Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Ese verano, Lloyd pasaba las vacaciones trabajando por poco dinero como organizador en un campamento para carboneros parados. Tenían el proyecto de renovar la Biblioteca del Instituto de Mineros. El ejercicio físico que suponía lijar, pintar y construir estanterías resultaba un grato cambio para Lloyd después de tanto leer a Schiller en alemán y a Molière en francés. Le gustaban las bromas que se gastaban los hombres: había heredado de su madre el amor por el sentido del humor galés.
Aquello estaba muy bien, pero no era luchar contra el fascismo. Se estremecía cada vez que recordaba cómo se había agazapado en el templo baptista mientras Boy Fitzherbert y sus matones cantaban por las calles y les lanzaban piedras por la ventana. Deseó haber salido allí fuera y haberle pegado un puñetazo a alguno de ellos. Puede que hubiera sido una estupidez, pero se habría sentido mejor. Lo pensaba todas las noches, antes de quedarse dormido.
También pensaba en Daisy Peshkov y su chaqueta de seda rosa con mangas farol.
La había visto una segunda vez durante la Semana de Mayo. Lloyd había ido a un recital en la capilla del King’s College, porque el estudiante que ocupaba la habitación contigua a la suya en el Emmanuel iba a tocar el violonchelo; Daisy también estaba entre el público, con los Westhampton. Llevaba un sombrero de paja con el ala un poco levantada que la hacía parecer una colegiala traviesa. Lloyd la había buscado al terminar y le había hecho preguntas sobre Estados Unidos, un país en el que él no había estado. Sentía curiosidad por la administración del presidente Roosevelt y por si tenía algo que enseñarle a Gran Bretaña, pero Daisy no hablaba más que de las fiestas que se organizaban en los partidos de tenis, los torneos de polo y los clubes náuticos. A pesar de eso, lo había vuelto a cautivar por completo una vez más. A Lloyd le encantaba su alegre palabrería, sobre todo porque de vez en cuando estaba salpicada de inesperados dardos de un ingenio sarcástico.
—No quisiera separarte de tus amigos… pero me gustaría preguntarte por el
new deal
—le había dicho.
—Caramba, tú sí que sabes cómo halagar a una chica —había respondido ella. Pero al despedirse, le había dicho—: Llámame cuando vengas a Londres: Mayfair dos cuatro tres cuatro.
Ese día Lloyd había parado a comer en casa de sus abuelos de camino a la estación de tren. En el campamento de trabajo le habían dado unos días libres, y pensaba coger el tren a Londres para disfrutar de un breve descanso. Tenía la vaga esperanza de tropezarse allí con Daisy, como si Londres fuese una ciudad igual de pequeña que Aberowen.
En el campamento también le habían encargado de la educación política, y en ese momento le contó a su abuelo que había organizado una serie de conferencias por parte de catedráticos de Cambridge que eran de izquierdas.
—Les digo que es una oportunidad para salir de su torre de marfil y entrar en contacto con la clase trabajadora, así que les resulta muy difícil negarse.
Los pálidos ojos azules del abuelo bajaron la mirada por su nariz larga y afilada.
—Espero que nuestros chicos les enseñen tres o cuatro cosas sobre el mundo real.
Lloyd señaló al hijo de Tom Griffiths, que estaba de pie en el umbral de la puerta de atrás, escuchando. A sus dieciséis años, Lenny ya tenía esa sombra de barba negra tan característica de los Griffiths, que no desaparecía de sus mejillas ni cuando estaban recién afeitados.
—Lenny tuvo una discusión con un profesor marxista.
—Bien por ti, Len —dijo el abuelo.
El marxismo era muy popular en Gales del Sur, que a veces recibía medio en broma el nombre de Pequeño Moscú, pero el abuelo siempre había sido un anticomunista acérrimo.
—Cuéntale al abuelo lo que le dijiste, Lenny.
Lenny sonrió con malicia y recitó:
—En 1872 el cabecilla anarquista Mijaíl Bakunin advirtió a Karl Marx de que si los comunistas llegaban al poder serían tan represores como la aristocracia a la que sustituían. Después de lo que ha sucedido en Rusia, ¿puede decir con sinceridad que Bakunin se equivocaba?
El abuelo se puso a aplaudir. Un buen tema de debate siempre era muy bien recibido en torno a la mesa de su cocina.
La abuela de Lloyd le sirvió una taza de té recién hecho. Cara Williams era una mujer gris, llena de arrugas y encorvada, igual que todas las mujeres de su edad en Aberowen.
—¿Ya le haces la corte a alguna chica, cariño mío? —le preguntó a Lloyd, que se ruborizó al instante.
—Ando muy ocupado con los estudios, abuela. —Pero la imagen de Daisy Peshkov se cruzó por su mente junto con aquel número de teléfono: Mayfair dos cuatro tres cuatro.
—Entonces, ¿quién es esa tal Ruby Carter? —preguntó la mujer.
Los hombres se echaron a reír.
—¡Te han pescado, muchacho!
Estaba claro que la madre de Lloyd se había ido de la lengua.
