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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (37 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—No. Todos abandonaron la corriente principal antes de unirme yo.

—Así que no puedes estar seguro de lo moderados que son.

—Sé con seguridad a qué facción pertenecen. Y si quisieran matarnos, ya estaríamos muertos.

—Hay sitios mejores que otros para deshacerse de cadáveres. Lugares en los que los vertidos ilegales tienen menos probabilidades de llegar a la orilla. Cualquier programa medio decente de navegación podría calcularlo.

El barco dio otro bandazo y algo golpeó el casco. Resonó a nuestro alrededor y me dio dentera. Esperé tenso. El sonido se fue apagando y no pasó nada.

—¿De dónde eres? —Me esforzaba en romper el silencio—. No consigo localizar tu acento.

—Te equivocarías si lo hicieras. —Kuwale se rió desganada—. Nací en Malawi, pero a los dieciocho meses me sacaron de allí. Mis padres son diplomáticos, funcionarios del ministerio de Comercio; viajábamos por toda África, Sudamérica y el Caribe.

—¿Saben que estás en Anarkia?

—No. Nos distanciamos hace cinco años, cuando emigré.

A ásex.

—¿Hace cinco años? ¿Cuántos tenías?

—Dieciséis.

—¿No te parece que eras demasiado joven para operarte? —Sólo era una suposición, pero hacía falta algo más que tener un aspecto andrógino para romper una familia normal.

—En Brasil no.

—¿Y se lo tomaron mal?

—No lo entendieron —dijo con amargura—. La
technolibération
, el ser ásex... todo lo que me importaba carecía de sentido para ellos. En cuanto tuve opiniones propias empezaron a tratarme como un expósito ajeno. Eran muy cultos, tenían un sueldo alto, eran sofisticados, cosmopolitas... y tradicionalistas. Se sentían unidos a Malawi, a su clase social y a los valores y prejuicios que suponía todo eso... fueran adonde fueran. Yo no era de ninguna parte; era libre. —Se rió—. Viajar revela las constantes: las mismas hipocresías que se repiten una y otra vez. Cuando cumplí los catorce había vivido en treinta culturas distintas y ya sabía que el sexo era para conformistas atontados.

—¿Te refieres al género o al acto físico? —dije con cuidado, aunque lo anterior casi me había enmudecido.

—A las dos cosas.

—Algunas personas necesitan las dos cosas. No sólo de forma biológica; ya sé que puedes desconectar de eso. Sino por el sentimiento de identidad y por la autoestima.

—La autoestima es un producto que se inventaron las sectas de autoayuda del siglo veinte —bufó Kuwale muy divertida—. Si quieres autoestima o un centro emocional, ve a Los Ángeles y cómpralo. ¿Qué os pasa a los occidentales? —añadió más comprensiva—. A veces me parece que toda la psicología precientífica de Freud y Jung y todas sus regurgitaciones mercantilistas estadounidenses han secuestrado vuestro lenguaje y cultura de tal manera que ni siquiera podéis pensar en vosotros mismos si no es con jerga de las sectas. Y ya está tan arraigada que no sabéis cuándo la utilizáis.

—Quizá tengas razón. —Empezaba a sentirme insoportablemente viejo y tradicionalista. Si Kuwale era el futuro, la generación siguiente estaría más allá de mi comprensión. Seguro que no era nada malo, pero asimilarlo resultaba doloroso—. ¿Qué utilizas en lugar del rollo psicológico occidental? Casi entiendo lo de ser ásex y
technolibérateur
, pero ¿dónde está la gracia de la antropocosmología? Si necesitas una dosis de tranquilidad cósmica, ¿por qué no eliges, al menos, una religión que ofrezca vida después de la muerte?

—Deberías unirte a los asesinos de cubierta si piensas que puedes decidir qué es cierto y qué es falso.

Recorrí la bodega oscura con la mirada. La tenue franja de luz se estaba apagando muy deprisa y parecía que íbamos a pasar una noche gélida allí. Mi vejiga estaba a punto de estallar, pero no acababa de atreverme a soltarla. Cada vez que creía haber aceptado mi cuerpo y lo que me pudiera hacer, el inframundo volvía a tirar de la correa. No había aceptado nada; sólo había atisbado bajo la superficie y ahora quería enterrar todo lo que había aprendido, seguir como si nada hubiera cambiado.

—La verdad es cualquier cosa que te permite salirte con la tuya —dije.

—No, eso es el periodismo. La verdad es aquello de lo que no se puede huir.

Me despertó el haz de una linterna en la cara y alguien que cortaba el polímero que me unía a Kuwale con un cuchillo cubierto de enzimas. Hacía tanto frío que debía de ser de madrugada. Parpadeé y temblé, cegado por el resplandor. No distinguía cuántas personas había y menos aún las armas que llevaban, pero me quedé muy quieto mientras me soltaban, porque suponía que si hacía algo distinto me meterían una bala en la cabeza.

