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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (24 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Menuda estúpida —espetó Daisy.

Pero su madre parecía preocupada.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó—. ¡Llevamos aquí cinco minutos y ya nos han vuelto la cara tres personas!

—Está celosa —aclaró Daisy—. A Dot le habría gustado ser ella quien se casase con Charlie.

—A estas alturas, a Dot Renshaw le gustaría casarse más o menos con cualquiera —añadió Olga.

—Venga, vamos a divertirnos —dijo Daisy, y fue la primera en salir.

Al entrar en el salón de baile, Woody Dewar la saludó.

—Por fin, ¡un caballero! —exclamó Daisy.

—Solo quería decirte que creo que está mal que la gente te culpe a ti por cualquier cosa que haya hecho tu padre —dijo él en voz baja.

—¡Sobre todo cuando todos le compraban alcohol! —respondió ella.

Entonces vio a su futura suegra, con un vestido de fiesta de color rosa y tela plisada que no favorecía en absoluto a su figura huesuda. Nora Farquharson no estaba pletórica con la elección de novia de su hijo, pero había aceptado a Daisy y se había mostrado encantadora con Olga en sus mutuas visitas.

—¡Señora Farquharson! —exclamó Daisy—. ¡Qué vestido tan bonito!

Nora Farquharson le volvió la espalda y se alejó.

Eva lanzó un suspiro ahogado.

Una horrorosa sensación invadió a Daisy. Se volvió hacia Woody.

—Esto no es por lo del alcohol, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué es?

—Tendrás que preguntárselo a Charlie. Aquí llega.

Charlie estaba sudando, aunque no hacía calor.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Daisy—. ¡Todo el mundo me da la espalda!

El joven estaba hecho un manojo de nervios.

—La gente está muy enfadada con tu familia —aclaró él.

—¿Por qué motivo? —preguntó ella alzando la voz.

Varias personas que se encontraban por allí cerca se percataron del tono elevado y se volvieron para ver quién hablaba. A ella le daba igual.

—Tu padre ha arruinado a Dave Rouzrokh —dijo Charlie.

—¿Te refieres al incidente en el Ritz-Carlton? ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Dave cae bien a todo el mundo, aunque sea persa o algo así. Y no creen que sea un violador.

—¡Jamás he dicho tal cosa!

—Ya lo sé —dijo Charlie, que, era evidente, estaba sufriendo muchísimo.

Los presentes los miraban con descaro: Victor Dixon, Dot Renshaw, Chuck Dewar.

—Pero la culpa la tengo yo, ¿verdad? —dijo Daisy.

—Tu padre ha hecho algo horrible.

Daisy estaba paralizada por el miedo. ¿De verdad podía sufrir una derrota en el último momento?

—Charlie —dijo—. ¿Qué estás queriendo decirme? Habla claro, por el amor de Dios.

Eva rodeó con un brazo por la cintura a su amiga como gesto de apoyo.

—Mi madre opina que es imperdonable —respondió Charlie.

—¿Qué significa eso de «imperdonable»?

Él la miró, abatido. No le salían las palabras.

Aunque no eran necesarias. Ella sabía lo que iba a decirle.

—Se ha terminado, ¿verdad? —preguntó ella—. Estás dándome plantón.

Él asintió en silencio.

—Daisy, tenemos que irnos —dijo Olga, que estaba llorando.

Su hija echó un vistazo a su alrededor. Levantó la barbilla con altivez y los miró a todos, uno por uno: Dot Renshaw, con una mirada de satisfacción maliciosa; Victor Dixon, con gesto de admiración; Chuck Dewar, boquiabierto e impresionado como adolescente que era, y su hermano Woody, con expresión compasiva.

—¡Idos todos al infierno! —exclamó Daisy—. ¡Yo me voy a Londres a bailar con el rey!

3

1936

I

Era una soleada tarde de sábado. Corría el mes de mayo de 1936 y Lloyd Williams estaba terminando su segundo año en Cambridge cuando el cruel fantasma del fascismo volvió a aparecerse entre los claustros de piedra blanca de la antigua universidad.

Lloyd asistía al Emmanuel College —más conocido como «Emma»—, donde estudiaba Lenguas Modernas. Había escogido francés y alemán, pero el alemán le gustaba más. Mientras se empapaba del esplendor de la cultura germana leyendo a Goethe, Schiller, Heine y Thomas Mann, de vez en cuando levantaba la cabeza del escritorio que ocupaba en la silenciosa biblioteca para contemplar con tristeza cómo Alemania se hundía aquellos días en la barbarie.

Poco después, la sección local de la Unión Británica de Fascistas anunció que su fundador, sir Oswald Mosley, pronunciaría un discurso en un mitin que iba a celebrarse en Cambridge. Esa noticia trasladó a Lloyd al Berlín de tres años atrás. Volvió a ver a los matones de los camisas pardas destrozando las oficinas de la revista de Maud von Ulrich; volvió a oír el crispante sonido de la voz preñada de odio de Hitler mientras, de pie ante su Parlamento, cargaba lleno de desprecio contra la democracia; de nuevo se estremeció al recordar las fauces ensangrentadas de aquellos perros que habían atacado a Jörg, mientras tenía la cabeza tapada con un cubo.