—Ruby es la responsable de afiliados del Partido Laborista de Cambridge, nada más —protestó Lloyd.
—Sí, claro, claro. Muy convincente —dijo Billy con sarcasmo, y todos se echaron a reír de nuevo.
—Abuela, no te gustaría que Ruby y yo fuéramos novios, créeme —dijo Lloyd—. Me dirías que lleva la ropa demasiado ceñida.
—Pues no me parece apropiada para ti —dijo Cara—. Ahora eres todo un universitario, así que tienes que apuntar más alto.
Lloyd se dio cuenta de que era igual de esnob que Daisy.
—Ruby Carter no tiene nada de malo —dijo—. Solo que no estoy enamorado de ella.
—Tú tienes que casarte con una mujer instruida, una maestra de escuela o una enfermera con titulación.
El problema era que su abuela había acertado. A Lloyd le gustaba Ruby, pero nunca la amaría. Era bastante guapa, e inteligente también, y Lloyd sentía tanta debilidad por las figuras curvilíneas como cualquier hijo de vecino, pero, aun así, sabía que no era la mujer adecuada para él. Peor aún, la abuela había metido su dedo viejo y arrugado en la llaga: Ruby tenía muy poca amplitud de miras, sus horizontes eran muy limitados. No era emocionante. No era como Daisy.
—Ya basta de tanto hablar de mujeres —dijo Cara—. Billy, cuéntanos qué noticias hay de España.
—La cosa está mal —contestó él.
Europa entera estaba pendiente de España. El gobierno de izquierdas que había salido elegido el pasado mes de febrero había sufrido una tentativa de golpe de Estado apoyado por los fascistas y los conservadores. El general rebelde, Franco, había conseguido el respaldo de la Iglesia católica. La noticia había sacudido el resto del continente como si fuera un terremoto. Después de Alemania e Italia, ¿también España, de pronto, caería bajo la maldición del fascismo?
—La sublevación ha sido una chapuza, como seguro que sabréis ya, y ha estado a punto de fracasar —siguió contando Billy—. Pero Hitler y Mussolini han acudido al rescate y han salvado el alzamiento transportando por avión a miles de soldados rebeldes de refuerzo desde el norte de África.
—¡Pero los sindicatos han salvado al gobierno! —intervino Lenny.
—Eso es cierto —dijo Billy—. El gobierno ha reaccionado con lentitud, pero los sindicatos se han puesto al frente organizando a los trabajadores y proveyéndolos de armas que han sacado de arsenales militares, buques de guerra, armerías y de allí de donde las han podido encontrar.
—Al menos alguien contraataca —dijo el abuelo—. Hasta ahora los fascistas se han salido con la suya en todas partes. En Renania y Abisinia simplemente hicieron acto de presencia y cogieron lo que les dio la gana. Gracias tenemos que darle a Dios de los españoles, vaya. Han tenido suficientes agallas para oponerse.
Se produjo un murmullo de aprobación entre los hombres que estaban apoyados en las paredes.
Lloyd recordó de nuevo aquel sábado por la tarde en Cambridge. También él había dejado que los fascistas se salieran con la suya. Bullía por dentro de frustración.
—Pero ¿pueden imponerse? —preguntó el abuelo—. Parece que ahora lo crucial son las armas, ¿verdad?
—Justamente —dijo Billy—. Los alemanes y los italianos suministran armamento y munición a los rebeldes, y también aviones de combate y pilotos. Pero al gobierno de España elegido en las urnas no lo ayuda nadie.
—¿Y por qué demonios no? —preguntó Lenny, enfadado.
Cara levantó la mirada desde los fogones. Sus oscuros ojos mediterráneos refulgían en un gesto de desaprobación, y Lloyd creyó ver en ellos a la chica guapa que había sido su abuela una vez.
—¡No quiero palabrotas en mi cocina! —advirtió.
—Lo siento, señora Williams.
—Yo puedo explicaros el verdadero porqué —dijo Billy, y todos los hombres callaron para escucharlo—. El primer ministro francés, Léon Blum, socialista, como ya sabéis, lo tenía todo dispuesto para enviar ayuda. Ya cuenta con un vecino fascista, Alemania, y lo último que quiere es un régimen fascista también en su frontera sur. Enviar armas al gobierno español pondría en pie de guerra a toda la derecha francesa, y también a los socialistas católicos del país, pero eso Blum podría soportarlo, sobre todo si tuviera el apoyo británico y pudiera decir que armar al gobierno de España es una iniciativa internacional.
—¿Y qué se torció? —preguntó el abuelo.
—Nuestro gobierno le quitó la idea de la cabeza. Blum vino a Londres y el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, le dijo que no lo secundaríamos.
El abuelo montó en cólera.
—¿Por qué necesita ningún apoyo? ¿Cómo puede un primer ministro socialista dejarse mangonear así por un gobierno conservador de otro país?
—Porque también en Francia existe el peligro de un golpe de Estado militar —explicó Billy—. Allí la prensa es de la derecha más recalcitrante, y están espoleando a sus propios fascistas hasta límites insospechados. Blum podría enfrentarse a ellos con el apoyo de Gran Bretaña… pero quizá no sin él.
