Authors: Greg Egan
Era una paradoja matemática muy sencilla, y la solución era que esta secuencia infinita en concreto no tenía ninguna suma definitiva. Todos los matemáticos se quedarían completamente satisfechos ante este veredicto; conocerían las reglas para salvar los escollos, y los programas informáticos podrían evaluar incluso los casos más difíciles. Sin embargo, no era sorprendente que la gente se sintiera tentada si era la teoría de un físico formulada tras muchos esfuerzos la que daba como resultado ecuaciones ambiguas similares, y había que elegir entre el estricto rigor matemático y una teoría sin ningún poder de predicción, o bien una teoría que rebosaba resultados preciosos en perfecto acuerdo con todos los experimentos aunque trampeara de forma pragmática con las reglas. A fin de cuentas, casi todo lo que había hecho Newton para calcular las órbitas planetarias habría indignado a los matemáticos de la época.
El enfoque de Violet Mosala era polémico por un motivo distinto. Le concedieron el premio Nobel por demostrar con rigor varios teoremas claves de topología general que eliminaron escollos y aclararon diversas ambigüedades y que los físicos de los MTT adoptaron de inmediato como una caja de herramientas matemáticas estándar. Había contribuido más que nadie a asentar la materia sobre cimientos sólidos y proporcionarle los medios para progresar con cuidado y mesura. Incluso sus detractores acérrimos aceptaban que sus desarrollos matemáticos eran meticulosos e irreprochables.
El problema era que introducía demasiados datos sobre el mundo en sus ecuaciones.
La prueba definitiva para una Teoría del Todo era contestar preguntas como: ¿Cuál es la probabilidad de que un neutrino de diez gigaelectronvoltios disparado contra un protón estacionario produzca la dispersión de un quark
down
en un ángulo determinado? O incluso algo tan sencillo como cuál es la masa de un electrón. Mosala encabezaba todas esas preguntas con la condición: «Dado que sabemos que el espaciotiempo tiene aproximadamente cuatro dimensiones, el espacio total tiene aproximadamente diez dimensiones y el equipo que se utiliza para llevar a cabo el experimento se compone, aproximadamente, de lo siguiente...».
Sus partidarios decían que se limitaba a ponerlo todo en contexto. Ningún experimento se llevaba a cabo de forma aislada: la mecánica cuántica llevaba ciento veinte años insistiendo en ello. Pedir a una Teoría del Todo que predijera la posibilidad de observar un acontecimiento microscópico sin añadir la condición: «Hay un universo y contiene, entre otras cosas, equipo para detectar el suceso en cuestión», tendría tan poco sentido como preguntar: «Si se saca una canica de una bolsa ¿qué probabilidad hay de que sea verde?».
Sus detractores decían que utilizaba razonamientos circulares y que incorporaba los resultados que intentaba demostrar desde el principio. Los detalles que aportaba a sus cálculos incluían tanta información sobre la física conocida del equipo experimental que descubrían el pastel de manera indirecta pero inevitable.
Yo no era la persona más indicada para tomar partido por ningún bando, pero me daba la impresión de que los oponentes de Mosala eran unos hipócritas que utilizaban el mismo truco con un disfraz distinto: las alternativas que ofrecían postulaban un modelo cosmológico arbitrario. Afirmaban que «antes» del Big Bang y la creación del tiempo (o el suceso contiguo, para evitar la contradicción) no había nada más que un «preespacio» de simetría perfecta en el que todas las topologías tenían el mismo peso y el promedio de las cantidades físicas habituales era infinito. A veces, el preespacio se consideraba «infinitamente caliente»; se podía pensar en él como el caos perfectamente equilibrado en que se convertiría el espaciotiempo si se le administrara energía suficiente para que, literalmente, todo llegara a ser igual de posible. Todo y su opuesto; el resultado global era que no sucedía nada.
Pero alguna fluctuación local había perturbado el equilibrio de tal forma que dio origen al Big Bang. A partir de esa singularidad, nuestro universo irrumpió en la existencia. Cuando sucedió esto, lo «infinitamente caliente», la mezcla de topologías infinita e imparcial, se vio obligado a ser cada vez más parcial, porque ahora la temperatura y la energía significaban algo y, en un universo en expansión que se enfriaba, casi todas las viejas simetrías «calientes» serían tan inestables como el metal fundido vertido en un lago. Y cuando se enfriaron, las formas en las que se habían solidificado favorecieron topologías próximas a cierto espacio total de diez dimensiones, el que dio origen a partículas como los quarks y los electrones y a fuerzas como la gravitatoria y la electromagnética.
De acuerdo a este razonamiento, el único modo correcto de realizar el sumatorio sobre todas las topologías era incorporar el hecho de que nuestro universo emergió por casualidad del preespacio de una forma determinada. Los detalles de la ruptura de la simetría tenían que introducirse en las ecuaciones «a mano», porque no había ningún motivo por el que no hubieran podido ser completamente distintos. Y si no parecía que la física resultante de este accidente fuera propicia para la formación de estrellas, planetas y vida, era porque este universo era sólo uno más de los muchos que se habían materializado a partir del preespacio, cada uno con un conjunto diferente de partículas y fuerzas. Si se habían probado todos los conjuntos posibles, no resultaba sorprendente que por lo menos uno hubiera resultado favorable para la vida.
