Authors: Greg Egan
»Quiero a Lisa y a las niñas de verdad... pero no hay ninguna razón más profunda que el hecho de que es lo mejor que puedo hacer con mi vida en estos momentos. No puedo refutar nada de lo que dije cuando tenía diecinueve años, porque ahora no sé más. No soy más sabio. Lo que me molesta son todas esas mentiras pretenciosas de los cojones que nos inculcaron sobre crecer y madurar. Nadie fue sincero y admitió que el amor y el sacrificio son sólo lo que ponemos en práctica para no enloquecer cuando nos encontramos en otro tipo de encerrona.
—Estás hasta el cuello de mierda —dije—. Espero que no tomes D en las fiestas.
Pareció dolido durante un momento, pero luego lo entendió: le estaba prometiendo mantener la boca cerrada. No iba a echarle en cara una palabra sobre esto cuando estuviera sobrio.
Lo acompañe a la estación justo antes de la medianoche. Soplaba una brisa cálida y había diez mil estrellas.
—Buena suerte con Anarkia.
—Buena suerte con tu informe.
—Ah. Le diré a Gina... —Su voz se fue apagando mientras fruncía el ceño como un afásico.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Sí.
«A fin de cuentas, ella me ha ayudado —pensé mientras miraba cómo se iba el tren—. He conseguido olvidarme de lo nuestro, durante un rato. Lo superará y yo también. Y mañana estaré en una isla del Pacífico Sur intentando marcarme un farol para salir indemne de mis dos semanas con Violet Mosala.»
En otro tipo de encerrona.
¿Qué más podía pedir?
La isla viva y artificial de Anarkia estaba anclada a un
guyot
sin nombre: un volcán extinto, sumergido y plano en su parte superior, en medio del Pacífico Sur. A treinta y dos grados de latitud, quedaba fuera de las aguas jurisdiccionales de las naciones polinesias del norte, en aguas internacionales sin reivindicar (demandas ridículas de los colonizadores de la Antártida aparte). Parecía remota, pero sólo estaba a cuatro mil kilómetros de Sydney, a menos de dos horas de vuelo directo.
Me senté en la sala de tránsito de Pnom Pen e intenté estirar los músculos del cuello. El aire acondicionado me dejaba tieso, pero la humedad se colaba impunemente en el edificio. Pensé en dar una vuelta por la ciudad, que no conocía de primera mano, pero sólo disponía de cuarenta minutos entre los vuelos y probablemente me llevaría la mitad de ese tiempo conseguir el visado.
Nunca había entendido por qué el gobierno australiano era un defensor acérrimo del bloqueo contra Anarkia. Los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores de los últimos veintitrés años habían despotricado sobre «su influencia desestabilizadora en la zona», pero en realidad contribuía considerablemente a aligerar la tensión: aceptaba más refugiados del efecto invernadero que cualquier otra nación del planeta. Y aunque era cierto que los creadores de Anarkia habían infringido incontables leyes internacionales y utilizaban miles de secuencias patentadas de ADN sin permiso, una nación fundada por la invasión y la masacre (actos solemnemente lamentados en un tratado firmado hace doscientos cincuenta años) no debería proclamar una posición moral superior.
Estaba claro que habían condenado a Anarkia al ostracismo por meras razones políticas. Pero nadie que estuviera en el poder se sentía en la obligación de dar explicaciones.
Así que me senté en la sala de tránsito, anquilosado después de un vuelo de cuatro horas en la dirección incorrecta, e intenté leer los apartados de la lección de física de
Sísifo
que me había saltado en la primera lectura. Estaban marcados en azul acusatorio y resultaban mortificantes para la vista siempre que les dirigía la atención.
