—Leonard, Leonard, ¿eres tú?
Desnudo y tiritando en su cuarto de estar sin sol, Leonard cruzó las piernas y dijo:
—Sí, soy yo.
—¿Leonard? ¿Estás ahí?
—Bob, soy yo, estoy aquí.
—Gracias a Dios. Escucha. ¿Me escuchas atentamente? Quiero que me digas qué había en esas cajas. Necesito que me lo digas ahora mismo.
Leonard notó que se le doblaban las piernas. Se sentó en la alfombra entre los restos de la fiesta de compromiso.
—¿Las han abierto? — preguntó.
—Vamos, Leonard. Dímelo.
—Bob, para empezar es material clasificado, y además esta línea no es segura…
—No me vengas con gilipolleces, Marnham. Aquí se ha desencadenado el caos. ¿Qué hay en esas cajas?
—¿Qué pasa ahí? ¿Qué es todo ese ruido?
Glass gritaba para hacerse oír.
—¿Es que no te has enterado? Nos han descubierto. Entraron en la cámara de conexiones. Nuestra gente escapó por los pelos. Nadie tuvo tiempo de cerrar las puertas de acero. Están por todo el túnel, es todo suyo, hasta la frontera del sector. Estamos retirando el material del almacén por si acaso. Voy a ver a Harvey dentro de una hora y tengo que darle un informe sobre los daños. Necesito saber qué había en esas cajas. ¿Leonard?
Pero Leonard no podía hablar. Tenía la garganta apretada por una gozosa gratitud. Qué velocidad y sencillez. Y ahora descendería el gran silencio ruso. Se vestiría e iría a decirle a Maria que todo había salido bien.
Glass estaba gritando su nombre. Leonard dijo:
—Perdona, Bob. Me he quedado aturdido por la noticia.
—Las cajas, Leonard. ¡Las cajas!
—De acuerdo. Era el cuerpo de un hombre al que corté en pedazos.
—No seas imbécil. No tengo mucho tiempo.
Leonard estaba tratando de eliminar la alegría de su voz.
—La verdad es que no tienes que preocuparte mucho por eso. Era un equipo de descodificación que estaba construyendo yo mismo. Todavía no estaba terminado y me temo que las técnicas fueran anticuadas.
—Entonces, ¿por qué armaste tanto jaleo esta mañana?
—Todos los proyectos de descodificación son nivel cuatro —dijo Leonard—. Pero escucha, Bob, ¿cuándo ha sucedido todo esto?
Glass estaba hablando con otra persona. Se interrumpió.
—¿Qué decías?
—¿Cuándo entraron?
Glass no vaciló.
—A las doce cincuenta y ocho.
—No, Bob, eso no puede ser.
—Escucha, si quieres saber más, no tienes más que sintonizar la radio oriental. No hablan de otra cosa.
Leonard sintió una frialdad que se extendía por su estómago.
—No pueden hacerlo público.
—Eso es lo que creíamos nosotros. Perderían prestigio. Pero el comandante de la guarnición del Berlín soviético está fuera de la ciudad. Y el segundo del Servicio de Información Militar, un tipo que se llama Kotsyuba, debe de estar loco. Lo está utilizando como propaganda. Van a quedar como idiotas, pero eso es lo que están haciendo.
Leonard estaba pensando en el chiste que acababa de hacer.
—No puede ser cierto.
De nuevo alguien trataba de hablar con Glass, y éste le dijo a Leonard precipitadamente:
—Van a presentar un informe a la prensa mañana. El sábado les enseñarán el túnel a los periodistas. Hablan de abrirlo al público. Como atracción turística, un monumento a la traición de los norteamericanos. Leonard, van a utilizar absolutamente todo lo que puedan encontrar.
Colgó, y Leonard se fue corriendo al cuarto de baño.