Se trataba del viejo principio antropológico, el apaño que había salvado mil cosmologías. Yo no tenía nada que objetar, ni siquiera aunque los otros universos estuvieran destinados a ser hipotéticos para siempre.
Pero los métodos de Violet Mosala no me parecían ni más ni menos circulares que los demás. Sus adversarios tenían que «ajustar» unos cuantos parámetros de las ecuaciones para tener en cuenta el universo particular que había creado «nuestro» Big Bang. Mosala y sus partidarios se limitaban a describir experimentos reales en el mundo real con tanto detalle que «introducían» en las ecuaciones exactamente lo mismo.
Me parecía que los dos grupos de físicos confesaban, a desgana, que no podían explicar cómo se creó el universo... sin mencionar el hecho de que ellos estaban en él y buscaban la explicación.
La cabina se quedó en silencio cuando entramos en la zona nocturna. A medida que los pasajeros se dormían, las pantallas se apagaban una tras otra. Todos habían hecho un largo viaje, cualquiera que fuera su procedencia. Miré cómo se oscurecían los bancos de nubes bajo nosotros, un crepúsculo violento, rápido, metálico y amoratado; luego me conecté a un mapa de ruta mientras nos dirigíamos al noreste, dejando Nueva Zelanda fuera del campo de visión. Pensé en las sondas espaciales lanzadas en órbitas hacia Venus usando Júpiter como trampolín gravitatorio. Era como si tuviéramos que dar un enorme rodeo para adquirir suficiente velocidad, como si Anarkia se moviera demasiado deprisa para poder alcanzarla de otro modo.
Una hora después, la isla apareció por fin ante nosotros como una pálida estrella de mar varada. Seis brazos descendían suavemente de una planicie central. A sus lados, la roca gris daba paso a bancos de coral que perdían consistencia, pasando de una masa de afloramientos sólidos a una presencia con aspecto de encaje que apenas rompía la superficie del agua. Un resplandor azul pálido bioluminiscente perfilaba los bordes intrincados del arrecife, rodeado por una sucesión de otros tonos: las líneas de profundidad con códigos cromáticos de una carta de navegación viva. Una pequeña nube intermitente de luciérnagas naranja se agrupaba cerca de las axilas de la estrella de mar; no sabía si se trataba de barcos anclados en la bahía o de algo más exótico.
En tierra, unas cuantas luces diseminadas insinuaban el trazado ordenado de una ciudad. Me invadió una momentánea sensación de intranquilidad. Anarkia era tan bella como cualquier atolón y tan espectacular como un transatlántico... sin ninguna de las cualidades tranquilizadoras de ninguno de ellos. ¿Cómo podía estar seguro de que aquel extraño artefacto no se hundiría en el mar? Estaba acostumbrado a permanecer sobre roca firme de mil millones de años de antigüedad o montarme en máquinas de una modesta escala humana. Durante mi existencia, esta isla no había sido nada más que una nube de minerales a la deriva en el Pacífico, y desde la posición en la que estaba no me parecía una idea descabellada que el océano emergiera a través de mil poros y canales invisibles para disolverla y engullirla en cualquier momento.
Sin embargo, a medida que descendíamos, la tierra se extendió a nuestro alrededor. Se veían las calles y edificios, y mi inseguridad se desvaneció. Un millón de personas había convertido aquello en su hogar, apostando su vida a su solidez. Si era humanamente posible mantener aquel espejismo a flote, no tenía nada que temer.
El avión se vació lentamente. Los pasajeros somnolientos e irritables empujaban para salir; muchos llevaban almohadas y mantitas y parecían niños que siguieran levantados después de su hora de irse a la cama. Allí sólo eran las nueve de la noche y los relojes biológicos de casi todos estarían de acuerdo, pero todavía estábamos adormilados, anquilosados y cansados. Busqué a Indrani Lee, pero no pude localizarla entre la multitud.
Había un control de seguridad al final del tubo, pero nadie del personal del aeropuerto a la vista ni equipo para interrogar a mi pasaporte. Anarkia no ponía restricciones a la inmigración y menos aún a la entrada de visitantes temporales, pero prohibía ciertas importaciones. Junto a la puerta había un cartel en varios idiomas en el que ponía:
NO DEJE DE INTRODUCIR ARMAS SI QUIERE.
NOSOTROS NO DEJAREMOS DE INTENTAR DESTRUIRLAS.
SINDICATO DEL AEROPUERTO DE ANARKIA
Dudé. Si no leían mi pasaporte ni tenían en cuenta la autorización de mis implantes, ¿qué me haría la máquina? ¿Incineraría el equipo valorado en cien mil dólares y de paso me freiría gran parte del aparato digestivo?
