Barbosa y Piel de Oso se ponen sus pasamontañas y salen por sus portezuelas respectivas. Interceptan al tipo en la acera y lo hacen recular a punta de pistola hasta la puerta de su casa. El tipo está demasiado aterrado para decir nada. Cuando Barbosa le ordena que abra la puerta de su casa, las manos le tiemblan tanto que no acierta a meter la llave. Es un hombre joven con bigote y esos ojillos diminutos que suelen indicar poca inteligencia. Piel de Oso lo empuja al interior de su casa y el tipo se cae sobre la alfombra del recibidor. La mujer y los dos hijos del tipo están chillando. El hombre se incorpora sobre las rodillas y trata de alejarse gateando, pero Piel de Oso le da una patada en el vientre que lo deja asfixiado en la alfombra.
—Por favor —dice el tipo desde el suelo con voz estrangulada—. No tengo dinero. Por lo que más quieran.
Piel de Oso suelta un soplido de burla.
—Nadie ha dicho que lo tengas, subnormal —dice—. Por eso vamos a ir todos a la sucursal.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta Barbosa.
—Félix Hierro.
—Muy bien, Félix Hierro. Todo el mundo al coche.
Todas las calles están desiertas mientras conducen hacia el pueblo. Barbosa al volante, Hierro en el asiento del pasajero y Piel de Oso compartiendo el asiento de atrás con la mujer y los niños. Ni la mujer ni los niños paran de llorar ni un momento. Barbosa aparca en una esquina del casco antiguo desde la que se ve la puerta de la sucursal del Banco de Vizcaya donde Hierro trabaja. Barbosa se gira hacia la cara aterrada del empleado bancario.
—Ahora escúchame bien —dice—. Vas a abrir la sucursal igual que todas las mañanas y vas a portarte bien mientras llegan tus compañeros. Después de que entren todos, entraremos nosotros. Ten preparada la llave de la caja fuerte, porque tenemos prisa. Cuando hayamos cogido lo que necesitamos, nos marcharemos. Si le cuentas algo a alguien, nos cargamos a tu familia. Si haces cualquier cosa que nos parezca sospechosa, nos cargamos a tu familia. Si llega la policía, nos cargamos a tu familia. ¿Lo estás entendiendo?
El tipo asiente con la cabeza.
—Muy bien, pues —dice Barbosa—. Si todo va bien, a nadie le pasará nada. Ahora sal. Y acuérdate de todo lo que te he dicho.
Félix Hierro camina los veinte metros que lo separan de la puerta de la sucursal con movimientos rígidos. Mientras está abriendo la persiana de la sucursal, se le caen las llaves al suelo dos veces. Por fin desaparece en el interior. Son las ocho menos diez. Piel de Oso suspira.
—Menudo merluzo —dice—. Raro será que no la cague.
A las ocho menos cinco llegan a la sucursal el resto de empleados. Dos hombres y tres mujeres. A las ocho menos dos minutos se detiene al lado del Peugeot la motocicleta donde van la Madre Nieve y la Dama Raposa. La Madre Nieve se quita el casco y lo deja sobre la moto. La Dama Raposa espera a que salgan del coche Barbosa y Piel de Oso y se mete en el asiento delantero. Saca una pistola M30 y encañona a la mujer y los niños del asiento de atrás. Ni la mujer ni los niños paran de llorar ni un momento. Los otros tres echan a andar hacia la sucursal.
