Authors: Greg Egan
Tres se puso tenso, como si se dispusiera a moverse. Disparé con el arma al suelo cerca de su cabeza y se paró en seco. Sentí una oleada de vértigo y esperé una descarga de las automáticas. Estaba loco: ¿qué había hecho?
Se oyeron fuertes pisadas en cubierta y más gritos.
Una fem polinesia con mono azul y Veinte se acercaron a la entrada de la bodega. La granjera nos miró con el ceño fruncido.
—Si os han amenazado, recoged las pruebas y presentadlas ante un árbitro de la isla. No sé qué habrá pasado, pero ¿no crees que sería mejor separaros?
—Se esconden en el barco —dijo Veinte fingiendo ira—, nos intimidan con armas de fuego y cogen a un rehén. ¿Y esperas que te los entreguemos para que los dejes en libertad?
La granjera me miró directamente a los ojos. No podía hablar, pero le devolví la mirada y dejé caer la mano derecha a un lado.
—No tengo inconveniente en testificar a vuestro favor sobre lo que he visto —dijo dirigiéndose a Veinte con cara de póquer—. Así que si liberan al rehén y nos acompañan, te doy mi palabra de que se hará justicia.
Otros cuatro granjeros se asomaron por la escotilla de la bodega. Kuwale, que seguía sentada contra el mamparo, los saludó con una mano y dijo algo en polinesio. Uno de los granjeros se rió de forma escandalosa y le contestó. Sentí un brote de esperanza. El barco estaba lleno de personas y, al enfrentarse a la idea de una masacre, los CA se habían doblegado.
—¡Lo dejamos en libertad! —grité mientras me guardaba el arma en el bolsillo trasero. Tres se incorporó con una expresión hosca y, en voz baja, añadí hacia él—: Al fin y al cabo, ya está muerta. Eso es lo que nos has dicho. Ya eres uno de los salvadores del universo. —Me di una palmada en el vientre—. Piensa en tu lugar en la historia y no vayas a estropear tu imagen. —Intercambió una mirada con Veinte y empezó a subir la escala de cuerda.
Arrojé la pistola a un rincón y fui a ayudar a Kuwale. Subió por la escala muy despacio, y yo le seguí de cerca, con la esperanza de poder sujetarle si se caía.
Había aproximadamente unos treinta granjeros en cubierta, y ocho antropocosmólogos, casi todos armados, que parecían estar mucho más tensos que los anarkistas desarmados. Me horroricé al pensar en lo que podía haber sucedido. Busqué a Helen Wu, pero no estaba a la vista. ¿Habría vuelto a la isla durante la noche para supervisar la muerte de Mosala? No había oído ningún barco, pero podría haberse puesto un equipo de buceo para marcharse en la cosechadora.
Empezamos a avanzar hacia el borde de cubierta, donde había un puente retráctil que unía los dos barcos.
—¡No creas que vas a marcharte con propiedad robada! —gritó Veinte.
—¿Quieres vaciarte los bolsillos y ahorrarnos tiempo? —me dijo la granjera, que empezaba a perder la paciencia—. Tu amigo necesita un médico.
—Lo sé.
Veinte se acercó y señaló hacia la cubierta con una mirada cargada de significado que me heló la sangre. Todavía no se había acabado. Esperaban que lo que le habían hecho a Mosala fuera irreversible, pero aún no tenían la certeza y estaban dispuestos a abrir fuego si me marchaba con una grabación que demostraba que el peligro era real.
Conocían a Mosala demasiado bien. No tenía ni idea de cómo la convencería sin esa cinta; ella creía que ya la había avisado de una falsa alarma.
No tenía elección. Invoqué a
Testigo
y lo limpié todo.
—De acuerdo, ya está. Lo he borrado.
—No te creo.
—Conecta una agenda, haz un inventario y compruébalo —dije señalando la fibra que sobresalía.
—Eso no demuestra nada. Podrías ocultarlo.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Que me meta en un microondas y fría toda la memoria?
—Aquí no disponemos de ese equipo —dijo con un gesto solemne de negación.
Miré el puente que suspiraba bajo la presión de los dos barcos que cabeceaban y se balanceaban en el suave oleaje.
—De acuerdo, deja que se marche Kuwale, yo me quedo.
—No. No puedes confiar... —gruñó Kuwale.
—Es la única salida —interrumpió Veinte—. Te doy mi palabra de que te devolveremos a Anarkia sano y salvo en cuanto se acabe todo.
Me miraba con calma y parecía totalmente sincera. En cuanto muriese Mosala me liberarían.
Pero si sobrevivía, completaba su TOE y demostraba que estas personas no eran más que homicidas frustrados, ¿qué harían con el mensajero?
Me puse de rodillas. Pensé, entre otras cosas, que cuanto antes empezara, antes acabaría.
Enrollé la fibra en mi mano y empecé a tirar de los chips de memoria de mis tripas. La herida del puerto óptico era demasiado pequeña, pero las cubiertas protectoras de los chips con forma de cápsula la fueron forzando y emergieron a la luz una a una, como los segmentos brillantes de un extraño parásito cibernético que luchara por quedarse dentro de su anfitrión. Cuanto más fuerte bramaba, más amortiguaba el dolor.
