La estudiante de Bellas Artes descruza las piernas delgadas y se reacomoda en su pupitre infantil. Levanta una mirada coqueta hacia las caras que la están mirando.
La puerta de la sala 12 del primer piso de la Delegación Regional del SECED no tiene ninguna indicación de que al otro lado estén las dependencias de la recién creada Unidad de Apoyo Especial. El interior tiene ese aire inconfundible de los lugares que solamente llevan unas horas ocupados. Tubos fluorescentes en el techo. Ceniceros vacíos en las mesa. Los únicos dos objetos personales a la vista son un transistor cromado sobre una de las mesas y un encendedor voluminoso en forma de tigre rampante.
Con el montón de expedientes de información debajo del brazo, Arístides Lao cierra la puerta a su espalda y se gira para mirar a los dos ocupantes de la sala: una mujercita de unos sesenta años, sentada recatadamente a su escritorio, y un joven pequeño y enjuto con el trasero desafiantemente apoyado encima del tablero de la mesa. Lao deja los expedientes de Información en la mesa libre, al lado de un segundo montón pulcro de expedientes con el sello de Personal, y se sienta. Abre las carpetas de color amarillo claro y examina sumariamente las plantillas rellenas de datos biográficos de sus nuevos subordinados. Los distintos patrones de incidencia en las teclas de la máquina de escribir indican que los expedientes los han mecanografiado por lo menos cuatro personas distintas, una de ellas con conocimientos de mecanografía muy inferiores al resto. Uno de los cuatro mecanógrafos es un hombre a juzgar por la fuerza con que golpea las teclas. La uña de Lao encuentra una ligerísima imperfección en la superficie de la mesa, una muesca causada tal vez por la caída accidental de un objeto, y en su mente se desencadena una serie nueva de mecanismos imparables.
—Me llamo Arístides Lao —dice por fin, volviéndose hacia los ocupantes de la sala—. Supongo que ya lo saben. Llevo seis años trabajando en esta delegación. Soy agente de rango 4. Nombre en clave, Sirio.
El hombre y la mujer lo miran con caras inexpresivas.
—Eso no nos lo tiene que contar —dice la secretaria—. Por el protocolo de información interno. No lo tenemos que saber.
—¿Es que no conoce los protocolos? —dice el joven enjuto, con incredulidad teatral. Su expediente lo identifica como Melitón Muria, 24 años, operativo de campo. Lleva camisa blanca con corbata estrecha y remangada por encima de los codos. Tiene unos ojos azules y diminutos y un tupé grasiento y asimétrico que hace pensar en Carl Perkins después de peinarse en la oscuridad y sin espejo. La secretaria, Adela Sabajanes, tiene el pelo teñido y recogido en un moño recatado, gafas de concha y varias capas de prendas de lana con bultos en las mangas allí donde se guarda los pañuelos.
—Estoy seguro de que encontrarán mis credenciales más que satisfactorias —dice el agente Lao—. Fui el primero de mi promoción en la escuela de criptografía de Roma y Tel Aviv. Soy miembro peticionario de la Academia de Ciencias Exactas…
—Ya sabía yo que venir aquí era un castigo —murmura Melitón Muria, cruzándose de brazos.
La forma en que Arístides Lao no da indicación alguna de estar captando el desagrado de sus interlocutores se parece a esa forma en que las víctimas de ostracismos extremos fingen que no sienten las burlas de las que son objeto. Una especie de mecanismo de defensa. En el caso de Lao, sin embargo, parece haber algo más. Casi como si viera las puyas pero se limitara a almacenarlas como simple información, sin registrar el dolor que buscan infligirle.
—¿Tendremos que hacer puzles? —dice Muria en tono sarcástico.
—Nadie tendrá que hacer puzles. —Lao sostiene en alto los expedientes de Personal—. Estos son los expedientes internos de ustedes. No los que tiene la secretaria de personal, que se pueden consultar con una solicitud normal aprobada por un agente de rango 3. Estos son los que requieren autorización de rango 1. El resultado de la investigación a fondo que el Servicio hace de todos sus empleados. De meses de vigilancia. Y sin embargo, por mucha información que recopilen, no nos dicen lo
importante
de una persona. No nos dan los datos que realmente necesitamos para aplicar un expediente de información. Esos datos no se averiguan pinchando teléfonos ni poniendo vigilancia.
—¿Qué está diciendo? —Muria se enciende un cigarrillo con su encendedor en forma de tigre rampante.
—Usted, señor Muria —continúa Lao, impertérrito.
—¿Qué pasa conmigo?
—Lo que su expediente
no dice,
por ejemplo, es la razón verdadera por la que pidió su traslado al Servicio. Odiaba usted el ejército. Nunca se pudo adaptar a la vida del cuartel. Sus compañeros abusaban de usted y hasta le pegaban.
A Muria se le cae el cigarrillo al suelo.
