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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (30 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Lloyd dudó solo una fracción de segundo. ¿Estaba dispuesto a tolerar a Boy para poder disfrutar de Daisy? Desde luego.

—Lo cierto es que sí —dijo—. ¿Queréis que os acompañe?

—¡Fantástico!

De pronto apareció una mujer mayor señalando a Boy con un dedo índice conminatorio.

—Tienes que acompañar a estas chicas a casa antes de la medianoche —dijo con acento norteamericano—. Y ni un segundo después, por favor. —Lloyd supuso que sería la madre de Daisy.

—Déjelo en manos del ejército, señora Peshkov —dijo el hombre alto de uniforme de gala—. Seremos puntuales.

Detrás de la señora Peshkov se acercó el conde Fitzherbert con una mujer gruesa que debía de ser su esposa. A Lloyd le habría gustado preguntarle al conde por la política de su gobierno respecto a España.

Fuera tenían ya dos coches esperándolos. El conde, su mujer y la madre de Daisy se subieron a un Rolls-Royce Phantom III de color negro y crema. Boy y su grupo se apiñaron en el otro, una limusina Daimler E20 de color azul oscuro, el coche preferido de la familia real. En total eran siete jóvenes, contando a Lloyd. Eva parecía estar con el soldado, que se presentó él mismo a Lloyd como el teniente Jimmy Murray. La tercera chica era su hermana, May, y el otro muchacho (una versión más callada y delgada de Boy) resultó ser Andy Fitzherbert.

Lloyd le dio instrucciones al chófer para ir al Gaiety.

Se dio cuenta de que Jimmy Murray pasaba discretamente un brazo alrededor de la cintura de Eva. La reacción de la chica fue la de acercarse un poco a él: era evidente que estaban cortejando. Lloyd se alegró por ella. No era muy guapa, pero sí inteligente y encantadora. Le caía bien y se alegraba de que hubiera encontrado a un soldado alto. Aun así, se preguntó cómo reaccionarían otros en esas esferas de la alta sociedad si Jimmy anunciara que pensaba casarse con una alemana medio judía.

Entonces se le ocurrió que los demás formaban otras dos parejas: Andy y May, y (aunque no le hiciera ninguna gracia) Boy y Daisy. Lloyd era el único que quedaba solo. Como no quería mirarlos con demasiada insistencia, decidió estudiar la caoba pulida que enmarcaba las ventanillas. El coche subió por Ludgate Hill hacia la catedral de San Pablo.

—Vaya por Cheapside —le dijo Lloyd al chófer.

Boy dio un largo trago de una petaca de plata.

—Sí que sabes moverte por aquí, Williams —dijo tras limpiarse la boca.

—Vivo aquí —repuso Lloyd—. Nací en el East End.

—Qué maravilla —dijo Boy; Lloyd no estaba seguro de si hablaba con una ligera descortesía o si estaba siendo desagradablemente sarcástico.

En el Gaiety todas las sillas estaban ocupadas, pero había mucho sitio para estar de pie y el público se movía sin parar por todo el local para ir a saludar a amigos o pedir algo en la barra. Todos iban muy arreglados, las mujeres con vestidos de colores vivos y los hombres con sus mejores trajes. El ambiente era caluroso y estaba lleno de humo, el olor de la cerveza derramada lo invadía todo. Lloyd encontró sitio para su grupo casi al fondo. Su vestimenta los señalaba como visitantes del West End, pero no eran los únicos: los
music-halls
tenían mucho éxito entre todas las clases.

En el escenario, una artista algo madurita con un vestido rojo y una peluca rubia estaba interpretando un número de equívocos.

—Y entonces le dije: «No pienso dejarte entrar en mi pasadizo». —El público estalló en carcajadas—. Y él me dijo: «Ya lo veo desde aquí, cielo». Y yo le dije: «¡Deja de asomar las narices!». —Afectaba un tono de indignación—. Y entonces me contestó: «Pues a mí me parece que necesita una buena limpieza. ¡Bueno! ¿Qué me decís de eso?».

Lloyd vio que Daisy sonreía de oreja a oreja. Se inclinó hacia ella y le murmuró algo al oído.