Al menos dos medidas generalizadas incompatibles se pueden asociar a T, el espacio de todos los espacios topológicos de base numerable. La medida de Perrini [Perrini, 2012] y la medida de Saupe [Saupe, 2017] se definen para todos los subconjuntos acotados de T, y son equivalentes si se restringen a M, el espacio de las variedades de Hausdorff paracompactas de dimensión
n,
pero dan resultados contradictorios para conjuntos de espacios más atípicos. Sin embargo, la relevancia física (si existe) de esta discrepancia no está clara.
No lograba concentrarme. Desistí, cerré los ojos e intenté dormir, pero la siesta parecía ser bioquímicamente imposible. Dejé la mente en blanco e intenté relajarme. Al cabo de un rato sonó mi agenda y me anunció el vuelo de enlace con Dili: recogía los avisos del sistema de transmisión de la habitación un momento antes de que los anunciaran los altavoces plurilingües. Me dirigí al control de seguridad y, mientras lo pasaba, me acordé del escáner de Manchester que logró extraer poesía del cerebro de una estudiante. Sin duda, dentro de veinte años se descubrirían las intenciones de los atracadores desarmados con tanta facilidad como una bomba o un cuchillo. El archivo de mi pasaporte incluía información detallada sobre mis anomalías internas sospechosas para asegurar a los nerviosos funcionarios de seguridad que no me había llenado de cables con el propósito de estallar en las alturas. Quizá la gente plagada de sueños involuntarios de enloquecer a veinte mil metros necesitaría certificados análogos de inocuidad en el futuro.
No había vuelos a Anarkia desde Camboya. China, Japón y Corea estaban a favor del bloqueo, así que Camboya se unió a sus principales socios comerciales para evitar ofenderlos. Lo mismo hizo Australia, aunque su condena entusiasta de los «anarkistas» fuera más allá de lo que exigía el realismo político. Sin embargo, había vuelos de Pnom Pen a Dili y desde allí podría alcanzar mi destino.
No era ningún misterio que ni siquiera se planteara una línea Sydney-Dili. Después de que Indonesia se anexionara Timor Oriental en 1976, se repartió los beneficios, los yacimientos petrolíferos de la franja de Timor, con su socio capitalista, Australia. En el año 2036, con medio millón de timorenses orientales muertos y dada la irrelevancia de los pozos de petróleo (las algas transgénicas producen moléculas de hidrocarburos de cualquier forma y tamaño a partir de la energía solar por una décima parte de lo que cuesta la leche), el gobierno de Indonesia, coaccionado más por sus ciudadanos que por cualquiera de sus aliados, accedió por fin a regañadientes a las peticiones de autonomía de la provincia de Timor Timur. La independencia formal tuvo lugar acto seguido en el año 2040, pero quince años más tarde todavía no se habían resuelto las demandas contra los ladrones de crudo.
Embarqué por el tubo y me senté. A los pocos minutos, una fem vestida con un sarong rojo intenso y una blusa blanca se sentó a mi lado. Intercambiamos gestos de saludo y sonrisas.
—No te puedes imaginar el lío que llevo —dijo—. Una vez entre mil que mis compatriotas organizan un congreso fuera de la red y han elegido el lugar del mundo más inaccesible.
—¿Te refieres a Anarkia?
—¿Tú también? —me preguntó con simpatía. Asentí—. Pobrecito —continuó—. ¿De dónde vienes?
—De Sydney.
—Soy de Kuala Lumpur —dijo, aunque yo habría jurado que su acento era de Bombay—, así que tú lo has tenido peor. Me llamo Indrani Lee.
—Andrew Worth —dije mientras nos dábamos la mano.
—Desde luego —añadió—, no presento ninguna ponencia. Y las actas estarán disponibles en la red un día después de que termine el congreso. Pero... si no acudes te pierdes todo el cotilleo, ¿verdad? —Sonrió con complicidad—. La gente se muere de ganas de hablar fuera de la red sabiendo que no se grabará nada, ni quedarán rastros para las auditorías. Así que cuando llega el momento de un encuentro cara a cara están dispuestos a contarte todos sus secretos en cinco minutos. ¿No te parece?
