El inocente (30 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

BOOK: El inocente
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Se le cerraban los ojos otra vez e iba a morirse. Movió la cabeza, la giró dos o tres centímetros hacia un lado. Su mejilla tocó la almohada y ese contacto desencadenó todo contacto y notó el peso de la manta sobre el pie. Tenía los ojos abiertos y podía mover la mano. Podía gritar. Estaba sentado y buscando el interruptor de la luz.

Incluso con la luz encendida, el sueño seguía allí, esperando a que él volviera. Se abofeteó la cara y se levantó. Le flojeaban las piernas, lo ojos querían cerrarse. Entró en el cuarto de baño y se echó agua en la cara. Cuando salió encendió la luz del vestíbulo. Las cajas seguían cerradas junto a la puerta.

No podía fiarse de sí mismo si se dormía. Durante el resto de la noche estuvo sentado en la cama con las rodillas levantadas y la luz del techo encendida y se fumó un paquete entero. A las tres y media fue a la cocina y se hizo café. Hacia las cinco se afeitó. El agua hacía que le escociera la piel levantada de las manos. Se vistió y volvió a la cocina para beber más café. Su plan era sencillo y bueno. Cargaría con las cajas hasta el U-Bahn e iría hasta el final de la línea. Buscaría un sitio solitario, dejaría las cajas allí y se marcharía.

Había atravesado su cansancio y salido a una nueva claridad. Bebió café, fumó y pasó el rato sacando brillo a sus zapatos y poniéndose esparadrapo en las manos. Silbó y tarareó «Heartbreak Hotel». Por el momento se conformaba con haberse liberado del sueño. A las siete se enderezó la corbata, se cepilló el pelo otra vez y se puso la chaqueta. Antes de abrir la puerta, levantó las cajas experimentalmente. Era más que peso. Había un tirón, un elemental y decidido tirón hacia la tierra. Otto quería ser enterrado, pensó. Pero todavía no.

Llevó las cajas una a una hasta el ascensor. Cuando el ascensor subió, sujetó la puerta con una de ellas mientras metía la otra empujándola con la rodilla. Apretó el botón B de planta baja, pero descendió sólo un piso antes de detenerse. La puerta se abrió para dejar entrar a Blake. Llevaba una chaqueta cruzada azul con botones de plata y un maletín. La caja del ascensor se llenó del aroma de su colonia. El descenso continuó.

Blake le hizo una fría inclinación de cabeza.

—Una fiesta muy agradable. Gracias.

–Nos alegramos de que pudieran venir –dijo Leonard.

El ascensor se paró y las puertas se abrieron. Blake estaba mirando las cajas.

–¿No son cajas MoD?

Leonard cogió una, pero Blake se le adelantó y levantó la otra y la sacó al portal.

–Qué barbaridad. ¿Qué lleva aquí? Ciertamente no es un magnetofón.

La pregunta no era retórica. Estaban de pie junto al ascensor abierto y Blake parecía pensar que se le debía una contestación. Leonard titubeó. Había pensado decir que eran magnetofones.

–Las lleva a Altglienicke. Está bien, puede hablar conmigo. Conozco a Bill Harvey. Estoy acreditado para Oro.

–Es un equipo de descodificación –dijo Leonard. Y luego, porque le vino la imagen de Blake yendo al almacén a mirarlo, añadió–: Nos lo ha prestado Washington. Lo estamos usando en el túnel y mañana tenemos que devolverlo.

Blake estaba mirando su reloj.

–Bueno, espero que tenga previsto un transporte seguro. Tengo mucha prisa.

Sin decir una palabra más cruzó el portal y se dirigió al lugar donde tenía el coche aparcado en la calle.

Leonard esperó a que se alejara antes de empezar a arrastrar las cajas. La parte más dura del día, el viaje hasta la estación Neu Westend del metro al final de la calle, estaba a punto de comenzar y el encuentro con Blake había agotado sus reservas. Ya tenía las cajas en la acera. La luz del día le hacía daño en los ojos y los viejos dolores empezaban a molestarle otra vez. Había un bullicio al otro lado de la calle al que prefirió no hacer caso. Era un coche con un motor especialmente ruidoso y una voz. Luego el motor se apagó y oyó sólo la voz.

–¡Hey! Leonard. ¡Maldita sea, Leonard!

Glass se apeó de su «escarabajo» y cruzó Platanenallee hacia él. Su barba resplandecía, negra y reluciente, con la energía de primera hora de la mañana.

—¿Dónde diablos te habías metido? He pasado todo el día de ayer tratando de localizarte. Necesito hablarte de… —Entonces vio las cajas—. Espera un minuto. Esas cajas son nuestras.

Leonard, ¿qué rayos llevas ahí dentro?

—Equipo —dijo Leonard.

Glass ya tenía una mano en torno a una de las asas.

—¿Qué diablos haces con este equipo aquí?

—He estado trabajando en él. Toda la noche.

Glass levantó la caja hasta su pecho. Se disponía a cruzar con ella. Venía un coche y tuvo que esperar. Gritó por encima del hombro:

—Ya hemos discutido todo esto, Marnham. Conoces el reglamento. Esto es una locura. ¿Cómo se te ocurre hacer semejante cosa?

