Lao abre el expediente y examina la primera página.
—«Unidad de Apoyo Especial» —dice por fin—. ¿Qué significa esto?
—
Nada.
—El capitán niega con la cabeza—. Nada de lo que pone ahí significa
nada de nada.
Mis asesores se han pasado seis meses redactando ese documento. Lo considero una verdadera obra de arte. No encontrará ni una sola frase que signifique nada. —Señala el dosier que Lao tiene en las manos—. Hasta el nombre es el fruto de meses de esfuerzo.
—Me está reasignando —dice Lao, sin darle ninguna inflexión interrogativa a su voz—. A una unidad recién constituida y sin parámetros operativos.
—Ni un solo parámetro.
Lao guarda silencio. Su fisionomía parece estar luchando con el hecho extremadamente infrecuente de tener delante un dato ininteligible.
—Le estoy dando el
mando
de una unidad —dice por fin el capitán—. No espere a los operativos más brillantes de la Delegación: hasta yo tengo mis límites. Persónese en la sala 12 del primer piso. —Se mira el reloj de pulsera—. Sus subordinados ya lo están esperando. No se preocupe por sus puzles, ya haré que alguien se los baje. Y llévese ese documento, es el acta de constitución.
Lao mira la puerta como si hubiera algo al otro lado arañándola con sus zarpas.
—¿Y qué les digo? —dice—. A mis subordinados.
—De momento limítese a conocerlos. Y tenga esto. —Le da una pila de expedientes—. Expedientes de información. Dice usted siempre que le molesta la información inexacta, ¿no es verdad?
—La falta de eficacia de los sistemas de información.
—Lo que usted diga. Estos son expedientes ineficaces. Operativos poco fiables, desaparecidos o sospechosos de ser agentes dobles. Pistas que no llevan a ninguna parte. Informes que nos parecen poco veraces. Léalos. Busque esas cosas que lo molestan. El sesenta por ciento de nuestros expedientes de información están bloqueados por una razón u otra. Y ahora salga de aquí. —El capitán señala la puerta con la cabeza—. No me dé las gracias. Y no haga esperar a sus hombres.
El agente Arístides Lao se detiene frente a la puerta y mira por encima del hombro.
—¿Por qué yo? —dice.
—Aquí no se hacen preguntas. —El capitán ya ha vuelto a agachar la cabeza sobre su trabajo—. Somos el Servicio Secreto, ¿recuerda?
Una nota mecanografiada en el vestíbulo del Centro Parroquial del Carmen, perdida en un maremagno de notas mecanografiadas y carteles ciclostilados, anuncia para las diez de la noche del 7 de noviembre de 1977 una reunión de la Comisión de Fiestas Populares. En el orden del día, dice la nota, está el presupuesto de la iluminación navideña de las calles del barrio. La nota la firma «La Comisión». La creatividad con que camuflan sus reuniones es uno de los rasgos más notorios de la Comisión de Propaganda del SEDA. La mayoría de reuniones de la Comisión de Fiestas y de la Comisión de Limpieza del Centro Parroquial del Carmen, por ejemplo, son encuentros de Propaganda. También las sesiones de la Asociación de Amigos de la Astronomía y cierto encuentro de algo llamado la Sociedad Geodésica del Distrito Primero. Cualquiera que conozca la comisión puede relacionar el humor de algunas de estas denominaciones con Teo Barbosa. El problema obvio de elegir nombres de grupos demasiado descriptivos es lo que Barbosa denomina los
espontáneos:
gente que aparece en el centro parroquial porque
realmente
les interesa la astronomía o quieren conocer los detalles geodésicos del Distrito Primero.
En circunstancias normales, desde las ventanas del aula del primer piso del Centro Parroquial donde celebra sus reuniones la Comisión de Propaganda se ve la calle de San Antonio. Las aceras demasiado estrechas para que circule más de una persona y los balcones diminutos de hierro forjado. Esta noche, sin embargo, no se ve nada. La ceniza del meteorito ha cubierto todas las ventanas de la ciudad de una película negra que, por mucho que uno se esfuerce en limpiarla, vuelve a aparecer al cabo de una hora. Sentado en su pupitre habitual junto a la ventana, Teo Barbosa pasa un dedo muy largo por el cristal y se lo queda mirando con cara pensativa, como si hubiera esperado que la mugre estuviera por el lado de dentro. La voz nasal de Chino Torregrasa lo devuelve a la realidad.
—Tal vez el camarada Barbosa tenga la amabilidad de explicarnos ciertos comentarios humorísticos que me he encontrado en su informe semanal de actividades —dice el secretario de la comisión, desde su pupitre situado junto a la pizarra.
