Ha pasado un rato que podría ser una hora pero también podrían ser tres minutos cuando Barbosa, retorciéndose dentro del maletero diminuto, consigue ponerse boca arriba, con la espalda apoyada en el fondo y las rodillas pegadas al pecho. A continuación, con los dientes rechinando, se pone a dar patadas con la pierna buena en la cubierta del maletero. Le bastan tres patadas para hacerla saltar.
—Todavía quiere guerra, el tío —dice una de las voces de sus captores—. Para, que ya me encargo yo.
El coche se detiene. Barbosa adopta lo más parecido que puede a una postura defensiva, con los brazos doblados para cubrirse la cabeza y la pierna buena lista para soltar una patada, pero cuando el maletero se vuelve a abrir no tiene opción de presentar batalla. El tipo del pasamontañas lo golpea con una cadena, diez veces, quince, veinte, hasta que Barbosa pierde el conocimiento.
Los sueños del maletero del Renault 5: Barbosa está sumergido en una piscina de cadáveres, rodeado de cuerpos incompletos. El líquido verde que los alberga deja pasar la luz pero no es tan transparente como el agua y solamente permite distinguir los cuerpos más cercanos. Barbosa intenta agarrarse a algo para no hundirse, pero los cadáveres se le rompen en las manos y sueltan grumos de vísceras que enturbian la piscina a su alrededor. Lo peor de todo es que la piscina no parece tener fondo, es una fosa oceánica que desciende hasta la negrura primordial. Una mano esquelética le agarra el tobillo herido y tira de él hacia abajo. Tragando bocanadas de formaldehído verde, Barbosa mira hacia arriba, hacia la luz. Y en ese momento, le cae una palada de tierra en la cara. Barbosa se asfixia, tose y se despierta de golpe.
Está tumbado boca arriba sobre un suelo de tierra enfangado. Deben de haber conducido durante varias horas porque ya es de día. La lluvia se ha reducido a su mínima expresión. Barbosa se frota los ojos cubiertos de tierra y levanta el cuello para mirar hacia arriba. Los tres hombres de los pasamontañas están de pie junto a él. Uno de ellos lleva una pala en la mano y otro se ha subido la parte inferior del pasamontañas para fumar un cigarrillo. Por encima de sus cabezas se ve el dosel de copas de árboles de un bosque. Otro mundo verde después del verde de la piscina de cadáveres.
—Fascistas hijos de puta —murmura, sacudiéndose la tierra de la cara—. Si os creéis que me dais miedo, es que sois más subnormales de lo que parecéis.
Los tipos de los pasamontañas se miran entre ellos.
—¿Fascistas? —dice uno de ellos. Barbosa puede ver que pone los ojos en blanco—. ¿De verdad te crees que
eso
te puede funcionar ahora? Mira dónde estás, Barbosa. —Hace un gesto con la mano a su alrededor—. De ésta ya no te vas a escapar haciéndote el listo.
—Más os vale matarme, maricones de mierda. —Barbosa intenta incorporarse apoyándose en los codos—. Porque si no, os juro que os voy a hacer pedazos.
El enmascarado que está fumando tira la colilla de su cigarrillo y se saca una pistola de la cintura de los pantalones. Se la enseña a Barbosa para que la vea bien: una Star M30. A continuación señala con el cañón un hoyo que hay en el suelo a su lado, de dos metros de hondo.
—No te preocupes por eso, que ya eres hombre muerto —dice el tipo de la pistola—. Ahí tienes el hoyo y aquí la pistola que te va a matar.
Barbosa escupe tierra mezclada con sangre.
—No me hagas reír —dice—. Si me fuerais a matar, ya me habríais matado. O bien no tenéis cojones para hacerlo o bien queréis algo de mí. En cualquiera de los dos casos, eso significa que voy a vivir lo bastante para mataros a vosotros y a vuestras familias.
Los tipos de los pasamontañas se vuelven a mirar entre ellos.
—¿Cómo puede ser tan irritante? —dice el tipo que sostiene la pala.
—No entiendo cómo ha durado tanto.
—A ver, imbécil. —El tipo de la pistola se acerca a Barbosa y le da una patada que éste no consigue esquivar a tiempo—. Te han vendido, ¿lo entiendes? Tus amigos del Servicio de Información. Y la verdad, no me extraña. Eres el peor espía que he visto en mi puta vida.
—Si te quieres infiltrar en una organización —dice otro—, lo menos que puedes hacer es no cabrear a todo el mundo hasta tenerlos a todos muertos de ganas de pegarte un tiro.
—Me vais a chupar la polla, maricones —dice Barbosa—. Y luego me voy a mear en vuestras caras y me voy a tirar a vuestras hermanas y a vuestras hijas y les voy a cortar la cabeza y luego me las voy a follar por el culo.
Los tipos de los pasamontañas sueltan soplidos de impaciencia.
—Yo me encargo —dice el hombre de la pala.
Se acerca a Barbosa, que se protege instintivamente la cabeza con la mano de un posible palazo.