Sabía que exageraba; seguro que no era el primer periodista que pisaba la isla. Y seguro que el mensaje se dirigía a los visitantes de ciertas islas sudamericanas de propiedad privada, «reductos libertarios» que habían establecido los supuestos «refugiados políticos» de las reformas de la ley estadounidense sobre las armas de fuego de los años veinte. De vez en cuando, algunos intentaban convencer a Anarkia de su peculiar modo de pensar.
Sin embargo, no me acerqué durante varios minutos con la esperanza de que apareciera alguien de uniforme para quedarme tranquilo. Mi compañía de seguros se había negado a darme ningún tipo de cobertura mientras estuviera en Anarkia, y cuando en mi banco se enteraran de que había estado aquí tampoco les iba a gustar nada: todavía eran los propietarios de casi todos los chips de mis tripas. Legalmente, no era yo quien debía asumir el riesgo.
No apareció nadie. Pasé. El marco del escáner estaba suelto y tembló un poco cuando mi cuerpo atrapó una diminuta porción de flujo magnético, la soltó y la hizo rebotar como una goma elástica, pero ninguna descarga de microondas me chamuscó el abdomen ni saltó ninguna alarma.
El control daba paso a un aeropuerto moderno, no muy distinto de los que había visto en muchas pequeñas ciudades europeas, con un diseño de líneas limpias y asientos sueltos que la gente agrupaba en círculos. Sólo había tres mostradores de compañías aéreas y todos tenían logotipos más pequeños de lo normal, como si no quisieran atraer mucha atención. Al hacer la reserva para ir allí, no había encontrado ningún vuelo anunciado abiertamente en la red y había tenido que mandar una solicitud expresa para obtener información. La Federación Europea, la India y muchos países africanos y latinoamericanos sólo ejercían el boicot mínimo sobre tráfico de tecnología punta que exigía la ONU; estas líneas aéreas actuaban dentro de la legalidad de sus países de origen. Aun así, cabrear a los japoneses, a los coreanos, a los chinos y al gobierno estadounidense, por no mencionar a las multinacionales de la biotecnología, siempre implicaba un riesgo. Cometer la ofensa con discreción no ocultaba nada, pero sin duda servía como gesto de obediencia y aminoraba la necesidad patente de dar ejemplo con alguno de los colaboracionistas.
Recogí la maleta y me quedé junto a la cinta transportadora para orientarme. Vi cómo se alejaban los otros pasajeros; algunos tenían amigos que les daban la bienvenida y otros se iban solos. Casi todos hablaban en inglés o francés, pues no había idioma oficial, pero prácticamente dos tercios de la población estaba compuesta por emigrantes de otras islas del Pacífico. Puede que vivir en Anarkia fuera siempre una decisión política en última instancia, y parecía que algunos refugiados del efecto invernadero estaban dispuestos a pasarse años en los campos de detención chinos con la esperanza de que los aceptaran en esa emprendedora tierra de sueños. Aunque suponía que, para alguien que había visto hundirse su casa en el mar, una masa terrestre que se autorreparaba (y crecía) tenía un atractivo especial. Anarkia representaba un cambio de fortuna: el sol y la biotecnología pasando hacia atrás la grabación de todo el desastre. Mejor que desafiar la tormenta. Fiyi y Samoa ya cultivaban nuevas islas propias, pero todavía no eran habitables y ambos gobiernos pagaban miles de millones de dólares en licencias y minutas de asesores por ese privilegio. Cargarían con la deuda hasta el siglo XXII.
En teoría, las patentes sólo tenían validez durante diecisiete años, pero las empresas de biotecnología habían perfeccionado la estrategia de volver a solicitar la misma cobertura con un enfoque distinto cuando se aproximaba la fecha de vencimiento: primero para la secuencia de ADN de un gen y todas sus aplicaciones, luego para la secuencia del aminoácido correspondiente, después para la forma y función de la proteína completa (con independencia de la composición química exacta). No conseguía permanecer indiferente ante el robo de conocimientos como si fuera un crimen sin víctimas; siempre me había inclinado a favor del argumento de que nadie derrocharía dinero en I+D si las formas de vida transgénicas no se pudieran patentar, pero era demencial que las herramientas más poderosas contra el hambre, las herramientas más poderosas contra el deterioro medioambiental y las herramientas más poderosas contra la pobreza... tuvieran un precio que estaba más allá del alcance de quienes las necesitaban.
Cuando me acercaba a la salida, vi a Janet Walsh que se dirigía en la misma dirección y esperé a un lado. Walsh iba junto a un grupo de una media docena de mascs y fems, pero uno de ellos caminaba unos pocos metros alejado del séquito, con un andar suave fruto de la práctica y la mirada fija en ella. Reconocí la técnica al instante, y al que la aplicaba, un momento después: David Connolly, un fotógrafo de Informes Banales. Claro, Walsh necesitaba un segundo par de ojos. Les habría costado mucho convencerla para que se instalara toda esa asquerosa tecnología deshumanizante en su interior y, peor aún, su equipo la habría dejado fuera de todas las tomas. No tenía mucho sentido contratar a una celebridad como periodista si no salía en pantalla.