos, le enciende uno y se lo da. La Madre Nieve da una calada.
—No te está permitido venir a verme —le dice por fin, expulsando el humo.
Barbosa se encoge de hombros.
—¿Qué me pueden hacer? ¿Encerrarme contigo? Solamente tienen una celda, que yo sepa.
La Madre Nieve sonríe. Hay algo casi temible en la forma en que la luna le arranca un resplandor plateado a su pelo pajizo, a la túnica blanca y al ojo ciego. La Madre Nieve refulge bajo la luna. Como si solamente bajo el astro nocturno cobrara plena realidad, o bien se cargara de energía. La sensación de que lo está mirando con el ojo ciego resulta abrumadora.
—Ni se te ocurra imaginarte que lo de esta mañana lo he hecho por ti —dice ella, con una mueca despectiva—. Esa zorra lleva meses pidiéndolo a gritos. La próxima vez le rajo la garganta.
Barbosa da una calada a su cigarrillo.
—Eres una chica extraña —dice, expulsando el humo—. Se cuentan muchas historias sobre ti. Algo que te pasó con tu padre.
Ella se termina su cigarrillo y lo aplasta. Después saca un brazo por entre los barrotes y le mete la mano a Barbosa dentro del bañador. Le manipula el pene hasta causarle una erección y lo masturba durante un minuto. Después le agarra los testículos y se los aprieta con todas sus fuerzas, clavándole las uñas en la base del escroto. Barbosa ahoga un grito. Ella le agarra la nuca con la otra mano y le acerca la cara a la suya para besarlo a través de los barrotes. A continuación termina de masturbarlo, saca la mano pringada del bañador y se la lleva a la boca para lamerse el semen. Cuando termina, se acuesta en el suelo de tierra. Cierra los ojos y parece quedarse instantáneamente dormida. Su expresión relajada sugiere que ha sido ella quien acaba de tener un orgasmo.
—Le voy a rajar la garganta a esa zorra —dice, en un murmullo suave—. Y como te pille con ella, te voy a cortar los huevos y luego te voy a rajar también la garganta.
A lo lejos se oye un rumor parecido a un motor, que al volverse más nítido se revela como el chillido de un chotacabras.
Melitón Muria contempla con cara de admiración el termómetro de pared que cuelga junto a la entrada de todas las gasolineras de CAMPSA del Estado. Hoy se ha roto la barrera de los treinta y cuatro grados. Y solamente es el 24 de abril. La radio ha anunciado que es un record histórico. Por alguna razón que ni él mismo entiende, Muria siente una punzada de orgullo por el hecho de haber inscrito esa nueva marca en los registros térmicos nacionales. No hay nada en los registros anormalmente altos que le produzca ninguna inquietud ni tampoco esa sensación de trastorno cataclísmico del ciclo estacional que alguna gente parece estar experimentando en los últimos meses. A Muria no hace falta que venga ningún meteorólogo a contarle que España es una tierra de prodigios.