No esperó una respuesta. Atravesó la calle a zancadas, dejó la caja en el suelo y abrió el capó del «escarabajo». Había el espacio justo en el maletero. Leonard no tuvo más remedio que seguirle con la otra caja. Glass le ayudó a meterla en la parte de atrás del coche. Ocuparon sus asientos y Glass cerró de un portazo. El motor sin silenciador se puso en marcha con un rugido.

Mientras salían disparados hacia adelante, Glass le gritó otra vez:

—¡Maldita sea, Leonard! ¿Cómo puedes hacerme esto a mí? ¡No me sentiré seguro hasta que esto esté de nuevo donde tiene que estar!

20

Durante todo el camino hasta el almacén Leonard estuvo queriendo pensar en los centinelas, que estarían obligados a abrir las cajas, mientras que Glass, agotada ya su indignación, quería hablar acerca de la celebración del aniversario. Tenía muy poco tiempo. Glass había descubierto una ruta mejor y en diez minutos habían cruzado Schóneberg y rodeado el aeropuerto de Tempelhof.

—Te dejé una nota en tu puerta ayer —dijo Glass—. No contestabas al teléfono y luego estuvo comunicando toda la noche.

Leonard miraba fijamente el agujero en el suelo del coche, a sus pies. La mancha borrosa del asfalto le hipnotizaba. Estaban a punto de abrir sus cajas. Estaba tan cansado que casi se alegraba. Ahí comenzaría un proceso, el arresto, los interrogatorios y todo lo demás, y él se abandonaría a ello. No daría ninguna explicación hasta que hubiese dormido bien. Esa sería la única condición que pondría.

—Lo descolgué —dijo—. Estaba trabajando.

Iban en cuarta y muy por debajo de treinta kilómetros por hora. La aguja del cuentakilómetros temblaba.

—Necesito hablar contigo. Te seré franco, Leonard. No estoy contento —dijo Glass.

Leonard vio una celda blanca y limpia, una cama individual con sábanas de algodón, y silencio. Y un hombre delante de la puerta para vigilarle.

—¿No? —dijo.

—Por varias razones —dijo Glass—. Una, tenías más de ciento veinte dólares para gastar en atracciones para nuestra noche. Tengo entendido que te los has pulido en un solo número. De una hora.

Tal vez fuera uno de los más simpáticos el que estuviera en la puerta, Jake, o Lee, o Howie. Sacarían uno de los pedazos.
Señor, esto no es equipo electrónico, esto es un brazo humano
. Era posible que alguien vomitara. Quizá Glass, que ahora pasaba a su segundo punto.

—Dos. Esta hora de ciento veinte pavos va a ser un solo tío tocando la gaita. Leonard, la gaita no es algo que todo el mundo considere una diversión. ¡ Nadie lo consideraría una diversión, por Dios Santo! ¿Quieres decir que vamos a tener que estar allí sentados durante una hora escuchando esa mierda?

A veces una línea blanca pasaba como un relámpago por el agujero. Leonard farfulló sin levantar la cabeza:

—Podríamos bailar.

Con un gesto teatral, Glass se tapó los ojos con la mano. Leonard no levantó la vista de su agujero. El «escarabajo» no se desvió de su curso.

—Tercero. Habrá algunos jefazos del servicio de información, Leonard, entre ellos algunos compatriotas tuyos. ¿Sabes lo que van a decir?

—Cuando todo el mundo ha tomado unas cuantas copas —dijo Leonard—, no hay nada como una canción triste.

—Esa es la palabra adecuada. Dirán: ¡Vaya, comida norteamericana, vinos alemanes y atracciones escocesas!¿Está Escocia en Oro? ¿Tenemos una relación especial con Escocia? ¿Es Escocia miembro de la OTAN?

—Había un perro que cantaba —murmuró Leonard sin levantar la cabeza—. Pero había el mismo problema, era inglés.

Glass no le había oído.

—Leonard, has metido la pata, y quiero que lo arregles esta mañana, aún estás a tiempo. Dejaremos este equipaje y luego voy a llevarte al cuartel de los Scots Greys en Spandau. Vas a hablar con el sargento, cancelar al gaitero y recuperar nuestro dinero. ¿Vale?

Les estaba adelantando un convoy de camiones, así que Glass no se enteró de que su pasajero se estaba riendo.

El bosque de antenas en el tejado del almacén era ya visible. Glass iba reduciendo la velocidad aún más.

—Estos tipos necesitarán ver lo que llevamos aquí. Pueden mirar, pero no es preciso que sepan lo que es, ¿de acuerdo?

El ataque de risa había pasado.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Leonard.

Se detuvieron. Glass bajó la ventanilla mientras el centinela venía hacia ellos. Era una cara que no reconocieron.

—Este es nuevo —dijo Glass—. Y su compañero. Eso significa que nos va a llevar más tiempo.

La cara que ocupó la ventanilla era rosada y grande, los ojos tenían una expresión ansiosa.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, soldado.

Glass le entregó los dos pases.

El centinela se irguió y pasó un minuto examinándolos.

