Authors: Greg Egan
Los seguí a una distancia discreta. Un grupo de cuarenta o cincuenta partidarios la esperaba fuera en el aire cálido de la noche con pancartas luminiscentes (más telegénicas en la oscuridad relativa que en el interior) que cambiaban de forma sincronizada entre ¡CIENCIA HUMILDE! ¡BIENVENIDA, JANET! y ¡NO A LA TOE! Gritaron a coro cuando Walsh salió por la puerta. Se alejó de su halo de acompañantes para dar la mano y recibir besos; Connolly se situó detrás para grabarlo todo.
Walsh pronunció un breve discurso, sus mechones de pelo cano agitándose en la brisa. No se podía discutir su habilidad con las cámaras o las multitudes: tenía el don de aparentar dignidad y autoridad, sin parecer severa ni distante. Y admiraba su resistencia: mostraba más energía después del largo vuelo de la que yo habría conseguido reunir si peligrara mi vida.
—Quiero agradeceros que hayáis venido a saludarme; me emociona vuestra generosidad. Y también os agradezco que hayáis hecho el largo y arduo viaje a esta isla para que vuestras voces se unan a nuestra pequeña canción de protesta contra las fuerzas de la arrogancia científica. Por aquí hay personas que creen que pueden aplastar hasta la última fuente de dignidad humana, hasta el último manantial de enriquecimiento espiritual, hasta el último de los valiosos misterios que nos sustentan, bajo el peso de su «progreso intelectual». Que creen que pueden reducirnos a una ecuación y escribirla en una camiseta como un eslogan barato. Son personas que están convencidas de que pueden adueñarse de todas las maravillas de la naturaleza y los secretos del alma y decir: «Ya está. Esto es todo lo que hay». Pues estamos aquí para decirles...
—¡NO! —rugió la pequeña multitud.
—Pero si no pueden quitarte tu preciosa dignidad, Janet —dijo alguien a mi lado riéndose por lo bajo—, ¿para qué montar tanto número?
Me volví. Quien había hablado era un ¿ásex?, ¿de unos veinte años?; inclinó la cabeza y sonrió, dientes blancos que resplandecían en contraste con la piel negra, ojos tan oscuros como los de Gina, pómulos marcados como los de una fem, aunque, claro, no lo eran. Llevaba vaqueros negros y una camiseta holgada del mismo color, en la que aparecían puntos de luz dispersos al azar como si tuviera que mostrar alguna imagen pero se hubiera cortado el suministro de datos.
—Menuda charlatana —dijo—. ¿Sabes que trabajaba para DRR? Con esas credenciales pensaba que tendría una retórica con más gancho. —Pronunció «cre-den-cia-les» en tono irónico con acento ¿jamaicano?; las siglas DRR correspondían a Dayton-Rice-Raley, la empresa de publicidad más grande del mundo anglófono—. Eres Andrew Worth —añadió.
—Sí. ¿Cómo...?
—Has venido a filmar a Violet Mosala.
—Cierto. ¿Trabajas con ella? —le pregunté. Me parecía demasiado joven para ser estudiante de doctorado; sin embargo, Mosala se lo había sacado a los veinte años.
—No la conozco —dijo haciendo gesto de negación. Seguía sin poder localizar su acento, a menos que procediera del Atlántico medio: a mitad de camino entre Kingston y Luanda. Dejé la maleta y le tendí la mano—. Akili Kuwale —añadió mientras la estrechaba con firmeza.
—¿Has venido al congreso?
—¿Para qué si no?
—Habrá otras cosas en Anarkia —dije encogiéndome de hombros. No me contestó. Walsh se había ido y su cuadrilla de animadores se dispersaba—. Mapa de transportes —le dije a la agenda.
—El hotel está a sólo dos kilómetros —dijo Kuwale—. A menos que la maleta pese más de lo que parece... no costará mucho ir andando, ¿no crees?
Éil no llevaba equipaje ni mochila, nada; habría llegado antes y había regresado al aeropuerto a... ¿conocerme? Tenía una necesidad perentoria de acostarme y no se me ocurría nada que quisiera decirme que no pudiera esperar a la mañana siguiente o no se pudiera contar en un tranvía, pero ése era el motivo principal para escucharle.
—Buena idea —dije—. Me vendrá bien un poco de aire fresco.
Kuwale parecía conocer el camino, así que guardé la agenda y le seguí. Era una noche cálida y húmeda, pero soplaba una brisa constante que se llevaba la sensación de opresión. Anarkia no estaba más cerca del trópico que Sydney y era probable que fuera más fresca en general.
El trazado del centro de la isla me recordaba a Sturt, una neópolis del interior de Australia, situada al sur, construida más o menos cuando se sembró Anarkia. Había calles anchas pavimentadas y edificios bajos, como mucho de seis pisos, la mayor parte de ellos con viviendas encima de comercios. Todo lo que estaba a la vista se había fabricado con roca de arrecife: un tipo de roca caliza reforzada y sellada con polímeros orgánicos «cultivada» en las canteras de los arrecifes interiores que podían autoabastecerse. Sin embargo, ninguno de los edificios tenía el tono del coral blanqueado; los oligominerales daban todos los colores del mármol: grises, verdes y marrones brillantes, y rara vez, carmín oscuro veteado de negro.