—¿Te habías dado cuenta de que es un hombre?

—¡No!

—Mírale las manos.

—¡Ay, santo cielo! —exclamó ella—. ¡Esa mujer es un hombre!

David, el primo de Lloyd, pasó de largo junto a ellos y, al reconocer a Lloyd, volvió sobre sus pasos.

—¿Para qué vais vestidos tan de gala? —preguntó con su acento
cockney
. Él llevaba un pañuelo anudado al cuello y una gorra de tela.

—Hola, Dave, ¿qué tal te va?

—Me voy a España con Lenny Griffiths y contigo.

—No, ni hablar —dijo Lloyd—. Tienes quince años.

—En la Gran Guerra lucharon chicos de mi edad.

—Pero no sirvieron de nada… pregúntale a tu padre. De todas formas, ¿a ti quién te ha dicho que yo voy a ir?

—Tu hermana, Millie —contestó Dave, y siguió su camino.

—¿Qué bebe la gente por aquí, Williams? —preguntó Boy.

—Pintas de la mejor cerveza amarga, los hombres, y oporto con limón, las chicas —dijo Lloyd, aunque pensó que a Boy ya no le convenía beber más alcohol.

—¿Oporto con limón?

—Es oporto rebajado con limonada.

—Suena de lo más repugnante —dijo Boy, y desapareció.

El cómico llegó al clímax de su número.

—Y entonces le dije: «¡Idiota, que no es ese pasadizo!». —Él, o ella, se retiró entre tremendos aplausos.

Millie apareció frente a Lloyd.

—Hola —dijo, y miró a Daisy—. ¿Quién es tu amiga?

Lloyd se alegró al ver a Millie tan guapa con su sofisticado vestido negro, su collar de perlas falsas y un discreto toque de maquillaje.

—Señorita Peshkov —dijo—, permítame presentarle a mi hermana, la señorita Leckwith. Millie, esta es Daisy.

Se dieron la mano.

—Encantada de conocer a la hermana de Lloyd —dijo Daisy.

—Hermanastra, más bien.

—Mi padre murió en la Gran Guerra —explicó Lloyd—. Nunca lo conocí. Mi madre volvió a casarse cuando yo no era más que un niño.

—Que disfrutéis del espectáculo —dijo Millie antes de dar media vuelta; luego, cuando ya se iba, le comentó en voz baja a Lloyd—: Ahora entiendo por qué Ruby Carter no tiene ninguna posibilidad.

Lloyd refunfuñó por dentro. Estaba visto que su madre le había contado a toda la familia que andaba cortejando a Ruby.

—¿Quién es Ruby Carter? —preguntó Daisy.

—Es una doncella de Chimbleigh. La chica a la que le diste dinero para que fuera al dentista.

—Ya me acuerdo. O sea que su nombre está sentimentalmente unido al tuyo.

—En la imaginación de mi madre, sí.

Daisy se rió al verlo tan incómodo.

—O sea que no vas a casarte con una doncella.

—No voy a casarme con Ruby.

—Puede que sea la mujer ideal para ti.

Lloyd la miró directamente a los ojos.

—No siempre nos enamoramos de la persona que más nos conviene, ¿verdad?

Ella miró al escenario. El espectáculo estaba a punto de terminar y todo el reparto empezaba a cantar una conocida canción. El público se les unió con entusiasmo. Los clientes que estaban de pie al fondo se cogieron de los brazos y empezaron a balancearse al ritmo de la tonada, y el grupo de Boy siguió su ejemplo.

Cuando bajó el telón, Boy todavía seguía desaparecido.

—Iré a buscarlo —dijo Lloyd—. Creo que sé dónde puedo encontrarlo.

El Gaiety tenía servicios para señoritas, pero el de hombres era un patio trasero con un retrete que tenía el suelo de tierra y varios bidones de aceite cortados por la mitad. Encontró a Boy devolviendo en uno de ellos.

Le pasó un pañuelo para que se limpiara la boca, luego lo sostuvo del brazo, lo acompañó hasta el interior del establecimiento, que ya se estaba vaciando, y lo llevó hasta la limusina Daimler. Los demás ya estaban esperándolos. Subieron todos y Boy se quedó dormido al instante.