El procesador emergió en último lugar. La cabeza enterrada del gusano arrastraba un cable fino de oro que conducía a la espina dorsal y a las terminaciones nerviosas del cerebro. Lo corté por donde se insertaba en el chip y me incorporé, doblado por la mitad y con un puño apretado contra el agujero desgarrado.
Empujé la ofrenda sangrienta hacia Veinte con el pie. No podía incorporarme lo suficiente para mirarla a los ojos.
—Puedes irte. —Su voz sonó afectada, pero no arrepentida.
Me preguntaba qué tipo de muerte había escogido para Mosala. Limpia e indolora, sin duda; directa a un coma de cuento de hadas sin una pizca de sangre, mierda ni vómito.
—Devuélvemelo por correo cuando hayas terminado o tendrás noticias del director de mi banco.
En la abarrotada enfermería del barco, la imagen del escáner de la pierna de Kuwale mostraba diversos vasos sanguíneos y ligamentos rotos, un reguero de daños como el que deja un avión al estrellarse que conducía hasta la bala enterrada en la parte trasera del muslo. Kuwale miraba la pantalla con sombría fascinación. El sudor le caía por la cara mientras el antiguo programa chirriaba al hacer una evaluación detallada de la herida. En la última línea ponía: «Probable herida de bala».
—Así que me han dado, ¿eh?
Prasad Jwala, uno de los granjeros, nos limpió y vendó las heridas y nos atiborró de medicamentos (genéricos) para controlar la pérdida de sangre, la infección y el traumatismo. Los únicos analgésicos disponibles a bordo eran unos rudimentarios opiáceos sintéticos que me dejaron tan colocado que no habría podido dar una explicación coherente de los planes de CA aunque el destino del universo dependiera de ello. Kuwale perdió la consciencia; me senté a su lado, con la vana ilusión de poner mis pensamientos en orden. Menos mal que tenía el estómago vendado firmemente, porque sentía la necesidad imperiosa de atravesar el portal y explorar la maquinaria que quedaba dentro de mí: la espiral suave y firme de los intestinos, esa serpiente demoniaca que la bala mágica de Kuwale había domesticado y el hígado cálido y empapado de sangre, con diez mil millones de fábricas de enzimas microscópicas conectadas directamente al torrente sanguíneo, una farmacia de contrabando que dispensaba todo lo que le dictaba su intuición química. Quería sacar todos los órganos oscuros y misteriosos a la luz del día, uno a uno, y colocarlos delante de mí en su posición correcta hasta que yo no fuera más que un armazón de piel y músculo enfrentado, al fin, a mi gemelo interior.
Al cabo de unos quince minutos, esas fábricas de enzimas empezaron a reducir el nivel de opiáceos en la sangre y fui saliendo a rastras del cielo de algodón dulce. Pedí una agenda; Jwala me la dio y se fue a cubierta.
Conseguí ponerme en contacto con Karin De Groot de inmediato. Me limité a lo esencial. De Groot me escuchó en silencio; seguro que mi aspecto daba cierto grado de credibilidad a la historia.
—Tienes que decirle a Violet que regrese a la civilización. Aunque no crea en el peligro, no tiene nada que perder; puede dar la conferencia definitiva desde Ciudad del Cabo.
—Créeme —dijo De Groot—, se tomará todas tus palabras en serio. Yasuko Nishide murió anoche. Tenía neumonía y estaba muy delicado, pero Violet ha quedado muy afectada. Y ha visto el análisis del genoma del cólera que ha hecho un conocido laboratorio de Bombay. Aunque...
—¿Te irás con ella? —La muerte de Nishide me entristeció, pero que Mosala hubiera abandonado su actitud escéptica era una noticia estupenda—. Sé que es un riesgo; puede que enferme en el avión, pero...
—Escucha —me interrumpió De Groot—. Hemos tenido problemas durante tu ausencia. No despega ni aterriza ningún vuelo.
—¿Por qué? ¿Qué clase de problemas?
—Un barco lleno de... mercenarios, creo. Llegaron a la isla de repente y han ocupado el aeropuerto.
Jwala entró para ver cómo estaba Kuwale y oyó la última parte de la conversación.
—
Agents provocateurs
—dijo con sorna—. Cada tantos años, un grupo distinto de gorilas con camuflaje de diseño aparece, intenta causar problemas, fracasa y se va. —Parecía tan preocupado como alguien de una democracia normal que se queja de la molestia periódica de las campañas electorales—. Los vi anoche cuando atracaron en el puerto. Iban muy bien armados y tuvimos que dejarlos pasar. —Sonrió—. Pero les esperan algunas sorpresas. Les doy seis meses como mucho.
—¿Seis meses?
—Nunca ha durado más —dijo encogiéndose de hombros.
Un barco lleno de mercenarios que intentaban causar problemas... ¿El barco que había chocado con el de los CA? En cualquier caso, seguro que por la mañana Veinte y sus colegas ya sabían que habían ocupado el aeropuerto y que mi testimonio no le daría a Mosala más probabilidades de salvarse.