La gente de nuestro alrededor parecía relajada y tranquila, como si todos hubieran salido a dar un placentero paseo sin ningún destino en mente. No vi ninguna bicicleta, pero tenía que haber alguna en la isla; los cables del tranvía llegaban a menos de medio camino de los extremos de la estrella, a cincuenta kilómetros del centro.
—Sarah Knight era una gran admiradora de Violet Mosala —dijo Kuwale—. Creo que habría hecho un buen trabajo. Esmerado. A conciencia.
—¿Conoces a Sarah? —pregunté desconcertado.
—Hemos estado en contacto.
—¿A qué viene esto? —Me reí cansado—. Sarah Knight es una gran admiradora de Mosala y yo no, ¿y qué? Tampoco soy un miembro de una secta de la ignorancia que haya venido a hacer una crítica feroz; la trataré con imparcialidad.
—Ésa no es la cuestión.
—Es la única cuestión que estoy dispuesto a discutir contigo. ¿Por qué piensas que es asunto tuyo cómo se haga este documental?
—No es así —dijo Kuwale con calma—. El documental no tiene importancia.
—Vale. Gracias.
—No te ofendas, pero no estoy hablando de eso.
—Bueno, ¿qué haces aquí exactamente? —dije después de andar unos cuantos metros en silencio. Esperé a ver si manteniendo la boca cerrada y fingiendo indiferencia provocaba un repentino estallido revelador, pero no—. ¿Eres periodista, física... o qué? ¿Socióloga? —Casi le pregunté si era de una secta, pero ni siquiera los miembros de grupos rivales como Renacimiento Místico o Primera Cultura se habrían burlado de la profunda sabiduría de Janet Walsh.
—Soy un observador interesada.
—¿Sí? Eso lo explica todo. —Sonrió abiertamente, como si yo hubiera hecho una broma. Vi la fachada curva del hotel en la distancia, delante de nosotros; la reconocí por la grabación de los organizadores del congreso.
—Pasarás mucho tiempo con Violet Mosala durante las próximas dos semanas —dijo poniéndose seria—. Puede que más que nadie. Hemos intentado mandarle algunos mensajes, pero ya sabes que no nos toma en serio. Así que... ¿Al menos estarás dispuesto a mantener los ojos bien abiertos?
—¿Por qué?
—¿Tengo que dártelo todo masticado? —dijo con el ceño fruncido y mirando nervioso a todos lados—. Soy de CA. De la corriente principal de CA. No queremos que le hagan daño. Y no sé hasta qué punto simpatizas ni hasta dónde estás dispuesto a llegar para ayudarnos, pero lo único que tienes que hacer...
—¿De qué estás hablando? —Le interrumpí alzando una mano—. ¿Que no queréis que le hagan daño? —Kuwale estaba consternada y, de repente, le noté suspicaz—. ¿Corriente dominante de CA? —añadí—. ¿Se supone que tiene que sonarme de algo? Si Violet Mosala no os toma en serio —seguí al ver que no contestaba—, ¿por qué habría de hacerlo cualquier otro?
—Sarah Knight no accedió a nada de forma explícita, pero por lo menos comprendía lo que está pasando. —Kuwale estaba reconsiderando claramente su opinión sobre mí. Aún me preguntaba qué primera impresión le había causado—. ¿Qué clase de periodista eres tú? ¿Alguna vez sales a buscar información? ¿O te limitas a agarrarte a una teta electrónica y ver qué sale cuando mamas? —añadió mientras se dirigía a una bocacalle.
—No leo la mente —grité—. ¿Por qué no me cuentas lo que sucede?
Me quedé parado y vi cómo desaparecía entre la gente. Podría haberle seguido y exigirle respuestas, pero empezaba a sospechar que yo podía adivinar la verdad. Kuwale era un admirador de Mosala ofendida por los aviones cargados de sectarios que habían venido a burlarse de su ídolo. Y aunque en teoría no era imposible que algún miembro perturbado de ¡Ciencia Humilde! o Renacimiento Místico quisiera hacer daño a Violet Mosala, lo más probable era que sólo se tratara de una retorcida fantasía de Kuwale.
Llamaría a Sarah Knight por la mañana; seguro que había recibido una docena de mensajes extraños de Kuwale y al final se le había quitado de encima respondiéndole: «Ya no trabajo en eso. Ve a molestar a Andrew Worth, el capullo que me ha robado la historia. Aquí tienes una foto suya reciente». No podía culparla, era un acto de venganza insignificante.
—¿Qué quiere decir CA? —le pregunté a
Sísifo
mientras seguía hacia el hotel. Estaba muerto de cansancio y caminaba como un sonámbulo.
—¿En qué contexto?
—Cualquiera. Aparte de «corriente alterna». —Hubo una larga pausa. Miré el cielo y divisé la tenue fila de puntos equidistantes que se disipaban poco a poco hacia el este contra las estrellas y que aún me unían al mundo que conocía.