—A ver, Barbosa —le dice, agachándose a su lado—. Hay que ser tonto para no entender lo que está pasando, pero parece que realmente tú no te enteras. ¿Quieres salir vivo de aquí o no?
Barbosa vuelve a escupir.
—
¡No quiero
salir vivo de aquí…!
Antes de que pueda terminar la frase, un disparo de la M30 retumba por todo el bosque. Se oye un aleteo de aves levantando el vuelo. Los remolinos de humo de pólvora quedan flotando en el aire húmedo de la mañana. El tipo de la pala vuelve a mirar a Barbosa, que ahora está hecho una bola en el suelo, intentando averiguar si la bala lo ha alcanzado. Se acaba de orinar en los pantalones.
—Ahora escúchame —dice el tipo de la pala—. Informas para el SECED. Tu superior es el capitán Ponce Oms, un hijo de puta de mucho cuidado, aunque lo más seguro es que no lo hayas visto nunca. Lo más seguro es que te comuniques con ellos a través de un agente. Pero eres tan tonto que ya no les interesas y han decidido venderte. Eso quiere decir que tienen a otro hombre dentro. Y
eso
quiere decir que ya puedes empezar a cantarlo todo. Nombres y lugares de encuentro. Y todo lo que les has contado, claro.
—Si nos convences, te dejamos ir —dice otro de los enmascarados.
Barbosa se permite un momento para recobrar el aliento y asegurarse de que la bala no lo ha tocado.
—No soy ningún informador —dice por fin—. Matadme si queréis, porque no sé nada de todo eso. O bien me ha vendido Torregrasa para quitarme de en medio o bien esto es una puta farsa. En cualquier caso, acabad ya.
El tipo de la pistola suelta otro soplido.
—Al hoyo —dice por fin.
Los otros dos lo cogen de los brazos y lo arrastran hasta la fosa. Su cuerpo grotescamente largo y huesudo golpea el fondo con un impacto sordo. Desde su tumba, Barbosa ve cómo el tipo de la pistola se planta en el borde del hoyo y lo encañona otra vez.
—Tu última oportunidad, desgraciado —le dice.
—¡No soy ningún informador! —chilla Barbosa, con la voz quebrada.
El arma retumba otra vez. Esta vez el silencio que se hace en el bosque es casi absoluto, solamente enturbiado por el murmullo de la llovizna en las hojas de los árboles. La nubecilla de humo del cañón de la M30 tarda unos segundos en disiparse. La bala se ha hundido en la pared de la fosa, causando un pequeño desprendimiento de tierra. Al cabo de un momento que se hace larguísimo, del fondo del hoyo vienen los sollozos de Barbosa.
—¡No me lo puedo
creer!
—le grita el tipo de la pistola. Por debajo del pasamontañas replegado se le ve la cara roja de furia—. ¿Estás dispuesto a
morir
por esos hijos de la gran puta? ¿Qué
cojones
te han dado?
De la fosa viene la voz estrangulada de Barbosa:
—¡Matadme de una vez! ¡No soy ningún informador!
Los tres tipos de los pasamontañas se miran una vez más. Por fin el que está al borde de la fosa se vuelve a guardar la pistola en el cinturón, se quita el pasamontañas y lo tira dentro de la fosa. Lentamente, Barbosa aparta las manos con que se está tapando la cabeza. La cara sin rasgos memorables que lo está mirando desde el borde de la fosa pertenece al tipo que vino a expulsarlo del sindicato.
—Lo siento, Barbosa —dice Blanco, con un encogimiento de hombros—. Pero teníamos que asegurarnos. Sabes demasiadas cosas. No te podíamos dejar ir así como así.
Encogido dentro de la fosa, Barbosa no dice nada. Los otros dos hombres se quitan también los pasamontañas.
—Lo sentimos, Barbosa —dice otro de ellos.
—Los tienes bien puestos —dice Blanco—. No lo olvidaremos.
Un momento más tarde, desde la fosa, con los lentos goterones de la lluvia cayéndole sobre la cara, Teo Barbosa oye cómo el Renault arranca el motor y se aleja.
Una mesa rectangular de acero en una sala rectangular vacía. Con las paredes vacías. Sin sombras. El tubo fluorescente del techo borra todas las sombras de la sala. Una puerta a cada lado del rectángulo. Un magnetófono apagado sobre la mesa, de los portátiles, con cinta de casete y un cable eléctrico que serpentea hasta el enchufe de la pared. Una bolsa de plástico llena de magdalenas. D. M. Dorcas sentado a un lado de la mesa, con las manos sobre el regazo, la cabeza gacha y la tupida barba rizada apoyada en el esternón. Al otro lado, Arístides Lao y el psiquiatra forense del SECED, recién llegado de la Central en un tren nocturno. Melitón Muria apoyado indolentemente en la pared del lado de los entrevistadores. El psiquiatra se inclina sobre la mesa para pulsar las teclas de REC+PLAY del magnetófono y mira a Lao, que asiente con la cabeza para señalar que puede empezar la entrevista clínica. El psiquiatra carraspea.