—O sea, ¡que otra vez tenemos que ver cómo nuestro gobierno conservador adopta una actitud benévola con el fascismo!
—Todos esos
tories
tienen dinero invertido en España: vino, carbón, acero, industrias textiles… y les da miedo que el gobierno de izquierdas acabe expropiándolo todo.
—¿Qué dice Estados Unidos? Ellos creen en la democracia. ¿No están dispuestos a vender armas a España?
—Se diría que sí, ¿verdad? Pero existe un influyente grupo católico muy bien financiado, encabezado por un millonario llamado Joseph Kennedy, que se opone a enviar cualquier tipo de ayuda al gobierno español. Y un presidente demócrata necesita el apoyo de los católicos. Roosevelt no hará nada que ponga en peligro su
new deal
.
—Bueno, de todas formas sí hay algo que podemos hacer —dijo Lenny Griffiths, y en su expresión se reflejó toda su rebeldía adolescente.
—¿El qué, Len, muchacho? —preguntó Billy.
—Podemos ir a España a luchar.
—No digas bobadas, Lenny —dijo su padre.
—Hay mucha gente que habla de ir allí, en todo el mundo, incluso en Estados Unidos. Quieren formar unidades de voluntarios para luchar junto al ejército regular.
Lloyd se irguió en su asiento.
—¿De verdad? —Era la primera vez que oía hablar de ello—. ¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en el
Daily Herald
.
Lloyd no salía de su asombro. ¡Voluntarios que se iban a España a luchar contra los fascistas!
—Bueno, pues tú no vas a ir, y punto —le dijo Tom Griffiths a Lenny.
—¿Recordáis a aquellos chicos que mintieron sobre su edad para poder luchar en la Gran Guerra? —preguntó Billy—. Fueron miles.
—Y la mayoría no sirvieron para nada de nada —repuso Tom—. Recuerdo a aquel chico que se echó a llorar antes de la batalla del Somme. ¿Cómo se llamaba, Billy?
—Owen Bevin. Al final huyó, ¿verdad?
—Sí… de cabeza a un pelotón de fusilamiento. Los muy cabrones lo mataron por desertor. Quince años, tenía, el pobre chiquillo.
—Yo tengo dieciséis —soltó Lenny.
—Sí —dijo su padre—. Menuda diferencia.
—Nuestro Lloyd va a perder el tren de Londres que sale dentro de diez minutos —dijo el abuelo.
Lloyd se había quedado tan afectado con la revelación que le había hecho Lenny que se había olvidado de la hora. Se puso en pie de un salto, le dio un beso a su abuela y cogió su pequeña maleta.
—Te acompañaré a la estación —dijo Lenny.
Lloyd se despidió de todo el mundo.
Mientras se apresuraban colina abajo, Lenny no decía nada. Parecía absorto en sus pensamientos. Lloyd agradeció no tener que darle conversación: también él sentía cierta confusión mental.
El tren ya había llegado. Lloyd compró un billete de tercera a Londres y, cuando ya estaba a punto de subir a su vagón, Lenny habló por fin.
—Oye, Lloyd, dime una cosa, ¿cómo se saca uno el pasaporte?
—Decías muy en serio eso de ir a España, ¿verdad?
—Venga, hombre, no me fastidies, quiero saberlo.
Sonó el silbato y Lloyd subió al tren, cerró la puerta y bajó la ventanilla.
—Tienes que ir a correos y pedir un formulario.
—Si voy a la oficina de correos de Aberowen y pido un formulario para sacarme el pasaporte, mi madre se habrá enterado unos treinta segundos después.
—Pues vete a Cardiff —dijo Lloyd, y el tren se puso en marcha.
Ocupó su asiento y se sacó del bolsillo un ejemplar de
Le Rouge et le Noir
de Stendhal, en francés, pero se quedó mirando la página sin asimilar nada de lo que leía. Solo podía pensar en una cosa: ir a España.
Sabía que debería darle miedo, pero lo único que sentía era entusiasmo ante la idea de irse a luchar (a luchar de verdad, no solo organizando mítines) contra la clase de hombres que habían azuzado a los perros contra Jörg. Estaba claro que el miedo aparecería tarde o temprano. Antes de un combate de boxeo, en el vestuario, nunca estaba asustado, pero en cuanto salía al ring y veía al hombre que quería dejarlo inconsciente de un puñetazo, veía sus hombros musculados, los puños contundentes y el rostro cruel, entonces se le secaba la boca y el corazón empezaba a latirle con tanta fuerza que tenía que contener el impulso de dar media vuelta y salir corriendo.
En aquel momento, casi lo único que le preocupaba eran sus padres. Bernie estaba tan orgulloso de tener a un hijastro estudiando en Cambridge —se lo había contado a medio barrio del East End—, que le destrozaría ver marchar a Lloyd antes de sacarse el título. El temor de Ethel porque pudieran herir a su hijo, o matarlo, sería constante. Los dos se quedarían muy afectados.