Me engancharon a una eslinga rudimentaria, me izaron y me quedé colgando por encima de cubierta mientras tres personas salían de la bodega por una escala de cuerda y dejaban a Kuwale atrás. Miré alrededor de la cubierta iluminada por la luz de la luna; hasta donde podía distinguir estábamos en alta mar. La idea de estar tan lejos de Anarkia me heló la sangre; si nos quedaba alguna posibilidad de recibir ayuda, estaba en la isla.

Cerraron la escotilla de la bodega de un golpe, me bajaron, me desataron los pies y luego me llevaron a empujones hacia un camarote que estaba en el otro extremo del barco. Después de rogar un poco, me dejaron parar y mear por la borda. Durante unos instantes me sentí tan agradecido que habría despachado a Violet Mosala con mis propias manos si me lo hubieran pedido.

El camarote estaba lleno de pantallas y equipo electrónico. No había estado en un barco de pesca en la vida, pero aquello me pareció una exageración; probablemente, una flota de tamaño medio se podía dirigir con un microchip.

Me ataron a una silla en mitad del camarote. Había cuatro personas;
Testigo
ya había identificado a dos: los números tres y cinco de las fotos de Kuwale, pero no sabía nada de las otras, dos fems de mi edad, aproximadamente. Grabé y archivé sus caras: diecinueve y veinte.

—¿Qué era todo el ruido de antes? —pregunté sin dirigirme a nadie en particular—. Creí que habíamos encallado.

—Nos han embestido —dijo Tres—. Te has perdido toda la diversión. —Era un umasc blanco, muy musculoso, y tenía ideogramas chinos tatuados en los antebrazos.

—¿Quién? —Tres pasó por alto la pregunta con demasiada frialdad; ya había dicho demasiado.

—No sé qué te habrá contado Kuwale —dijo Veinte, haciéndose cargo de la conversación. Había permanecido en el camarote mientras los otros me recogían—. Sin duda, te habrá dicho que somos unos fanáticos. —Era una fem negra, alta y esbelta, con acento francófono.

—No, me ha dicho que sois moderados. ¿No nos habéis escuchado?

Negó con un gesto de inocencia, sorprendida, como si fuera evidente que escuchar a escondidas era indigno de ella. Tenía un aire de tranquila autoridad que me ponía nervioso; me la imaginaba ordenando a los otros que hicieran cualquier cosa concebible, sin perder la imagen de que era absolutamente razonable.

—Moderados pero herejes, por supuesto.

—¿Cómo esperas que te llamen los otros CA?

—Olvídate del resto de CA. Deberías juzgar por ti mismo después de oír todos los hechos.

—Creo que perdisteis cualquier oportunidad de una opinión favorable cuando me infectasteis con vuestro cólera casero.

—No fuimos nosotros.

—¿No? Entonces, ¿quién?

—Los mismos que infectaron a Yasuko Nishide con una cepa natural virulenta de neumococos. —Sentí un escalofrío. No sabía si creerla, pero aquello encajaba con la descripción de Kuwale de los extremistas.

—¿Estás grabando? —dijo Diecinueve.

—No. —Era verdad, aunque había capturado sus caras, había parado la filmación continua horas atrás, cuando estaba en la bodega.

—Entonces empieza, por favor.

Diecinueve tenía acento y aspecto escandinavos. Daba la impresión de que todas las facciones de CA eran internacionalistas a ultranza. Desde luego, los escépticos que decían que quienes forjaban amistades por todo el mundo en la red nunca se conocían en persona estaban equivocados. Sólo hacía falta un buen motivo.

—¿Por qué?

—Has venido a hacer un documental sobre Violet Mosala, ¿verdad? ¿No quieres contar toda la historia hasta el final?

—Cuando Mosala muera —explicó Veinte— se armará un lógico revuelo y tendremos que ocultarnos. No nos interesa convertirnos en mártires, pero no tememos que nos identifiquen cuando hayamos cumplido la misión. No nos avergüenza lo que hacemos aquí; no hay motivo para ello, y queremos que una persona objetiva, imparcial y digna de confianza cuente al mundo nuestra versión de la historia.

Me quedé mirándola. Parecía totalmente sincera e incluso hablaba en tono de disculpa formal, como si pidiera un favor un poco incómodo.

Eché una ojeada a los otros. Tres me miraba con estudiada indiferencia. Cinco jugueteaba con los aparatos electrónicos. Diecinueve me devolvió la mirada, firme en su solidaridad.

—Olvídalo. No hago películas
snuff
. —Quedaba muy bien; si no me hubiera acordado del interrogatorio de Daniel Cavolini en cuanto lo dije, podría haber sentido un resplandor cálido en mi interior durante horas.

—No esperamos que filmes la muerte de Mosala —me aclaró Veinte con delicadeza—. Sería poco práctico y de mal gusto. Sólo queremos que puedas explicarles a los espectadores por qué era necesaria su muerte.

La realidad se me escapaba de las manos. En la bodega había anticipado torturas, me había imaginado con todo detalle el proceso de hacerme parecer una posible víctima del ataque de un tiburón.

Pero aquello no.