Glass dijo sin bajar la voz:

—Estos chicos están bien entrenados. Hasta que no han hecho seis meses de guardias no se calman un poco.

Era verdad. Howie les habría reconocido y tal vez les habría hecho una señal para que pasaran.

La cara de dieciocho años estaba otra vez en la ventanilla.

Les devolvió los pases.

—Señor, tengo que mirar en el maletero y tengo que ver qué hay dentro de esa caja.

Glass se bajó del coche y abrió el capó. Levantó la caja, la puso en la carretera y se arrodilló a su lado. Desde donde estaba sentado, Leonard observó a Glass mientras deshebillaba las cintas. Le quedaban unos diez segundos. Podría, después de todo, echar a correr por la carretera. Difícilmente podría empeorar las cosas. Se bajó del coche. El segundo centinela, que parecía aún más joven que el primero, se había acercado a Glass por la espalda y le estaba tocando en el hombro.

—Señor, nos gustaría verlo dentro de la garita.

Glass estaba haciendo alarde de no discutir con nadie. En cuestiones de seguridad pretendía dar ejemplo de su obediencia entusiasta. Una de las cintas de lona ya estaba abierta. Sin preocuparse por ello, abrazó la caja y se tambaleó con ella hasta la garita. El primer soldado había abierto la portezuela de Glass y ahora retrocedió cortésmente para permitir que Leonard sacara la otra caja. Los dos le siguieron mientras transportaba la caja con las dos manos.

Había una pequeña mesa de madera con un teléfono encima. Glass puso el teléfono en el suelo y con un gruñido sofocado levantó la caja y la dejó encima de la mesa. Apenas había sitio para los cuatro en la caseta. Leonard conocía a Glass lo suficientemente bien como para saber que tanto esfuerzo le había puesto de mal humor. Retrocedió respirando ruidosamente y acariciándose la barba. El había traído la caja hasta aquí, ahora era cosa de los centinelas el abrirla. Y si fallaban en sus métodos, podían estar seguros de que los denunciaría.

Leonard dejó su caja junto a la mesa. Había pensado esperar fuera mientras la inspección tenía lugar. Después de su sueño, no quería ver nada más, y era muy probable que uno de los jóvenes centinelas vomitase en aquel espacio reducido. Quizá vomitasen los tres. Sin embargo, se quedó en el umbral. Era difícil no mirar. Su vida estaba a punto de cambiar y no sentía ninguna emoción especial. Había hecho lo que había podido, y sabía que no era una persona especialmente mala. El primer soldado había dejado a un lado su fusil y estaba deshebillando la otra cinta. Leonard continuó mirando como desde muy lejos. El mundo, que nunca se había preocupado mucho por Otto Eckdorf, estaba a punto de estallar de inquietud por su muerte. El soldado levantó la tapa y todos miraron las piezas envueltas. Todo estaba muy bien empaquetado y apretado, pero no tenía mucho aspecto de ser equipo electrónico. El olor a cola y goma era rico, parecido al tabaco de pipa. Ni siquiera Glass pudo ocultar su curiosidad. Repentinamente Leonard tuvo una idea y actuó sin premeditación. Se acercó a la mesa empujando a los demás justo cuando el centinela alargaba la mano para coger uno de los paquetes.

Leonard agarró la muñeca del joven mientras hablaba.

—Si esta inspección va a continuar, entonces hay algo que tengo que decirle al señor Glass en privado. Hay graves implicaciones relacionadas con la seguridad y no necesitaré más de un minuto.

El soldado retiró su mano y se volvió a Glass, Leonard cerró la caja.

—¿Estáis de acuerdo, muchachos? —dijo Glass—. ¿Un minuto?

—Está bien —dijo uno de ellos.

Glass siguió a Leonard fuera de la caseta. Se pararon junto a la barrera a rayas rojas y blancas.

—Lo siento, Bob —dijo Leonard—. No sabía que iban a abrir los paquetes.

—Son nuevos, eso es todo. Y tú no deberías haber sacado eso de aquí.

Leonard se relajó contra la barrera. No tenía nada que perder.

—Había razones para ello. Pero escucha. Voy a tener que quebrantar el procedimiento para proteger un asunto más importante. He de decirte que tengo acreditación de nivel cuatro aquí.

Glass pareció ponerse alerta.

—¿Nivel
cuatro
?

—Es fundamentalmente técnico —dijo Leonard y sacó su cartera—. Tengo nivel cuatro y esos chicos están metiendo mano a un material que es sumamente sensible. Quiero que llames a MacNamee al Estadio Olímpico. Esta es su tarjeta.

Pídele que llame al oficial de guardia de aquí. Quiero que se suspenda esta inspección. Lo que hay en esas cajas es inclasificable. Dile eso a MacNamee, él sabrá a lo que me refiero.

Glass no hizo preguntas. Dio media vuelta y entró rápidamente en la caseta. Leonard le oyó decirles a los centinelas que cerraran bien la caja. Uno de ellos debió de haber cuestionado la orden porque Glass gritó:

—Obedezca, soldado. ¡Esto es mucho más importante que usted!

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