A las ocho en punto, uno de los empleados del Banco de Vizcaya da la vuelta al letrero de la puerta que decía «CERRADO» para que diga «ABIERTO». Barbosa, Piel de Oso y la Madre Nieve entran en la sucursal. Le vuelven a dar la vuelta al letrero y cierran con pestillo desde dentro. El príncipe ha llegado a la puerta del castillo encantado y rompe las zarzas de la puerta con su espada. A los lados de la puerta, los guardias duermen apoyados en sus alabardas. Barbosa y la Madre Nieve llevan a todos los empleados al otro lado del mostrador y los hacen tumbarse boca abajo en el suelo y con las manos en la nuca, salvo al director de la sucursal, al que ordenan que siga de pie con las manos en alto. Piel de Oso le rompe una ceja al director con la culata de la pistola y luego le estrella la cara contra el borde del mostrador. Las empleadas femeninas tumbadas en el suelo lloran. Piel de Oso se lleva al director, tambaleándose y con la cara ensangrentada, hacia las cajas fuertes. En el suelo de la sucursal, el hombre llamado Félix Hierro empieza a dar señales de ansiedad. Sin dejar de encañonar a los empleados, Barbosa y la Madre Nieve intercambian una mirada de preocupación. Son las ocho y cuatro minutos.
—Mis hijos. —Hierro se incorpora hasta ponerse a cuatro patas—. Necesito ver a mis hijos. Necesito ver que están bien.
—Túmbate ahora mismo o te juro que te reviento la cabeza —dice Barbosa.
Hierro niega con la cabeza.
—¡Necesito verlos! —chilla con voz aguda—. ¡Déjame ir a la puerta! ¡No me escaparé!
—Como te levantes, esos niños se quedan sin padre —dice la Madre Nieve.
Hierro empieza a ponerse de pie.
—¡Necesito ver a mis hijos!
Barbosa da una patada en el mostrador.
—Me cago en la puta —dice—. ¿Por qué siempre me tienen que tocar a mí los tarados? ¡Que te tumbes,
coño!
La sucursal entera retumba cuando Barbosa dispara al techo: un disparo, dos. Todos los empleados ahogan chillidos. Una pequeña lluvia de polvo y trozos de yeso les cae encima. Hierro echa a correr hacia la puerta en el mismo momento en que Piel de Oso asoma por detrás del mostrador.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta.
Barbosa echa a andar detrás del empleado fugado, encañonándolo con la pistola.
—¿De verdad quieres que tus hijos te vean hacer el ridículo de esa manera? —empieza a decir.
Antes de que pueda decir más, otro disparo retumba a su espalda. A Hierro le revienta el cuello. En el cristal de la puerta queda una rociada de sangre en forma de estrella, como la versión gigante de esas manchas que dejan los insectos estrellados contra un parabrisas. La sucursal bancaria se llena de chillidos. Hierro cae al suelo, presa de violentas convulsiones. Barbosa se gira y mira con las cejas enarcadas a Piel de Oso y su pistola humeante.
—¿Pero qué haces? —le pregunta.
Piel de Oso se lleva un par de dedos a la frente, en ese gesto universal de quien exhorta a otro a usar la cabeza.
—¿A ti qué te parece? —contesta en tono airado—. ¿Qué crees, que vas a salir de ésta contando chistes?
La pierna convulsa de Hierro empieza a golpear la puerta.
—Saca a ese imbécil de ahí, anda —dice Piel de Oso.
Barbosa coge a Hierro de los sobacos. Son las ocho y seis minutos. A través de la puerta rociada de sangre, ve a la familia de Hierro dentro del Peugeot, mirándolo y chillando con las caras desencajadas.
—De puta madre —murmura.
Arrastra a Hierro hasta el otro lado del mostrador, dejando un reguero enorme de sangre por el suelo de la sucursal. Los demás empleados chillan todavía más cuando ven al herido, que sigue regurgitando sangre por la boca y por el cuello.
—¿Alguien más quiere acabar igual? —chilla la Madre Nieve.
El director de la sucursal aparece otra vez, cargando con tres sacas de transporte de dinero, seguido de cerca por Piel de Oso.
—Venga, fuera de aquí —dice Piel de Oso en tono irritado.
—Al primero que mueva un dedo, le reviento la cabeza —les grita la Madre Nieve a los empleados.
Barbosa, Madre Nieve y Piel de Oso cargan cada uno con una saca y van a la salida. Se quitan los pasamontañas y salen a la calle. Una sirena de policía se les acerca por la izquierda. Ya están a medio camino del Peugeot cuando un Seat 131 de color café con leche de la Policía Nacional dobla la esquina a toda velocidad. Derrapa en medio de la calle y las dos portezuelas se abren.