Barbosa oye el susurro de los cuerpos de los miembros de la comisión reacomodándose en sus pupitres para mirarlo. Por fin se limpia el dedo en la camiseta y levanta la vista. Contando a Barbosa, la Comisión de Propaganda la integran once miembros. Todos los presentes tienen ese aspecto vagamente ridículo que les queda siempre a los adultos cuando se sientan en pupitres infantiles, pero en el caso de Barbosa, que les saca dos o tres palmos de altura a los demás, la impresión es especialmente dramática. Con los brazos y las piernas larguísimos sobresaliendo grotescamente del pupitre, Barbosa tiene aspecto de haber quedado atrapado a la altura de la cintura por alguna clase de cepo de diseño experimental.
—Camarada Barbosa —dice Torregrasa—, ¿te parece que la campaña de concienciación sobre los presos políticos de la universidad es un asunto para tomárselo a broma? ¿Te hacen gracia tus compañeros de facultad que están en la cárcel?
Barbosa frunce el ceño.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —dice—. La duda ofende.
—¿De verdad? —Torregrasa hace una mueca—. Entonces supongo que no te importará que lea unas líneas de tu informe de actividades. —Saca un par de folios grapados de entre sus papeles—. Aquí. «El reparto de octavillas informativas sobre la situación de los presos universitarios ha sido un éxito rotundo. Se han repartido con éxito trece octavillas de las trescientas que tenía este afiliado. Esto garantiza las existencias de octavillas durante las próximas semanas.»
Se oyen un par de soplidos de burla. Torregrasa sigue leyendo:
—«Los trece destinatarios finales de la campaña de propaganda se distribuyen de la manera siguiente: tres alumnos distintos de Letras que han entablado conversación con este afiliado, manifestando su interés apriorístico por nuestra organización, pero que se han marchado después de escuchar mis explicaciones. Este afiliado opina que se trataba de alumnos ociosos con tiempo libre entre clases. Un alumno de letras acompañado de su novia que presumiblemente ha cogido las octavillas para impresionarla. Un grupo de cuatro miembros notorios de la JCC, que han cogido las octavillas y se han reído de nuestro material informativo y de nuestra organización. Un profesor provecto de geografía de notorias inclinaciones católicas. Dos individuos que claramente eran miembros de los servicios de información de la policía o del gobierno…»
—Creo que ya nos hacemos una idea, camarada —dice un comisionado con la cara picada de viruelas que no para de morder su bolígrafo.
—Un momento —Torregrasa levanta una mano—, ahora viene lo mejor. «Al éxito de la campaña de concienciación se le suma el efecto devastador que nuestro material informativo va a tener tanto en el estamento católico como en el espionaje fascista. Las octavillas socavarán la moral del enemigo de clase y sin duda provocarán múltiples cambios de filas.» —Hace una pausa y mira a Barbosa—. Muy gracioso todo. ¿Qué se supone que tenemos que hacer con este informe?
—Eso no me corresponde decidirlo a mí, camarada —dice Barbosa, recomponiendo sus rasgos aniñados en forma de cara de inocencia—. Mis tareas son organizar las reuniones, establecer las contraseñas telefónicas y repartir octavillas.
Torregrasa cruza los brazos gordezuelos sobre la superficie del pupitre y dice:
—Deduzco que estás en desacuerdo con nuestra estrategia de campañas informativas.
—¿Qué te hace pensar eso? —Barbosa parpadea.
Torregrasa rebusca entre sus papeles hasta sacar más páginas grapadas.
—Tengo aquí el artículo que mandaste al boletín de la Federación. —Carraspea—. «Guerra Popular Prolongada en la Gran Vía.» ¿Es esto lo que te gustaría que hiciéramos en vez de repartir octavillas? ¿Juntar pupitres y pegarles fuego para hacer barricadas?
—Algo tenemos que hacer para distinguirnos del resto de sindicatos de estudiantes, digo yo. Ellos tienen cincuenta veces más afiliados que nosotros. ¿Cómo podemos hacernos notar?
—Ya somos distintos de los demás sindicatos —dice una comisionada—. Tenemos nuestro propio modelo.
—¿Qué modelo? —Barbosa pone cara de perplejidad teatral—. Todos los demás sindicatos cobran de los partidos, tienen sedes como Dios manda, están representados en el consejo universitario… —Deja de contar con los dedos—. ¿Dónde estábamos cuando se repartió el pastel?
—¿Te crees que nos estás descubriendo las virtudes de la resistencia armada? —El comisionado de las viruelas golpea nerviosamente el pupitre con su bolígrafo mordido—. Todos hemos leído a Fanon, a Mao, al Che. Algunos más que tú.
Barbosa hace un gesto de mofa.
—¿Y cómo pensáis que va a llegar la revolución? —dice—. ¿Pegando a la gente en la cabeza con octavillas? ¿Cómo vais a crear las condiciones subjetivas? ¿Matando de aburrimiento al enemigo de clase?
—Cuidado, camarada —lo avisa Torregrasa.
—¿Por qué no nos vendemos ya, igual que todos los demás? —dice Barbosa—. Si nos damos prisa, igual nos dan un despacho como Dios manda.
Torregrasa se echa hacia atrás en su asiento, exasperado.
—Esto no lo tenemos por qué aguantar —dice.