Cuando llegaron de nuevo al West End, Andy Fitzherbert le dijo al conductor que fuera primero a casa de los Murray, en una calle modesta que quedaba cerca de Trafalgar Square.

—Vosotros seguid. Yo acompañaré a May hasta la puerta y luego me iré a casa caminando —dijo mientras bajaba del coche con May.

Lloyd supuso que Andy pensaba dedicarle una romántica despedida a la chica en la puerta de su casa.

Siguieron camino hacia Mayfair. Cuando el coche se acercaba a Grosvenor Square, donde estaban alojadas Daisy y Eva, Jimmy le dijo al chófer:

—Pare en la esquina, por favor. —Y luego a Lloyd, en voz baja—: Oye, Williams, no te importa acompañar a la señorita Peshkov hasta la puerta, ¿verdad? Yo te sigo con fräulein Rothmann dentro de medio minuto.

—Desde luego.

Jimmy quería despedirse de Eva con un beso en el coche, era evidente. Boy no se enteraría: estaba roncando. Y el conductor, con la esperanza de conseguir una propina, fingiría no ver nada de nada.

Lloyd bajó del coche y le ofreció una mano a Daisy. Cuando ella se la aceptó, sintió un estremecimiento similar a una leve corriente eléctrica. La cogió del brazo y juntos echaron a andar lentamente por la acera. A medio camino entre dos farolas, donde la luz era más tenue, Daisy se detuvo.

—Démosles tiempo —dijo.

—Me alegra mucho que Eva tenga un pretendiente.

—Sí, a mí también.

Lloyd respiró hondo.

—No puedo decir lo mismo de ti con Boy Fitzherbert.

—¡Me presentó ante la corte! —explicó Daisy—. Y bailé con el rey en un club nocturno… Salió en todos los periódicos de mi país.

—¿Por eso dejas que te corteje? —dijo Lloyd sin poder creérselo.

—No solo por eso. Le gusta todo lo que hago: ir a fiestas, las carreras de caballos, la ropa bonita. ¡Es muy divertido! Incluso tiene su propio avión.

—Nada de eso importa —dijo Lloyd—. Déjalo y sé mi novia.

A Daisy pareció gustarle la declaración, pero se rió.

—Estás loco. Aunque me gustas.

—Lo digo en serio —insistió él, desesperado—. No puedo dejar de pensar en ti, aunque seas la última persona del mundo con la que me convendría casarme.

Ella volvió a reír.

—¡Cómo puedes decir esas barbaridades! No sé ni por qué hablo contigo. Supongo que me pareces agradable, detrás de esa fachada de rudas maneras.

—En realidad no soy rudo… solo me pasa contigo.

—Te creo. Pero no voy a casarme con un socialista muerto de hambre.

Lloyd le había abierto su corazón y ella lo había rechazado con gracia. Estaba destrozado. Volvió la mirada hacia el Daimler.

—Me pregunto cuánto más van a tardar —dijo con desconsuelo.

—Pero sí podría besar a un socialista, aunque solo sea por probar.

Lloyd tardó un momento en reaccionar. Pensó que Daisy solo estaba especulando. Pero una chica jamás diría algo así solo por especular. Era una invitación, y él había sido tan tonto como para estar a punto de dejarla pasar.

Se acercó a ella y le puso las manos en la cintura. Daisy alzó la cabeza hacia arriba, y su belleza lo dejó sin habla. Lloyd se inclinó y le dio un suave beso en la boca. Ella no cerró los ojos, tampoco él. Estaba excitadísimo, mirando a sus ojos azules mientras sus labios se movían contra los de ella. Daisy abrió la boca apenas un poco, y él rozó sus labios separados con la punta de la lengua. Un momento después, sintió que la lengua de ella le correspondía. Todavía lo miraba a los ojos, y Lloyd estaba en el paraíso, quería seguir preso de ese abrazo por toda la eternidad. Daisy apretó más su cuerpo contra el suyo. Él tenía una erección y retrocedió un poco, le daba vergüenza que ella lo notara… pero ella volvió a acercarse más y, mirándola a los ojos, Lloyd se dio cuenta de que quería sentir el roce de su miembro con su suave cuerpo. Eso lo encendió más todavía. Casi no podía soportarlo, sentía que iba a eyacular, y pensó que a lo mejor ella incluso lo deseaba.