—Usted, señorita Sabajanes. —Lao se vuelve hacia la secretaria—. Hasta alguien como usted tiene secretos. Fuma a escondidas, pero eso es obvio, claro. Y está usted enamorada, salta a la vista. Me temo que de su sacerdote.
La secretaria se pone de pie, con la cara roja de furia.
—¿Cómo se
atreve?
—Su voz se ha vuelto dos octavas más aguda.
—Lo importante —concluye Lao— es que esas cosas no las dice el expediente. Las dicen
ustedes.
Hay un silencio largo. Por fin Melitón Muria, el operativo de campo con la hoja de servicios más mediocre que Lao ha visto en su vida de agente del SECED, cierra la boca y la vuelve a abrir para hablar.
—¿P-pero cómo…? ¿Cómo sabe usted…?
—Usted no viste como los militares cuando van de civil —contesta Lao—. Solamente hay que ver al resto de personal militar de aquí. Usted busca distinguirse, tener un estilo individual. Eso es un rasgo de personalidad que choca con el ejército. Se lo ve a usted ufano, casi ansioso por no llevar uniforme. Para usted este destino es un alivio, por mucho que no le guste el trabajo. Y luego tiene esa cicatriz, ahí en el costado de la cabeza. —Señala vagamente—. Es reciente, pero no demasiado. Debe de tener tres o cuatro años. Y acabo de ver en el expediente que usted estuvo entre el 73 y el 76 en el cuerpo de artilleros. No entró en combate, eso es obvio. No se metió usted en ninguna pelea ni tampoco tuvo un accidente, porque eso constaría en su expediente. Así que lo más probable es que alguien le pegara y usted no lo delatara. En los cuarteles se suelen esconder los malos tratos. —Se vuelve hacia la secretaria—. En cuanto a usted. Que fuma es obvio por la coloración de sus falanges, pero está claro que una mujer de su edad no confesaría ese hábito. El perfume que lleva podría estar orientado a disimular el olor. Que está usted enamorada salta a la vista: la forma en que va vestida y arreglada no se corresponde con su edad ni con su estilo de vida. Algunas prendas que lleva parecen compradas en los últimos meses, y otras son de corte antiguo pero no están gastadas. Eso quiere decir que las ha recuperado hace poco. Todo su vestuario ha sido remodelado en los últimos tres meses para agradar a un hombre. Pero
no hay
hombres en su vida. El expediente lo deja claro. Soltera y sin más familia que una hermana que también es soltera. El único hombre en su vida es su confesor. Va usted a misa a diario, algunos días dos veces. Forma parte de un círculo estrecho de feligresas que ayudan en la sacristía. Estoy seguro de que si preguntamos en su parroquia veremos que han cambiado al párroco en los últimos tres o cuatro meses.
Los dos empleados de la recién instaurada Unidad de Apoyo Especial continúan en sus sitios respectivos, sin hablar, sin mirarse entre ellos y sin moverse para nada, cuando ya hace un minuto largo que Arístides Lao se ha puesto a trabajar.
La estudiante de Bellas Artes de la chaqueta de cuero y los ojos estrambóticamente sombreados está sentada en la entrada del Centro Parroquial del Carmen, con las rodillas huesudas muy juntas, liándose uno de sus cigarrillos parsimoniosos, cuando Teo Barbosa sale por la puerta. Las farolas tiñen la escena de un color ocre sucio, a la vez resplandeciente y mate. Un borracho que duerme en los escalones de la iglesia. Gitanos que tocan una guitarra en un portal cercano. La mole de ladrillo rojo de la parroquia del Carmen, parecida a un castillo de cuento de hadas. Barbosa ha esperado a que se marchara el resto de la Comisión de Propaganda para salir: una costumbre que presenta la ventaja de evitar situaciones incómodas derivadas del cisma que lo aísla del grupo. Se detiene al lado de la chica. Ella levanta la vista del cigarrillo que está liando y recorre con la mirada primero las piernas larguísimas de él y por fin su torso interminable.
—¿Cómo puedo darle las gracias al ángel que ha salvado mi militancia? —Barbosa sonríe con dos hileras perfectas de dientes—. Te pagaría con mi primer hijo, pero no sé si encontraría a una madre dispuesta.
—No estoy segura de haberte hecho un favor. —Ella hace una pausa para lamer el adhesivo del papel de liar. Niega con la cabeza—. La verdad, no parece que el sindicato sea el sitio más indicado para alguien como tú. No te lo tomes mal.
Barbosa hace un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.
—Todos los sitios son igual de malos —dice—. Además, no quiero darle a Torregrasa la alegría de marcharme. La cara de cabreo que se le pone cuando aparezco es lo que me hace venir todas las semanas.
La chica se enciende el cigarrillo con una mano mientras lo protege del aire con la otra, con ese fruncimiento de la cara entera con que la gente se enciende los cigarrillos a la intemperie. Por fin da una calada larga y expulsa el humo. Extiende una mano para que Barbosa la ayude a levantarse y él le da un tirón gentil de la mano delgada. Ella se sacude con gesto ausente el trasero de la falda.