Aunque no es mayor que Barbosa, la alopecia prematura de Chino Torregrasa y su sobrepeso ya le han conferido ese aspecto cronológicamente indefinido de los varones de entre treinta y cinco y cincuenta. Salvo por una alumna de Bellas Artes que lleva una chaqueta de cuero negra, la indumentaria preponderante en la Comisión de Propaganda son los jerseys de lana o bien de fibras artificiales, complementados con fulares y collares en el caso de las mujeres y pantalones de pana para ambos sexos. Teo Barbosa no sólo es inverosímilmente alto, sino que tiene una cara de niño muy ancha y unos ojos azul pálido que transmiten extrañas impresiones paralelas de pureza espiritual y de encontrarse delante de un adolescente aquejado de alguna patología que le ha alargado grotescamente los huesos. Su envergadura, además, lo obliga a extender las piernas hacia delante en su pupitre de tal manera que siempre parece más horizontal o repanchingado de lo que está en realidad.
—Esto ya no es un problema político. —Barbosa barre la sala con la mirada—. Mirad todo lo que está pasando en España, en Europa. Las oportunidades perdidas. Vivimos en una sociedad castrada. ¿Sabéis que el ochenta y siete por ciento de las sociedades tribales hacían la guerra al menos una vez por año?
—Somos un
sindicato estudiantil
—dice una de las chicas con collares y fulares—. Míranos. —Hace un gesto en dirección a los presentes—. ¿Tenemos pinta de hacer la guerra una vez por año?
—Al camarada secretario no le iría mal —dice Barbosa—. Así perdería un poco de peso.
—Tu actitud es lo más reaccionario que hay —dice el comisionado de las viruelas—. Siempre burlándote y despotricando. Pero nunca pones nada factible encima de la mesa. ¿Cuál es tu contribución a esta comisión?
—¿Mi contribución? —Esta vez Barbosa se repanchinga
de verdad,
colocando los pies enormes sobre el pupitre vacío que tiene delante—. Decir lo que nadie quiere oír. Que es lo que hicieron todos los revolucionarios genuinos. Desde Jesucristo hasta Lenin.
Se oye otro soplido generalizado. Torregrasa se frota la frente con gesto exasperado.
—Muy bien. —Asiente con la cabeza—. Acabemos con esto ya. Propongo una votación. —Sostiene en alto el artículo de Barbosa—. ¿Quién vota para que cancelemos las campañas informativas y discutamos un modelo de acción armada?
El comisionado a cargo de redactar las actas levanta la vista de sus papeles. Carraspea.
—Consta en acta —anuncia— que el camarada secretario de la comisión ha propuesto una votación para cancelar las campañas informativas y pasar a la acción armada.
Silencio. Nadie levanta la mano.
—¿Nadie? —A Torregrasa se le hacen un par de hoyuelos de regocijo en los carrillos gordinflones—. ¿Ni siquiera tú, Teo? ¿Has cambiado de opinión?
Barbosa se encoge de hombros.
—Me someto al dictamen de la mayoría. —Pone su sonrisa de querubín—. Ya me conocéis. Soy el Príncipe de la Democracia.
—Muy bien. —Torregrasa asiente lentamente con la cabeza—. Propongo otra votación. ¿Quién vota por expulsar del sindicato con efecto inmediato y de forma permanente al camarada Teo Barbosa?
Esta vez ni siquiera el encargado del acta levanta la vista. El silencio tiene esa condición marcadamente eléctrica que le da el zumbido inaudible de los fluorescentes del aula. Ronroneos de motocicletas en la calle San Antonio. Los primeros en levantar la mano son Torregrasa y el comisionado de las cicatrices de viruela, este último sosteniendo su bolígrafo mordido en alto. Las tres manos que se les unen, lentamente y de una en una, pertenecen a alumnos de derecho, cercanos a la persona del camarada secretario. Hay movimientos nerviosos de pies y tamborileos de dedos sobre los pupitres. De los cinco que no han levantado la mano, cuatro son alumnos de letras y conocidos de Barbosa. Lo cual deja a la estudiante de Bellas Artes. Barbosa ha tenido ocasión de fijarse en ella durante las últimas reuniones de la comisión. De hecho, tiene una cara de mejillas hundidas y ojos enormes que obliga a hacer un esfuerzo más o menos continuo para no quedársela mirando. Además de la chaqueta de cuero, lleva cantidades absurdas de sombra de ojos de color violeta que le dan a su cara un aspecto extraño de máscara estrigiforme. La mayor parte de las reuniones se las pasa liando a mano con parsimonia unos cigarrillos asombrosamente finos que luego se fuma sin prisas, a menudo dejando que se apaguen para volver a encenderlos, en contraste con la velocidad furiosa con la que el resto de miembros de la comisión fuma sus Ducados y sus Coronas. Barbosa la ha sorprendido a menudo admirando su propio reflejo en las ventanas de la sala. En general nadie le presta demasiada atención. En este preciso momento, sin embargo, diez pares de ojos expectantes se clavan en ella.