—Los que faltaban —dice Piel de Oso.
En lugar de recular, Piel de Oso echa a andar con zancadas furiosas hacia el coche patrulla, por el lado del conductor. El policía de ese lado todavía se está intentando sacar la pistola de la funda cuando lo alcanza un disparo en medio de la cara. El policía del otro lado se tira al suelo y usa el coche como parapeto.
—Ves a ayudarlo, anda —le dice la Madre Nieve a Barbosa.
Piel de Oso se agacha para disparar por debajo del coche. Un disparo, dos. Al Seat 131 le estalla un neumático. El agente ha debido de recuperar una parte de su aplomo, porque ahora está disparando por encima del capó en la dirección general de su atacante. Barbosa corre por la otra acera, medio escondido por detrás de los coches aparcados. Pasa otra vez junto al cristal rociado de sangre del Banco de Vizcaya. Por fin se detiene detrás de una furgoneta aparcada y mira a través de las ventanillas: ahora está justo detrás del policía que queda. De repente una figura le aparece justo al lado, arrancándole un grito: un niño de unos seis años, que pasa rozándolo y se pone a chillar y a aporrear el cristal manchado de sangre. Barbosa tarda un momento en entender lo que está pasando. El niño se ha debido de escapar del Peugeot y cruzar la calle corriendo.
—Joder. —Barbosa da una patada a la furgoneta—. Joder,
joder.
El niño no para de chillar y golpear la puerta de la sucursal bancaria y llamar a su padre. De acuerdo con el protocolo para esta clase de situaciones, Barbosa debería pegarle un tiro al niño, que ya le ha visto la cara de cerca y sin pasamontañas. Cierra los ojos y suelta un torrente de palabrotas. El niño sigue chillando y aporreando la puerta. Por fin Barbosa sale de detrás de la furgoneta. Camina en línea recta, con la pistola en las manos y los brazos muy extendidos hacia delante. Cierra los ojos antes de disparar a la espalda del policía, una vez, dos, tres.
Los dos policías del coche patrulla están tirados en la calzada, cada uno en su charco de sangre. Son las ocho y diez minutos. La Dama Raposa está sacando del Peugeot a empujones a la mujer y al otro niño. A Barbosa le parece ver que Piel de Oso está rematando a uno de los policías que todavía se mueve en el suelo. El príncipe acaba de entrar en la alcoba del castillo encantado. Con las paredes cubiertas de zarzas mágicas. La motocicleta donde van la Madre Nieve y la Dama Raposa se aleja escopeteando por la calle. El príncipe se inclina sobre la princesa encantada y le da un beso en los labios helados. Despierta, España. Son las ocho y doce minutos. Por todo el país están sonando las alarmas y los despertadores. Piel de Oso tiene la cara apoyada en el cristal de la ventanilla del Peugeot 104 robado mientras Barbosa conduce y conduce y conduce. Y conduce y conduce y conduce. Intentando alcanzar el horizonte.
Las imágenes que le pasan por la cabeza a Melitón Muria mientras conduce su Seat 127 bajo la lluvia torrencial por la A-18 son escenas de conspiraciones oscuras, de seres espectrales que conversan en salas vacías, de maniobras políticas que escapan a la comprensión humana. Cuerpos ensangrentados en el suelo de sucursales bancarias. Llamadas en clave realizadas por nadie y destinadas a nadie. Directores técnicos y enlaces ministeriales, todos vigilando y espiando e informando para todos. Los hombres de Suárez pinchando teléfonos para averiguar cómo pinchar otros teléfonos. Gente muerta en charcos de sangre. Gente reventada en el asiento de un coche bomba. Directores técnicos y enlaces ministeriales reuniéndose con los sediciosos. Mentiras. Mentiras. Mentiras. Agentes de defensa que vigilan a sediciosos que saben que están siendo vigilados. Que actúan para quienes los están vigilando. Que son ayudados por la misma gente que los está vigilando. La Nueva España. Donde nada es lo que parece.