—Déjame por lo menos que te invite a una copa. —Barbosa hace un gesto vago en la dirección general de la Rambla—. No sé cómo te llamas.
—Sara Arta —dice ella.
—Yo soy Teo Barbosa.
—Todo el mundo sabe quién eres, Teo Barbosa. Es imposible no saberlo, por mucho que uno se esfuerce.
Diez minutos más tarde están los dos sentados en una mesa de mármol al fondo del salón del Café de la Ópera, junto a un grupo numeroso de homosexuales que beben café con anís en dos mesas arrimadas y flanqueadas de espejos. El humo de tabaco que llena el salón es tan denso que los camareros uniformados emergen como policías victorianos de la niebla, cargados con sus bandejas llenas, indistintos hasta que uno los tiene prácticamente encima. Barbosa está bebiendo una cerveza y Sara Arta un gin tonic. Los homosexuales de la mesa de al lado hablan muy alto, compitiendo entre ellos por hacerse oír, y de vez en cuando sueltan risotadas colectivas. Barbosa señala uno de los espejos labrados en el que Sara se está mirando de reojo.
—Ya te he visto mirarte varias veces. Hasta en las reuniones de la comisión lo haces. —Sonríe—. ¿He descubierto alguna pequeña debilidad por ahí?
Sara Arta da un sorbo de su gin tonic.
—Y yo te he visto despatarrarte en cada reunión de propaganda y estirar esas piernas de jugador de baloncesto que tienes y hacerte el fanfarrón y burlarte de todo lo que dice el camarada secretario, y cuando alguien se queja, te dedicas a hacerte el inocente y a pensar que tu carita de ángel te va a sacar de todos los aprietos. —Ella levanta una ceja—. ¿Qué te parece? ¿Te he descubierto alguna pequeña debilidad?
Barbosa levanta las manos en un gesto de admisión de culpabilidad.
—Me has cazado —dice, sonriente—. No es culpa mía. Soy el número seis de ocho hermanos. Crecí desesperado porque me prestaran atención. Mi madre se murió después del último parto. Ni siquiera se pudo morir pariéndome
a mí.
—Niega con la cabeza mientras da una calada con los ojos entrecerrados—. Y claro, me he traído ese ansia a mi vida adulta. Por eso tengo una conducta tan atroz.
Sara Arta frunce el ceño.
—¿Esa historia es verdad?
—¡No! —Barbosa se ríe—. Soy hijo único. ¿Es que no lo has notado?
A ella se le escapa la sonrisa. Se ha quitado la chaqueta de cuero al entrar, y ahora el efecto hipnótico de su aspecto se ve intensificado por la desnudez de su cuello y sus hombros, que son muy delgados y pálidos y están llenos de riscos y de hondonadas imposiblemente armoniosas que funcionan como equivalente torácico a sus mejillas elegantemente hundidas. Sin ser conscientes, los dos han adoptado las posturas corporales clásicas de la seducción en torno a una mesa: ella ligeramente echada hacia atrás, apoyando en la mesa el codo de la mano que fuma y cogiéndose el brazo con la otra para formar una especie de parapeto de antebrazos. Él apoyado en la pared de espejos con gesto estudiadamente indolente, medio girado de costado para fingir que tiene cosas más interesantes que mirar que la cara de ella.
—¿Qué haces tú en el sindicato? —Ella frunce los ojos—. Con esos ojazos y esa jeta que tienes. Tendrías que ser actor. Has conseguido engañar a esa pobre gente de la Comisión de Propaganda para que crean que te importa un pimiento lo que hacen.
Ahora es a él a quien se le escapa la sonrisa.
—¿Y tú? —responde—. ¿Qué haces tú en un sindicato maoísta?
Sara Arta se termina el gin tonic de un trago.
—Se me ocurrió que estaría bien hacer la revolución —dice.
—¿Y qué tal va?
—Bien, supongo. —Ella se encoge de hombros—. La quema del palacio va despacio.
Barbosa detiene a un camarero que acaba de emerger del humo de tabaco.
—Mi amiga necesita otro gin tonic, por favor —le dice.
El camarero murmura algo inaudible y desaparece otra vez en la niebla.
—¿Eres artista? —pregunta Barbosa.
Ella lo piensa un momento.
—Supongo que sí —contesta—. Aunque la clase de arte que hago no es del gusto de casi nadie. Digamos que no distingo muy bien entre arte y revolución.
—¿Siempre bebes tanto? No estoy seguro de poder seguirte, y eso que mido metro noventa y tres.
A ella se le vuelve a escapar la misma cara de coquetería de la reunión. Lo único que la distingue de su cara normal es un ligerísimo mohín de los labios, pero ese detalle cambia por completo el efecto general de su expresión. De repente su pintura de ojos estrambótica, la ropa negra y todos lo demás se convierten en un disfraz vagamente infantil. El efecto es lo bastante fugaz como para parecer un simple producto de la imaginación.