—Eso espero. Soy periodista, cubriré el congreso para SeeNet. —Una confesión arriesgada, pero no entraba en mis planes hacerme pasar por un especialista en TOE.
Lee no mostró, aparentemente, ningún desdén. El avión empezó su ascenso casi vertical; yo tenía un asiento económico en el pasillo central, pero mi pantalla me mostró Pnom Pen mientras retrocedía debajo de nosotros: una sorprendente mezcla de estilos, desde templos de piedra (reales y falsos) cubiertos de enredaderas hasta cerámica negra reluciente, pasando por edificios de descolorido estilo colonial francés (ídem). La pantalla de Lee comenzó a mostrar la grabación del procedimiento de emergencia; mi reciente cúmulo de vuelos en aviones idénticos me permitió ahorrármelo.
—¿Puedo preguntarte cuál es tu especialidad? —dije cuando terminó la grabación—. Ya sé que obviamente la TOE, pero ¿con qué enfoque?
—No soy física. Me dedico a algo que se parece más a tu trabajo.
—¿Eres periodista?
—Socióloga. O si prefieres el título completo, estudio la dinámica de las ideas contemporáneas. Así que, si la física está a punto de alcanzar el punto final, es mejor estar cerca para ser testigo del acontecimiento.
—¿Quieres estar presente para recordarles a los científicos que sólo son sacerdotes y cuentistas? —Había intentado hacer un comentario gracioso, ya que el de ella había sido irónico y quería estar a la altura, pero las palabras brotaron como una acusación.
—No soy miembro de ninguna secta de la ignorancia —contestó con una mirada reprobatoria—, y me temo que llevas veinte años de retraso si piensas que la sociología es un caldo de cultivo para ¡Ciencia Humilde! o Renacimiento Místico. Hoy en día, en el mundo académico, están todos metidos en los departamentos de historia. —Su expresión se suavizó y pasó a una resignación cansina—. Aunque todavía somos el blanco de todos los ataques. Es increíble, los investigadores médicos siguen echándome en cara un par de estudios mal planteados de los ochenta como si yo fuera la responsable.
Me disculpé y ella le quitó importancia con un gesto. Un carrito robot nos ofreció comida y bebida y la rechacé. Era absurdo, pero la primera parte de mi camino en zigzag a Anarkia me había dejado en peor estado que un vuelo sin escalas por todo el Pacífico.
Mientras la frondosa jungla vietnamita daba paso a agitadas aguas de color gris intercambiamos chistes sobre el panorama y más lamentos sobre las penalidades para llegar al congreso. A pesar de mi metedura de pata me intrigaba la profesión de Lee y al final reuní el valor necesario para volver a sacar el tema.
—¿Qué es lo que te atrae de los físicos para dedicarte a estudiarlos? Quiero decir, si se tratara de la ciencia, podrías hacerte física en lugar de observarlos desde fuera.
—¿No es exactamente eso lo que planeas hacer tú los próximos quince días? —dijo con un gesto de incredulidad.
—Sí, pero mi trabajo es muy distinto del tuyo. En definitiva sólo soy técnico en comunicaciones.
—Los físicos de este congreso acuden para hacer progresos en las Teorías del Todo, ¿no? —dijo después de echarme una mirada de «ya me encargaré de eso luego»—. Desechar las malas y perfeccionar las buenas. Sólo les interesa el producto final: una teoría que funcione, que encaje con los datos conocidos. Es su trabajo, su vocación, ¿de acuerdo?
—Más o menos.