—Hay cinco mil diecisiete significados distintos que incluyen jerga especializada, argot subcultural, empresas registradas y organizaciones humanitarias o políticas.
—Entonces cualquier cosa que tenga que ver con el uso que le ha dado Akili Kuwale hace un momento. —Mi agenda almacenaba veinticuatro horas de sonido en memoria—. Es posible que Kuwale sea ásex.
—Los significados más probables son —dijo
Sísifo
después de digerir la conversación y volver a examinar su lista—: Control Absoluto, una consultora de Fiyi que trabaja en el Pacífico sur, Católicos Ásex, un grupo con sede en París que aboga por la reforma de la política de la Iglesia católica a favor de los emigrantes de género, Cartografía Avanzada, una empresa de simplificación de datos de satélites sudafricana...
—Entonces —dije después de escuchar los treinta primeros y los siguientes: las relaciones eran tan absurdas que no suponían nada más que ruido—, ¿cuál es el significado con pleno sentido, pero que no está en ninguna base de datos respetable? ¿Cuál es la respuesta que no puedo sacar de mi teta electrónica favorita?
Sísifo
no se dignó a contestar.
Estuve a punto de disculparme, pero me contuve a tiempo.
Me desperté a las seis y media, unos segundos antes de que sonara la alarma del despertador. Atrapé fragmentos de un sueño que se escapaba: imágenes de olas que golpeaban y desintegraban el coral y la piedra caliza, pero si la sensación había sido amenazante se disipó enseguida. La luz del sol llenaba la habitación y hacía brillar las paredes gris perla de roca de arrecife pulida. Algunas personas hablaban en la calle de abajo; no distinguía las palabras, pero el tono parecía suave, amistoso y civilizado. Si esto era Anarkia, superaba con creces a despertarse con sirenas de policía de Shanghai o Nueva York. Me sentía más descansado y optimista de lo que me había sentido en mucho tiempo.
Y, por fin, iba a conocer al sujeto de mi reportaje.
La noche anterior había recibido un mensaje de Karin De Groot, la ayudante de Mosala. Mosala daba una rueda de prensa a las ocho y después estaría ocupada casi todo el día. A las nueve, Henry Buzzo, de Caltech, presentaba una ponencia que pretendía poner en entredicho todo un grupo de TOE. Sin embargo, entre la rueda de prensa y la ponencia de Buzzo, por fin tendría una oportunidad de comentar el documental con ella. Aunque no tenía que decidir nada en Anarkia, ya que si era necesario podría entrevistarla con calma cuando volviera a Ciudad del Cabo, me preguntaba si me vería obligado a cubrir su estancia como un periodista más.
Pensé en ir a desayunar, pero después de obligarme a comer en el vuelo desde Dili no había recuperado el apetito. Así que me quedé en la cama, leí por encima las notas de la biografía de Mosala una vez más y repasé mi posible plan de rodaje para los siguientes quince días. La habitación era funcional, casi ascética en comparación con muchos hoteles, pero estaba limpia y era moderna, luminosa y barata. Había dormido en camas menos cómodas y en habitaciones con decoración más lujosa aunque más lúgubre que costaban el doble.
Todo era demasiado bueno. Alrededores tranquilos y un tema nada traumático: ¿qué había hecho para merecer aquello? No averigüé a quién había enviado Lydia a la brecha para hacer
Angustia
. ¿Quién se pasaría el día en un psiquiátrico de Miami o Berna, mientras administraban calmantes sin cesar a una víctima en camisa de fuerza tras otra para comprobar los efectos de los medicamentos no sedantes sobre el síndrome o para sacar lecturas neuropatológicas inmaculadas gracias al efecto de los fármacos?
De mal humor, borré la imagen de mi mente.
Angustia
no era responsabilidad mía, yo no había originado la enfermedad y no había obligado a nadie a ocupar mi puesto.
Antes de irme a la rueda de prensa llamé a Sarah Knight a regañadientes. No me atraía la idea de enfrentarme a ella por primera vez desde que le robé lo de Violet Mosala, pero mi curiosidad por Kuwale no se había disipado... Seguro que era una historia triste y sin sorpresas.
No tenía por qué preocuparme. En Sydney eran sólo las seis menos diez de la mañana y un contestador genérico cogió mi llamada. Aliviado, le dejé un mensaje breve y fui abajo.
El auditorio principal, repleto, bullía con las conversaciones del público expectante. Me había imaginado a cientos de manifestantes de ¡Ciencia Humilde! que protestaban en piquetes en la entrada del hotel o se peleaban con los guardias de seguridad y los físicos en los pasillos, pero no había ninguno a la vista. De pie junto a la entrada, me costó un rato localizar a Janet Walsh entre el público, pero cuando la vi fue muy fácil calcular la posición de Connolly en una fila delantera, situado a la perfección para pasar de Walsh a Mosala sin forzar casi el cuello.
Me senté en la parte de atrás de la sala e invoqué a
Testigo
. Las cámaras electrónicas del escenario grabarían al público y yo podía comprar la filmación a los organizadores del congreso si había algo que valiera la pena.