—No me interesa una entrevista en exclusiva con los asesinos de la persona sobre la que hago el reportaje —dije esforzándome por hablar con calma. Me pasó por la mente la idea de que la mitad de los ejecutivos de SeeNet no me perdonarían esas palabras si averiguaban que las había pronunciado—. ¿Por qué no contratáis un espacio publicitario de pago en TechnoLaila? —añadí—. Seguro que sus espectadores os darían un voto de apoyo incondicional si les explicarais que era necesario matar a Mosala para salvaguardar la posibilidad de viajar a otros universos a través de agujeros de gusano.

—Sabía que Kuwale te llenaría la cabeza de mentiras perniciosas. —Veinte frunció el ceño ante una calumnia injusta—. ¿Es eso lo que te ha dicho?

Estaba aturdido; todo me parecía increíble. Su obsesiva preocupación por los convencionalismos más insignificantes era surrealista.

—¡No importa cuál sea el maldito motivo! —grité. Intenté extender las manos e implorarle que entrara en razón, pero las tenía firmemente atadas al respaldo de la silla—. No sé —continué atontado—, quizá penséis que Henry Buzzo tiene más peso, un estilo más presidencial y unos aires de Jehová adecuados. O puede que penséis que sus ecuaciones son más elegantes. —Estuve a punto de decirles lo que me había confiado Mosala: que Buzzo había cometido un error fatal en su metodología y que su aspirante favorito nunca sería la Piedra Angular. Me contuve a tiempo—. No importa: sigue siendo un asesinato.

—No es eso; es defensa propia. —Me volví, la voz había venido de la puerta del camarote—. Los agujeros de gusano no tienen nada que ver —añadió con tristeza Helen Wu mirándome a los ojos—. Buzzo no tiene nada que ver. Pero si no intervenimos, Violet tendrá pronto el poder de matarnos a todos.

22

Después de que Helen Wu entrara en el camarote, lo grabé todo.

No para SeeNet. Para la Interpol.

—He hecho lo que he podido para encaminarla hacia un terreno más seguro —dijo Wu solemnemente—. Creía que si lograba que Violet entendiera hacia dónde se dirigía, cambiaría sus métodos, por motivos científicos convencionales y para conseguir una teoría con contenido físico, que es lo que los otros físicos esperan de una TOE. —Alzó las manos en gesto de desesperación—. ¡Nada la detiene! Ya lo sabes. Digirió todas las críticas que le hice y les sacó provecho. Sólo he conseguido empeorar las cosas.

—No creo que Amanda Conroy te diera una imagen real de la complejidad de la cosmología de la información —me dijo Veinte—. ¿Qué te describió? ¿Un modelo en el que la Piedra Angular crea un universo absolutamente perfecto, sin ningún tipo de fenómeno que viole nunca la TOE? ¿Sin la posibilidad de llegar hasta la metafísica subyacente?

—Así es. —Había desistido de exteriorizar mi ira; la mejor estrategia que se me ocurría era seguirles la corriente, dejar que se incriminaran todo lo que quisieran y aferrarme a la esperanza de tener alguna oportunidad de avisar a Mosala.

—Ésa es sólo una posibilidad entre millones. Y es tan simplista como los primeros modelos de la Relatividad General de los principios del siglo pasado: universos homogéneamente perfectos, simples y vacíos como globos gigantes. Se estudiaron sólo porque cualquier cosa más verosímil era demasiado difícil de analizar matemáticamente. Nadie se creía que describieran la realidad.

—Conroy y sus amigos no son científicos, sino aficionados entusiastas —dijo Wu, elaborando la idea—. Adoptaron la primera solución que se les presentó y decidieron que era todo lo que necesitaban. —No sabía nada acerca de los demás, pero Wu tenía mucho prestigio profesional y llevaba una vida acomodada que estaba tirando por la borda delante de mí. Quizá el esfuerzo intelectual que había dedicado a la antropocosmología ya le había costado cualquier logro que hubiera podido obtener en los MTT, pero ahora lo estaba sacrificando todo—. Ese tipo de cosmos perfecto y estable no es imposible, pero depende por completo de la estructura de la teoría. La física observable y la metafísica de la información subyacente sólo tienen garantías de ser independientes y separables bajo ciertas condiciones rigurosas. El trabajo de Mosala muestra todos los indicios de violar esas restricciones de la manera más peligrosa posible.

Wu se me quedó mirando un rato, como si intentara decidir si había recalcado suficientemente la gravedad de la situación. No había nada en su forma de expresarse que traicionara ningún indicio de paranoia o fanatismo; por muy equivocada que estuviera, me sonaba igual de sensata que los científicos del Proyecto Manhattan a los que les aterrorizaba la posibilidad de que la primera prueba de la bomba atómica produjera una reacción en cadena y destrozara el mundo.

—Enséñaselo —le dijo a Cinco al ver que yo tenía un aspecto consternado adecuado. Y se marchó.

—¿Adónde va? —dije. Se me cayó el alma a los pies. ¿De vuelta a Anarkia en otro barco? Ninguno de los allí presentes tenía tantas oportunidades de acercarse a Mosala como Wu. Me acordé de cuando las vi pasar por el vestíbulo del hotel riéndose, casi codo a codo.

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