—Por supuesto, son conscientes de que todos los procedimientos que utilizan para elaborarlas van más allá de las matemáticas: el intercambio y la refutación de ideas, la colaboración y la rivalidad. No pueden evitar saberlo todo sobre el politiqueo, las camarillas, las alianzas. —Sonrió declarando su inocencia—. No utilizo ninguna de esas palabras en sentido peyorativo. La física no está desacreditada como repiten sin cesar grupos del estilo de Primera Cultura, sólo porque algo tan normal como el nepotismo, la envidia y algunos actos esporádicos de violencia extrema desempeñen un papel en su historia. Pero no esperarás que los propios físicos pierdan el tiempo en escribir todo eso para la posteridad. Quieren purificar y pulir sus valiosos retazos de teorías y luego contar breves y elegantes mentiras sobre cómo las elaboraron. ¿Y quién no? No importa, al menos en un aspecto: la mayor parte de la ciencia se puede valorar sin conocer ninguno de los detalles de sus orígenes humanos. Pero mi trabajo consiste en meter mano en tantas historias verdaderas como pueda. No para «destronar» a la física, sino por su propio interés como disciplina independiente. Una rama emancipada de la ciencia —añadió con reprobación burlona—. Y créeme, ya no tenemos envidia de sus ecuaciones. Un día de éstos vamos a aventajarlos. Los físicos siguen combinando sus teorías o descartándolas. Nosotros no paramos de inventar otras nuevas.
—Pero ¿cómo te sentirías si hubiera metasociólogos que te miraran por encima del hombro y grabaran todos los apaños que improvisas continuamente? —dije—. ¿Si te impidieran salir airosa con tus mentiras?
—No me gustaría nada, desde luego —confesó sin dudar—, e intentaría encubrirlo todo, pero de eso va el juego, ¿no? Los físicos lo tienen muy fácil con su materia, aunque no conmigo. El universo no puede ocultar nada: olvídate de todas las tonterías antropomórficas victorianas sobre desvelar los secretos de la naturaleza. El universo no miente; sólo hace lo que hace y no hay más que añadir. La gente es justo al revés. No hay nada a lo que dediquemos más tiempo, energía e ingenio que a enterrar la verdad.
Desde el aire, Timor Oriental era una densa y confusa multitud de campos a lo largo de la costa y lo que parecían ser jungla y sabana autóctonas en las tierras altas. Una docena de hogueras diminutas punteaban las montañas, pero los agujeritos ennegrecidos bajo las columnas de humo quedaban empequeñecidos por las cicatrices de antiguas minas abiertas. Hicimos una espiral sobre la isla con un giro helicoidal de ciento ochenta grados y vimos cientos de pueblecitos aparecer y luego alejarse.
Los campos no mostraban pigmentos de marcas comerciales (aparte de los logos de la biotecnología de cuarta generación). Al menos en apariencia, los granjeros resistían la tentación de saltarse las normas y sólo utilizaban viejos cultivos sin patentar. La producción agrícola para la exportación casi había desaparecido; incluso el hiperurbanizado Japón podía alimentar a su población. Sólo los países más pobres, que no podían permitirse las cuotas de las licencias de los productos de vanguardia, tenían que luchar por su autosuficiencia. Timor Oriental importaba alimentos de Indonesia.
Justo después del mediodía aterrizamos en la minúscula capital. No había tubo y tuvimos que andar por el alquitrán abrasador. El parche de melatonina del hombro, preprogramado por mi farmacia, iba aproximándome paulatinamente al horario de Anarkia, dos horas de retraso con respecto a Sydney, pero Dili estaba a dos horas en sentido contrario. Por primera vez en mi vida me afectó el desfase horario: me dolía físicamente la visión del sol cegador del mediodía y caí en la cuenta de lo misteriosamente eficaz que era casi siempre el parche; podía aterrizar en Fráncfort o Los Ángeles sin la menor sensación de extrañeza. Me preguntaba cómo me sentiría si el reloj de mi hipotálamo se hubiera sincronizado obedientemente a las franjas horarias locales durante todas las absurdas vueltas de mi plan de vuelo. ¿Era mejor, peor o molestamente normal que parte de mi percepción del tiempo quedara al desnudo como un simple fenómeno bioquímico?