Lloyd se encontraba en el andén de la estación ferroviaria de Cambridge, esperando a que llegara su madre en el tren de Londres. Junto a él estaba Ruby Carter, una compañera militante del Partido Laborista local. Ruby le había ayudado a organizar el mitin de ese día, que trataría sobre «La verdad del fascismo». La madre de Lloyd, Eth Leckwith, era una de las oradoras. Su libro sobre Alemania había tenido un éxito enorme; Eth había vuelto a presentarse a las elecciones al Parlamento en 1935 y otra vez ocupaba un escaño en la cámara como parlamentaria por Aldgate.

Lloyd estaba algo nervioso por lo del mitin. El nuevo partido político de Mosley había conseguido muchos miles de afiliados, gracias en parte al entusiasta apoyo que les brindaba el
Daily Mail
, que había publicado en portada el desafortunado titular de «¡Un hurra por los camisas negras!». Mosley era un orador con muchísimo carisma y era indudable que en el mitin de ese día volvería a reclutar nuevos miembros, así que empezaba a ser fundamental que una clara voz de la razón se alzara para contrarrestar sus seductoras mentiras.

Ruby, por el contrario, estaba muy habladora y no hacía más que quejarse de la vida social de Cambridge.

—Con los chicos de por aquí me aburro muchísimo —decía—. Lo único que quieren hacer es ir a un pub a emborracharse.

Lloyd se sorprendió. Siempre había creído que la vida social de Ruby era de lo más animada. La chica solía vestirse con prendas baratas que siempre le quedaban algo ceñidas y con las que lucía sus generosas curvas. Lloyd pensaba que la mayoría de los hombres debían de encontrarla atractiva.

—¿Y a ti qué te gusta hacer? —le preguntó él—. Aparte de organizar mítines del Partido Laborista.

—Me encanta ir a bailar.

—Pues seguro que no te faltarán parejas de baile. En la universidad hay doce hombres por cada mujer.

—Sin ánimo de ofender, pero la mayoría de los hombres de la universidad son mariquitas.

Cierto. Lloyd sabía que había muchos homosexuales en la Universidad de Cambridge, pero se sobresaltó al oírle sacar el tema. Ruby era famosa por su franqueza, pero una afirmación como aquella resultaba escandalosa incluso viniendo de ella. No sabía cómo reaccionar ante ese comentario, de modo que no dijo nada.

—Tú no serás uno de ellos, ¿verdad? —preguntó Ruby.

—¡No! Qué cosas dices.

—No tienes por qué ofenderte. Eres lo bastante guapo para ser mariquita, lo único que te sobra es esa nariz aplastada que tienes.

Lloyd se echó a reír.

—Menudo cumplido, la verdad es que no sé cómo tomármelo.

—Pero es verdad que eres guapo. Te pareces un poco a Douglas Fairbanks Junior.

—Vaya, pues gracias, pero no soy mariquita.

—¿Tienes novia?

Aquello se estaba poniendo tenso.

—No, ahora mismo no. —Hizo como si consultase su reloj de pulsera y miró a ver si el tren llegaba ya.

—¿Por qué no?

—Porque no he conocido aún a la chica adecuada.

—Ah, muchas gracias por la parte que me toca.

Lloyd la miró y comprobó que hablaba medio en broma. Aun así, se sintió avergonzado al ver que se había tomado el comentario de una forma tan personal.

—No me refería…

—Sí, sí que te referías a mí. Pero tranquilo. Ahí llega el tren.

La locomotora entró en la estación y se detuvo envuelta en una nube de vapor. Las puertas se abrieron y los pasajeros bajaron al andén: estudiantes con chaquetas de tweed, matronas de granja que iban a hacer sus compras, obreros con sus gorras planas. Lloyd paseó la mirada por aquella muchedumbre buscando a su madre.

—Estará en un vagón de tercera —dijo—. Cuestión de principios.

—¿Vendrás a mi fiesta de cumpleaños? Cumplo veintiuno.

—Claro que sí.

—Tengo una amiga que vive en un pequeño apartamento de Market Street, y su casera es sorda.

Lloyd no se sentía cómodo con esa invitación y dudó si había hecho lo correcto aceptando, pero entonces vio a su madre, guapa como un petirrojo con su abrigo ligero de color carmesí y un vistoso sombrerito. Le dio un abrazo y un beso.

—Estás estupendo, cariño mío —dijo Ethel—, pero tengo que comprarte un traje nuevo para el próximo semestre.

—Con este tengo bastante, mamá.

Lloyd contaba con una beca que le pagaba la matrícula de la universidad y los gastos de manutención más básicos, pero no le daba para trajes. Cuando entró en Cambridge, su madre había echado buena mano de sus ahorros y le había comprado un traje de tweed para diario y un traje de etiqueta para las cenas formales. El de tweed se lo había puesto todos los días durante los dos últimos años, y ya empezaba a notarse. A Lloyd le preocupaba mucho su aspecto y siempre se aseguraba de llevar la camisa blanca bien limpia, la corbata con el nudo perfecto y un pañuelo blanco doblado que sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta; debía de tener algún antepasado dandi en la familia. A pesar de que llevaba el traje muy bien planchado, era cierto que se veía ya algo desaliñado, y la verdad es que le hubiera gustado tener uno nuevo, pero no quería que su madre se gastara los ahorros en eso.