John MacNamee insistió en reunirse con Leonard en el Kempinski's y quiso sentarse en la terraza. Eran las diez de la mañana y todos los demás clientes estaban dentro. Hacía el mismo tiempo soleado y frío. Cada vez que un enorme cúmulo blanco ocultaba el sol, el aire se volvía helado.
Leonard notaba mucho el frío últimamente. Estaba siempre tiritando. La mañana después de la llamada de Glass se despertó con las manos temblorosas. No era un simple temblor, eran unas sacudidas nerviosas, y tardó varios minutos en abrocharse la camisa. Pensó que era un espasmo muscular retardado causado por llevar las cajas. Cuando salió para tomar su primera comida en más de dos días en un bar de Reichskanzlerplatz se le cayó la salchicha al suelo. Un perro se la comió con mostaza y todo.
En el Kempinski's buscó un lugar muy soleado, pero se dejó el abrigo puesto y apretó los dientes para que no le castañetearan. No podía fiarse de sí mismo para sostener una taza de café, por lo que pidió una cerveza y ésta también estaba helada. MacNamee parecía encontrarse a gusto con una gruesa chaqueta deportiva sobre una ligera camisa de algodón. Cuando le trajeron el café, llenó su pipa y la encendió. Leonard estaba de cara al viento y el olor y sus asociaciones le provocaron náuseas. Fue al lavabo como pretexto para cambiar de asiento. Al volver se sentó al otro lado de la mesa, pero ahora estaba a la sombra. Se envolvió bien en el abrigo y se sentó sobre las manos. MacNamee le pasó la cerveza intacta. Había humedad en el vaso, sobre la cual dos gotas de agua iban trazando un errático camino paralelo.
—Bien —dijo MacNamee—. ¿Qué me cuenta?
Leonard notaba el temblor de sus manos bajo las nalgas.
—Al no poder sacarles nada a los norteamericanos, se me ocurrieron dos o tres ideas. Empecé a construir algo en mi tiempo libre. Realmente, pensé que veía la forma de separar el eco del texto claro del mensaje codificado. Trabajaba en casa para mayor seguridad. Pero no salió bien. Además, resultó que la técnica estaba anticuada. Llevaba el material al almacén con la intención de desmontarlo en mi cuarto, que es donde guardo todas las piezas. Ni se me ocurrió que me registraran tan concienzudamente. Pero en la puerta había dos chicos nuevos. No hubiera tenido importancia si Glass no hubiera estado conmigo. No podía permitir que él viera la clase de cosa que llevaba. No tiene nada que ver con mi trabajo. Lamento haberle hecho concebir esperanzas.
MacNamee se dio unos golpecitos en sus diminutos dientes marrones con la boquilla de la pipa.
—Durante una hora o dos estuve bastante excitado. Pensé que había usted conseguido en alguna parte una versión del aparato de Nelson. Pero no se preocupe. Creo que en Dollis Hill están a punto de dar con ello.
Ahora que le había creído, Leonard deseaba marcharse. Tenía que entrar en calor y deseaba echar una ojeada a los periódicos del mediodía.
Pero MacNamee quería reflexionar. Había pedido otro café y una tarta pegajosa.
—Me gusta pensar en los aspectos positivos. Sabíamos que no duraría siempre, y hemos tenido casi un año. Londres y Washington tardarán años en procesar todo lo que tienen.
Leonard tendió la mano para coger su cerveza, pero cambió de idea y la retiró.
—Desde el punto de vista de las relaciones especiales y todo eso, otra cosa buena es que hemos trabajado con éxito con los norteamericanos en un proyecto importante. Han tardado en confiar en nosotros después de lo de Burgess y Maclean. Ahora las cosas han mejorado.
Finalmente, Leonard se excusó y se levantó. MacNamee se quedó sentado. Estaba llenando nuevamente su pipa cuando miró a Leonard guiñando los ojos a causa del sol.
—Tiene usted aspecto de necesitar un descanso. Supongo que sabe que le van a reclamar desde la oficina central. Se pondrán en contacto con usted.