—En Barcelona, a 12 de diciembre de 1977 —dice—. Estando presentes los miembros de la Unidad de Apoyo Especial de la Delegación de la Región Cuarta del Centro Superior de Información de la Defensa. El informador del centro con expediente número 5619. Y el que habla, el examinador clínico con iniciales G.R.R., de la Unidad de Medicina Forense asociada con el mismo centro. ¿Estamos listos?
Lao asiente. Dorcas asiente. El psiquiatra se dirige al entrevistado.
—¿Puede decirnos usted su nombre y su edad?
—Daniel María Dorcas Centellas. Veinticuatro años.
—¿Natural de Barcelona?
—De Barcelona, sí.
—¿Fue usted colaborador del Servicio Central de Documentación?
—Sí.
—¿Recuerda las fechas de dicha colaboración?
Dorcas lo piensa un momento.
—Entré en contacto con el Servicio en 1975, a principios de año. Estuve informando hasta finales de 1976. Hasta noviembre, creo.
—¿Y recuerda las circunstancias del final de su colaboración?
Dorcas se encoge de hombros.
—Escribí una carta al delegado regional para comunicarle mi decisión —dice—. Mi cooperación fue voluntaria desde el principio, o sea que no tuve problema para terminarla unilateralmente.
—Pero usted no era un informador convencional. Recibió formación específica, en Alemania, ¿no es cierto? Su cooperación con el Servicio era más profunda.
Dorcas no dice nada. El psiquiatra insiste:
—¿Puede explicarnos qué circunstancias lo llevaron a terminar su cooperación? ¿Fueron razones de tipo personal?
—Razones personales, sí.
—¿De qué naturaleza?
Dorcas frunce el ceño. Da una calada de su cigarrillo.
—Mi motivación personal se acabó —dice por fin—. Mis intereses cambiaron.
—Cambiaron por completo, ¿no?
—Supongo que se puede decir que sí —contesta.
—Tuvo usted una revelación de naturaleza espiritual, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Pero eso no es exactamente lo que pasó, ¿verdad? Eso no es lo que dice la carta que usted escribió. Y no es lo que consta en su expediente médico.
Dorcas no contesta.
—Hemos tenido acceso a su expediente médico completo —continúa el psiquiatra.
Dorcas no dice nada.
—¿Le importa decirnos lo que pasó en realidad? —insiste el psiquiatra.
—Creo que ya lo saben ustedes.
—¿Le importa contárnoslo con sus palabras?
Dorcas abre la bolsa de magdalenas con las uñas llenas de pintura incrustada. Las falanges amarillas de nicotina.
—Oí una voz. —dice.
—¿Una voz? ¿Se refiere a la voz de alguien? ¿Su propia voz?
Dorcas saca una magdalena y la muerde. La barba de alrededor de los labios amarilla de nicotina.
—Una voz que solamente podía oír yo —dice por fin—. Una voz en mi cabeza.
—¿Y qué le dijo esa voz?
Dorcas no contesta.
—¿Y a quién creyó usted que pertenecía esa voz?
Dorcas se termina su magdalena. Se sacude las manos sucias de pintura. Se sacude las migas de la barba y levanta la vista hacia sus entrevistadores. Con esos ojos parecidos a masas de agua sin olas que uno suele ver en los pacientes psiquiátricos. Donde lo que suscita inquietud es precisamente la ausencia de olas.
—Creí que era la voz de un ser de otro mundo —dice por fin.
Desde la pared en que está apoyado, Melitón Muria suelta un soplido de burla.
—¿De otro mundo? —repite el psiquiatra.
—Una fuerza espiritual —dice Dorcas—. Un dios, si ustedes lo prefieren. Que me hablaba desde el espacio exterior. Un dios llamado Sirio.
Lao se echa hacia delante en su silla.
—Creo que yo puedo explicar esa confusión —empieza a decir.
El psiquiatra levanta una mano para atajar la interrupción.
—¿Recuerda usted qué pasó a continuación, señor Dorcas? —dice—. Me refiero a los días siguientes a que oyera usted la voz. Los días en que escribió la carta.
El psiquiatra le pasa a Dorcas un documento desde su lado de la mesa.
—Esto es una fotocopia de la carta que escribió usted al Servicio Central de Información.
Dorcas no coge la carta. No la mira. El psiquiatra enarca las cejas.
—Lo terminaron ingresando, ¿verdad? —dice—. En el pabellón psiquiátrico del Hospital de San Pablo.
—Sí —dice Dorcas.
—¿Y cuánto tiempo pasó ingresado?
—Cuatro meses.
—¿Recuerda su estancia en el hospital? ¿Qué clase de tratamiento hizo?
—Sedación. —Dorcas se encoge de hombros—. Terapia farmacológica. Psicoterapia.
—¿Y el tratamiento funcionó? —dice el psiquiatra—. ¿Qué decía su informe de alta?
Dorcas frunce el ceño.
—No lo leí —dice.
—¿Pero sus médicos estaban contentos con su progreso?
Dorcas se encoge de hombros.
—Dijeron que ya no era un peligro, ni para mí mismo ni para nadie. Que ya no tenía que estar encerrado.