—Ya veremos —repuso la mujer. Se volvió hacia Ruby, le sonrió con cariño y le tendió una mano—. Soy Eth Leckwith —dijo, presentándose con la gracia natural de una duquesa que estaba de visita.

—Encantada de conocerla. Yo soy Ruby Carter.

—¿Tú también estudias aquí, Ruby?

—No, trabajo de doncella en Chimbleigh, una gran casa solariega. —Ruby parecía algo avergonzada al hacer esa confesión—. Queda a unos ocho kilómetros de la ciudad, pero siempre hay alguien que me deja una bicicleta.

—¡Qué casualidad! —dijo Ethel—. Cuando yo tenía tu edad, también era doncella en una casa de campo, en Gales.

Ruby se quedó de piedra.

—¿Usted, doncella? ¡Y ha llegado a parlamentaria!

—Bueno, en eso consiste la democracia.

—Ruby y yo hemos organizado juntos el mitin de hoy —dijo Lloyd.

—¿Y qué tal va por ahora? —preguntó su madre.

—Lleno total. De hecho, hemos tenido que buscar un salón de actos más grande.

—Te dije que funcionaría.

El mitin había sido idea de Ethel. Ruby Carter y muchos otros miembros del Partido Laborista habían querido organizar una manifestación de protesta para marchar por la ciudad. Al principio Lloyd también había estado de acuerdo con ellos.

—Tenemos que aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten para enfrentarnos públicamente al fascismo —había argumentado.

Ethel, sin embargo, le había aconsejado seguir otra táctica.

—Si marchamos gritando consignas, la gente creerá que somos iguales que ellos —había dicho—. Demostradles que somos diferentes. Organizad un mitin tranquilo e inteligente para debatir sobre la realidad del fascismo. —Lloyd había tenido sus dudas—. Yo misma iré a hablar, si quieres —le había propuesto su madre.

Lloyd había trasladado esa oferta al partido de Cambridge, donde se había producido un vivo debate en el que Ruby había sido la mayor detractora del plan de Ethel, pero al final la posibilidad de contar con una parlamentaria y feminista de fama hablando para ellos había acabado por zanjar la discusión.

Lloyd todavía no estaba seguro de que hubieran tomado la decisión acertada. Recordaba a Maud von Ulrich en Berlín, diciendo: «No debemos combatir la violencia con más violencia». Esa había sido la política del Partido Socialdemócrata alemán. Una política que, para la familia Von Ulrich y para Alemania, había resultado una catástrofe.

Salieron atravesando la arquería de medio punto de la estación, toda construida en ladrillo amarillento, y se apresuraron a bajar por la frondosa Station Road, una calle de engreídas casas de clase media hechas con ese mismo ladrillo amarillo pardusco. Ethel tomó el brazo a Lloyd.

—Bueno, ¿cómo le va a mi pequeño universitario? —preguntó.

Él sonrió al oír ese «pequeño». Era diez centímetros más alto que ella, y su entrenamiento con el equipo de boxeo de la universidad le había hecho desarrollar la musculatura: podría haberla levantado en alto con una sola mano. Sabía que su madre estaba que no cabía en sí de orgullo. Pocas cosas en la vida la habían complacido tanto como verlo ir a estudiar a Cambridge. Seguramente por eso quería comprarle trajes.

—Me encanta estar aquí, ya lo sabes —contestó él—. Y aún me gustará más cuando esté lleno de chicos de clase obrera.

—¡Y chicas! —añadió Ruby.

Torcieron por Hills Road, la vía principal que conducía al centro de la ciudad. Desde la llegada del ferrocarril, Cambridge se había expandido en dirección sur, hacia la estación, y a lo largo de Hills Road se habían construido varias iglesias para dar servicio a ese nuevo barrio de las afueras. Ellos se dirigían a un templo baptista cuyo pastor, que era de izquierdas, había accedido a cedérselo sin cobrarles nada.

—He llegado a un acuerdo con los fascistas —explicó Lloyd—. Les dije que nos abstendríamos de salir en manifestación si ellos prometían no marchar.

—Me sorprende que hayan aceptado —dijo Ethel—. A los fascistas les encantan las marchas.

—Al principio no querían, pero les comuniqué mi propuesta a las autoridades universitarias y a la policía, y entonces no les quedó más opción.

—Qué inteligente.

—Pero, mamá, ¿a que no sabes quién es su jefe aquí, en la ciudad? El vizconde de Aberowen, también conocido como Boy Fitzherbert. ¡El hijo de tu antiguo patrón, el conde Fitzherbert! —Boy tenía veintiún años, la misma edad que Lloyd. Estudiaba en el Trinity College, al que asistían todos los aristócratas.

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