Se dieron la mano. Leonard disimuló su temblor mostrándose vigoroso en su apretón. MacNamee no pareció notar nada. Sus últimas palabras a Leonard fueron:
—Lo ha hecho muy bien, a pesar de todo. Les he hablado bien de usted a los de Dollis Hill.
—Gracias, señor —dijo Leonard, y se fue apresuradamente por la Kurfürstendamm para comprar los periódicos.
Los examinó en el metro camino de Kotbusser Tor. Habían pasado ya dos días, pero la prensa de Berlín Oriental seguía saturada de la noticia. Tanto el Tagesspiegel como el
Berliner Zeitung
llevaban dobles páginas llenas de fotografías. En una de ellas se veían los amplificadores y el borde de la mesa bajo la cual estaban las cajas. Por alguna razón, los teléfonos de la cámara de conexiones seguían funcionando. Los reporteros llamaban por ellos, pero no recibían respuesta. Las luces y la ventilación también funcionaban aún. Había detallados relatos de cómo era el túnel desde el extremo de la Schönefelder Chaussee hasta la barrera de sacos terreros que marcaba el comienzo del sector norteamericano. Más allá de los sacos había «oscuridad rota únicamente por la brasa de dos cigarrillos. Pero los observadores no reaccionaron a nuestras llamadas. Quizá tenían demasiada mala conciencia». En otro sitio Leonard leyó: «Todo Berlín está indignado por los sucios manejos de ciertos funcionarios norteamericanos. Berlín sólo podrá estar en paz cuando estos agentes cesen en sus provocaciones.» Había un titular que decía: «Extrañas perturbaciones en la línea.» La información que venía debajo contaba que los servicios de información soviéticos habían notado ruidos que interrumpían el tráfico telegráfico normal. Se dio orden de empezar a cavar en ciertos tramos de la línea. El artículo no daba ninguna razón de por qué se había elegido la Schónefelder Chaussee. Cuando los soldados entraron en la cámara de conexiones «las condiciones indicaban que los espías se habían marchado con grandes prisas, abandonando su equipo». Las luces fluorescentes llevaban el nombre de Osram, Inglaterra, «claramente un intento de confundir. Pero los destornilladores y los tornos ajustables delatan a los autores: todos llevan la inscripción "Made in USA"». Al final de la página, en negrita: «Un portavoz de las fuerzas estadounidenses en Berlín dijo anoche en respuesta a nuestras preguntas: "¡No sé nada de eso!"»
Hojeó todos los artículos. El retraso en anunciar el descubrimiento de las cajas le estaba agotando. Tal vez la idea era aislar la noticia para darle mayor impacto más adelante. Era posible que ya estuviesen llevando a cabo una investigación. De no ser por su estúpido comentario a Glass, la afirmación de los rusos de que habían encontrado un cadáver descuartizado en dos maletas podía ser fácilmente rechazada. Si las autoridades alemanas orientales le pasaban el caso a la Kriminalpolizei de Berlín Occidental sin hacer ruido, a éstos les bastaría con preguntar a los norteamericanos para que las cajas llevasen a Leonard.
Aunque los norteamericanos se negasen a colaborar, la policía no tardaría mucho en identificar a Otto. Probablemente había pruebas forenses en todos los tejidos de su cuerpo que indicaban que era un alcohólico. Pronto se sabría que no había aparecido por su domicilio, que no había ido a cobrar su subsidio, que ya no acudía a su bar habitual, donde los policías que no estaban de servicio le invitaban a copas. Seguramente lo primero que hacía la policía cuando encontraban un cadáver era mirar en su lista de personas desaparecidas. Había incontables e intrincados lazos burocráticos entre Otto y Maria y Leonard: el matrimonio disuelto, la reclamación del piso, el compromiso oficial. Pero sin duda eso habría sido igual si Leonard hubiera conseguido dejar las cajas en la estación del Zoo. ¿Qué era lo que habían pensado? Le costó un esfuerzo tratar de recordarlo. Les habrían interrogado, pero sus versiones habrían sido coherentes, y habrían limpiado el piso meticulosamente. Tal vez la policía hubiera tenido sospechas, pero no habría tenido pruebas.