No podrían haber sido menos oportunos, pero no me sorprendía. El congreso Einstein confería demasiada respetabilidad a Anarkia, y los planes de emigración de Mosala causarían un revuelo aún mayor. Pero InGenIo y sus aliados no intentarían asesinarla para no hacer de ella una mártir instantánea, ni disolverían la isla de nuevo en el océano para no correr el riesgo de asustar a los clientes legales que les proporcionaban miles de millones de dólares. Todo lo que podían hacer era intentar, una vez más, acabar con el orden social de Anarkia y demostrar al mundo que aquel experimento inocente estaba condenado al fracaso desde el principio.
—¿Dónde está Violet en estos momentos? —pregunté.
—Hablando con Henry Buzzo. Intenta convencerlo de que vaya con ella al hospital.
—Buena idea. —Inmerso en los planes de los «moderados», casi me había olvidado de que Buzzo estaba en peligro y Mosala amenazada por dos frentes. Los extremistas habían tenido éxito en Kyoto, y probablemente quien me infectó con el cólera de camino a Sydney estaba en Anarkia esperando una oportunidad de compensar el primer intento fallido.
—Les enseñaré esta conversación de inmediato —dijo De Groot.
—Y dales una copia a los de seguridad.
—Bien. Por si les sirve para algo. —Parecía aguantar la presión mucho mejor que yo—. Hasta ahora no hemos visto a Helen con las aletas puestas, pero te mantendré informado.
Acordamos vernos en el hospital. Me despedí y cerré los ojos, mientras luchaba contra la tentación de volverme a sumergir en la niebla aislante de los opiáceos.
Los de CA habían tardado cinco días en conseguirme una cura con el aeropuerto abierto. Después de pasar por tantas cosas, no estaba dispuesto a asumir el hecho de que Mosala era un cadáver andante, pero como no llegara una invasión de
technolibérateurs
africanos que consiguiera salvar una distancia de diez mil kilómetros en uno o dos días, no veía posibilidades de que sobreviviera.
Me senté a mirar a Akili mientras el barco se acercaba al puerto del extremo norte. Tenía muchas ganas de cogerle la mano, pero me daba miedo empeorar las cosas. ¿Cómo podía haberme enamorado de alguien que se había extirpado quirúrgicamente hasta la posibilidad de sentir deseo?
Aparentemente, era bastante sencillo: un trauma compartido, una experiencia intensa y la ausencia desconcertante de rasgos sexuales. No era ningún misterio. Las personas se sentían atraídas por les ásex constantemente. Y, sin duda, se me pasaría pronto, en cuanto aceptara el simple hecho de que lo que sentía nunca sería correspondido.
Al cabo de un rato descubrí que no soportaba seguir mirándole a la cara; me dolía demasiado. Así que me fijé en los trazos brillantes del monitor y escuché su respiración profunda mientras intentaba entender por qué no se me pasaba el dolor.
Nos dijeron que los tranvías seguían en funcionamiento, pero una de las granjeras se ofreció a llevarnos directamente hasta la ciudad.
—Más rápido que esperar una ambulancia —explicó—: sólo hay diez en la isla. —Era una joven de Fiyi llamada Adelle Vunibobo. Recordaba haberla visto asomada a la bodega del barco de los CA.
Kuwale se sentó entre los dos en la cabina del camión, medio despierta, pero todavía aturdida. Miré las incrustaciones de coral de colores intensos que iban disminuyendo a nuestro alrededor; era como ver una escena a cámara rápida del lento proceso de compactación del arrecife.
—Arriesgaste la vida en el barco —dije.
—Nos tomamos muy en serio las llamadas de socorro en el mar. —Su tono era ligeramente burlón, como si intentara hacer mella en el mío de deferencia.
—Pues es una suerte que no estuviéramos en tierra... —Insistí—: Pero os disteis cuenta de que el barco no estaba en peligro. La tripulación os dijo que os largarais y os metierais en vuestros asuntos. Y recalcaron la sugerencia con armas.
—Entonces ¿piensas que fue imprudente? ¿Una locura? —Me miraba con curiosidad—. Aquí no hay policía, ¿quién, si no, os iba a ayudar?
—Nadie —admití.
—Hace cinco años iba en un barco de pesca que volcó —dijo con la mirada fija en el terreno irregular del camino—. Nos pilló una tormenta. Estaba con mis padres y mi hermana. Mis padres se habían quedado inconscientes por los golpes y se ahogaron inmediatamente. Mi hermana y yo nos pasamos diez horas en el mar mientras intentábamos mantenernos a flote y nos sujetábamos por turnos.
—Lo siento. Las tormentas provocadas por el efecto invernadero se han llevado a tantas personas...
—No quiero tu compasión —gruñó—, sólo intentaba explicártelo. —Esperé en silencio. Después de un rato añadió—: Diez horas. Todavía tengo pesadillas. Me crié en un pesquero y he visto tormentas que se llevaban pueblos enteros. Creía que sabía lo que sentía por el mar, pero aquella vez con mi hermana en el agua lo cambió todo.