El 127 deja atrás un letrero que indica que está entrando en el término municipal de Vacarisas. La lluvia que se acumula sobre el parabrisas de Melitón Muria crea fluctuaciones extrañas y parece abandonar por momentos el estado líquido para adquirir esa condición casi plasmática del mercurio o de las lámparas de lava. El limpiaparabrisas vuelve a no dar abasto. Muria conduce con la mano derecha apoyada sobre el volante. Con la izquierda fumando y llevándose una lata de cerveza a los labios. Muria no ha dejado de beber desde que la Unidad de Apoyo Especial ha sido desmantelada esta mañana, veinticuatro horas después del golpe al Banco de Vizcaya de Sant Cugat. Ha bebido mientras Lao llevaba al capitán Oms todos los expedientes e informes de actividades no entregados durante los últimos tres meses. Ha seguido bebiendo mientras él y Arístides Lao metían sus efectos personales en cajas y descolgaban de las paredes sus fotografías y sus notas sobre Barbosa y Dorcas. Y todavía estaba bebiendo cuando ha llegado la llamada.
El teléfono ya era el único elemento de mobiliario que quedaba en el despacho vacío cuando se ha puesto a sonar sobre la mesa. El estruendo de un teléfono en una sala vacía. Muria lo ha descolgado. Veinte minutos más tarde, ha aparcado el coche delante del piso de D. M. Dorcas. Ha subido la escalera y se ha reunido con el policía que lo esperaba arriba. El piso de Dorcas desierto. La ventana del estudio abierta y el suelo inundado. Cristales rotos. Libros reblandecidos por el agua, flotando en la inundación. Los lienzos acuchillados y los bastidores partidos. Melitón Muria ha encendido un cigarrillo Rex y ha cerrado los ojos. Ha escuchado las explicaciones del policía: Dorcas no se ha presentado a su cita en el hospital. Los vecinos lo han oído marcharse por la mañana. Con los ojos cerrados, Muria ha pensado en la Nueva España. En sediciosos que saben que están siendo vigilados por gente que sabe que ellos lo saben. En maniobras políticas llevadas a cabo en habitaciones a oscuras. En mentiras.
—¿Ha hablado con alguien? —le ha preguntado Muria al policía.
—Anoche llamó a la puerta del vecino de abajo —ha contestado el policía—. El vecino se extrañó porque apenas se hablaban. Parece que le pidió indicaciones para llegar a Sallent. Adonde cayó el meteorito —El policía se ha rascado la cabeza—. Pero a Sallent no se puede llegar. Las carreteras siguen cortadas, que yo sepa.
Muria ha asentido con la cabeza. Y ha tomado una decisión.
El 127 deja atrás San Vincente de Castellet, las afueras de Manresa y el pueblo de San Fructuoso. El paisaje es seco y pedregoso, con hondonadas abruptas. Granjas porcinas, barracones de piedra seca y fábricas humeando a lo lejos. Islas de color verde alrededor del río Llobregat. Muria tira la lata vacía por la ventanilla y saca otra de la guantera. Pasado San Fructuoso, el paisaje se transforma dramáticamente. Aquí las lluvias no han limpiado la ceniza del meteorito. Lo que han hecho ha sido transformarla en un barro negro que después de tres meses todavía cubre todo lo que no sean las principales vías del tránsito. La mayoría de la vegetación murió en las horas inmediatas al impacto, arrasada por la ola de calor o bien ahogada por la ceniza. Esqueletos de árboles. Laderas de colinas ennegrecidas. Al norte, el horizonte es una franja negra. El Llobregat sigue bajando negro. Todo es negro. Pasado el último pueblo de la zona «limpia», un letrero provisional anuncia que falta un kilómetro para el primer puesto de control. Durante ese último kilómetro, el 127 no se cruza con ningún otro coche. La carretera avanza desierta por entre campos negros. Hasta llegar a la barrera y la caseta provisional del puesto de control.