Entonces oyeron que la puerta del Daimler se abría, y a Jimmy Murray hablando a un volumen algo exagerado para ser natural, como si les dirigiera un aviso. Lloyd puso fin al abrazo con Daisy.

—Vaya —murmuró ella, sorprendida—, ha sido un placer inesperado.

—Más que un placer —dijo Lloyd, la voz algo ronca.

Jimmy y Eva llegaron entonces donde estaban ellos y todos juntos caminaron hasta la puerta de la casa de la señora Peshkov. Era un edificio señorial, con unos escalones que subían hasta un porche cubierto. Lloyd se preguntó si el porche les proporcionaría cobijo suficiente para camuflar otro beso, pero mientras subían los escalones la puerta se abrió desde dentro. Un hombre vestido de etiqueta, seguramente el mayordomo con el que había hablado Lloyd antes. ¡Cómo se alegraba de haber hecho esa llamada!

Las dos chicas dijeron buenas noches con recato, sin que nada delatara que apenas segundos antes habían estado inmersas en sendos abrazos apasionados; después, la puerta se cerró y ellas desaparecieron.

Lloyd y Jimmy bajaron los escalones.

—Yo volveré a casa andando desde aquí —dijo Jimmy—. ¿Quieres que le diga al chófer que te lleve otra vez al East End? Debes de estar a cinco o seis kilómetros de casa. Y a Boy no le importará… seguirá durmiendo hasta el desayuno, diría yo.

—Es muy amable por tu parte, Murray, y te lo agradezco; pero, lo creas o no, me apetece caminar. Tengo mucho en qué pensar.

—Como prefieras. Buenas noches, entonces.

—Buenas noches —dijo Lloyd, y con la cabeza aún dándole vueltas mientras la erección disminuía poco a poco, se volvió hacia el este y echó a andar hacia casa.

IV

La temporada social de Londres terminó a mediados de agosto y Boy Fitzherbert todavía no le había propuesto matrimonio a Daisy Peshkov.

Daisy se sentía herida, y desconcertada también. Todos sabían que salían juntos. Se veían casi todos los días. El conde Fitzherbert le hablaba a Daisy como a una hija, e incluso la recelosa princesa Bea la trataba con más calidez. Boy la besaba cada vez que tenía ocasión, pero nunca decía nada del futuro.

La larga serie de comidas y cenas opíparas, fiestas y bailes esplendorosos, acontecimientos deportivos tradicionales y meriendas campestres con champán que constituían la temporada de Londres llegó a un abrupto final. De pronto, muchos de los nuevos amigos de Daisy habían abandonado la ciudad. La mayoría se trasladaban a sus casas de campo, donde, por lo que ella había podido dilucidar, pasaban los días cazando zorros, acechando a ciervos y probando su puntería con las aves.

Daisy y Olga se quedaron para asistir a la boda de Eva Rothmann. Al contrario que Boy, Jimmy Murray tenía prisa por casarse con la mujer a la que amaba. La ceremonia tuvo lugar en la parroquia de sus padres, en Chelsea.

Daisy tenía la sensación de haber hecho muy buen trabajo con Eva. Le había enseñado a su amiga a elegir la ropa que le sentaba bien, un estilo elegante sin muchas florituras, con intensos colores lisos que hacían resaltar su pelo oscuro y sus ojos castaños. Eva, al ir ganando en seguridad, había aprendido a sacar partido de su calidez natural y su rápida inteligencia para encandilar a hombres y mujeres por igual. Y Jimmy se había enamorado de ella. Jimmy no era ninguna estrella de cine, pero era alto y resultaba toscamente atractivo. Venía de familia militar y disponía de una modesta fortuna, así que Eva tendría una vida cómoda, aunque sin nadar en la abundancia.

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