¿Y cuál era la esencia de su crimen? ¿Haber matado a Otto? Pero eso fue en defensa propia. El había entrado a la fuerza en el dormitorio, él les había atacado. ¿No haber informado del fallecimiento? Pero eso era lo sensato, dado que nadie les hubiera creído. ¿Haber cortado el cuerpo en pedazos? Pero ya estaba muerto entonces, por lo tanto, ¿qué más daba? ¿Haber ocultado el cuerpo? Un paso perfectamente lógico. ¿Haber engañado a Glass, a los centinelas, al oficial de guardia y a MacNamee? Pero fue sólo para protegerlos de unos hechos desagradables que no les concernían. ¿Haber delatado la existencia del túnel? Una triste necesidad, dado todo lo sucedido anteriormente. Además, Glass, MacNamee y todos los otros decían que era inevitable que ocurriera. No podía continuar para siempre. Lo habían explotado durante casi un año.
El era inocente, eso lo sabía. Entonces, ¿por qué le temblaban las manos? ¿Era el temor de que le cogieran y le castigaran? Pero él quería que vinieran, y pronto. Quería dejar de pensar los mismos pensamientos una y otra vez, quería hablar con alguien oficial y que sus palabras fuesen anotadas y mecanografiadas para que él las firmase. Quería exponer los hechos y hacer saber a las personas cuyo trabajo consistía en establecer oficialmente las verdades que una cosa había llevado a la otra, que, a pesar de las apariencias, él no era ningún monstruo, ni tampoco un trastornado descuartizador de ciudadanos, que no era la locura lo que le había impulsado a transportar a su víctima por todo Berlín en dos maletas. Una y otra vez exponía los hechos para sus testigos imaginarios, para sus acusadores. Si eran hombres entregados a la verdad, acabarían por verlo a su manera, aunque las leyes y las convenciones les obligaran a castigarle. Contaba su versión repetidamente, era lo único que hacía. Cada minuto consciente lo pasaba explicando, puliendo, aclarando, apenas consciente de que en realidad nada tenía lugar, ni de que había repasado todo ello diez minutos antes.
Sí, caballeros, me declaro culpable de los cargos que se me imputan, mate', descuarticé, mentí y traicioné. Pero lo que sigue son las verdaderas condiciones, las circunstancias que me llevaron a esto, y verán que no soy distinto de ustedes, que no soy perversoy que durante todo el tiempo actué únicamente de acuerdo con lo que consideré lo mejor
. Cada hora el lenguaje de su defensa se hacía más elevado, sin darse cuenta, se basaba en los dramas que se desarrollaban en un tribunal en películas olvidadas. A veces hablaba largamente en un pequeño despacho desnudo de una comisaría con media docena de reflexivos inspectores. Otras, se dirigía desde la tribuna de los testigos a una sala que guardaba silencio.
Al salir de la estación en Kotbusser Tor metió los periódicos en una papelera y echó a andar por Adalbertstrasse. ¿Y Maria? Ella era parte de su alegato. Se había inventado un abogado, una presencia llena de autoridad, que invocaría las esperanzas y el amor de la joven pareja que había dado la espalda al violento pasado de sus respectivos países y estaban planeando una vida juntos. En ellos están depositadas nuestras esperanzas de una futura Europa libre de contiendas. Ahora era Glass quien hablaba. Y después MacNamee comparecía ante el tribunal para dar testimonio, hasta donde era compatible con la seguridad, de la importancia del trabajo que Leonard había desempeñado en nombre de la libertad y de que se había propuesto, él solo y en su tiempo libre, desarrollar un equipo que contribuyese a tal fin.