La flecha voló directamente a su diana. Alcanzó a Balcombe en la parte superior de la espalda, entre los omoplatos, y se hincó hasta el penacho de plumas. Tanis cerró los ojos y contuvo el aliento, esperando escuchar el golpe sordo de un cuerpo al desplomarse. En lugar de ello, oyó una risa y el grito de advertencia de Selana:
—¡Es una trampa!
El semielfo abrió los ojos y vio a Balcombe erguido todavía ante el altar, en la misma postura de antes. Entonces atisbó al hechicero que salía de detrás de otra columna, riéndose. El Balcombe que estaba de pie frente al altar fluctuó, su figura perdió densidad y por último se desvaneció; la flecha de Tanis resonó al caer al suelo de piedra.
—¿De verdad pensasteis que iba a ser tan fácil? ¡Me ofendéis! —El rostro sonriente de Balcombe se tornó sombrío y colérico—. ¿Tan pronto habéis olvidado la naturaleza del objeto que buscáis? ¡El brazalete predice el futuro! Sé desde hace horas que veníais, tal vez incluso antes de que vosotros mismos lo supierais.
Tasslehoff se dio una palmada en la frente en tanto que Flint ponía los ojos en blanco. Hoto, en cambio, actuó. Encendió sus alas, lanzó un grito de lucha de los faetones y voló a través de la cámara. Balcombe aguantó firme en su puesto, impasible. Al oír la señal convenida, los tres faetones situados en lo alto de la chimenea pétrea encendieron también sus alas y descendieron por el orificio hasta la caverna, justo por encima del hechicero.
Cuando casi estaban sobre él, Balcombe sacó un puñado de arena fina de un bolsillo y lo arrojó al aire trazando de manera simultánea un arco con el brazo derecho, como si su mano mutilada extendiera una barrera invisible en el camino de los faetones, en tanto que pronunciaba las palabras:
Ast tasarak sinuralan krynawi
Las alas de los cuatro atacantes desaparecieron y todos cayeron con brusquedad al suelo, inconscientes. El impulso que llevaba Hoto lanzó su cuerpo por el suelo hasta detenerse a los pies del hechicero, donde fue recibido con unas risas burlonas y despectivas.
No obstante, Balcombe, sabedor del riesgo que corría, contuvo enseguida su alborozo. Tanis colocaba una segunda flecha en su arco y Flint se disponía a cargar contra él cuando el hechicero les apuntó con un pequeño trozo de hierro recto.
—¡Patcia et matahant!
—susurró.
De pronto, Tanis, Flint y Nanda fueron incapaces de moverse. Oían y veían como un instante antes, pero sus cuerpos se habían quedado paralizados. El semielfo bajó la vista hacia su flecha, apuntada directamente a la garganta del hechicero, pero era incapaz de dispararla. Flint y Nanda se habían quedado petrificados en mitad de la carga.
Detrás de la columna, Tasslehoff, sentado y con los ojos cerrados, se relamió de los labios las últimas gotas de la poción que acababa de tomarse. Era una de las cosas que había cogido en el laboratorio de Balcombe minutos antes, y en la etiqueta rezaba: «Acción libre». No tenía la menor idea de cuáles eran sus efectos, pero tenía un título bastante sugerente y éste era un momento tan bueno como cualquier otro para probarla. Echó una ojeada y vio a sus amigos paralizados en mitad de un movimiento. «No está mal —pensó para sus adentros mientras miraba la pócima que quedaba en el frasco—. Pero no había suficiente para dar una ronda a todos». Se tomó el resto y guardó el frasco vacío en un bolsillo.
¿Y ahora, qué? Escuchó durante unos segundos mientras cesaban las risas de Balcombe. ¿Estaría el hechicero mirando todavía hacia allí? Sólo había un modo de averiguarlo. Tas asomó la cabeza por el costado de la columna. Disfrutando de su victoria, Balcombe pasó sobre los cuerpos de los faetones caídos y llegó junto al altar.
La voz de Hiddukel interrumpió las reflexiones del hechicero.
—Se te ha pasado uno por alto, mago.
Sólo entonces divisó Tasslehoff la moneda de dos caras colocada sobre el altar, entre dos impresionantes rubíes. Al mismo tiempo, Balcombe alzó la vista y descubrió al kender. Su expresión se tornó sombría.
—Así que volviste con tus amigos. Puedes salir de tu escondrijo. Ese pilar no te protegerá si decido infligirte cualquier daño.
Tas se puso de pie y salió a descubierto. Tenía la mano derecha metida en un bolsillo. Sabía que, entre otras cosas, había cogido del laboratorio otro frasco etiquetado: «Gran estallido». El hechicero ladeó un poco la cabeza.
—De modo que tú eras el otro roedor. No me gusta esa mano metida en el bolsillo, ratoncito. Pon las dos manos donde yo pueda verlas.
Todavía manoseando indeciso los tres frascos que le quedaban, Tasslehoff sacudió la cabeza.
—Gracias, pero prefiero no hacerte caso.
—Como desees —replicó Balcombe.
De nuevo sacó algo de su túnica, lo estiró entre sus dedos y murmuró unas palabras inaudibles para el kender. Al instante, una enorme telaraña se extendió entre los dos pilares que flanqueaban a Tas, incluyéndolo a él mismo en su intrincado diseño.
El kender identificó este conjuro como el que Balcombe había usado en la cámara del zombi en el castillo, y recordó la horrible viscosidad de los hilos. Sin embargo, cuando ahora intentó moverse, descubrió que la tela se desprendía de su cuerpo con facilidad. Dando por hecho que esto también se debía a la poción, adelantó con premura un paso y se libró de los hilos.
Sobreponiéndose al momentáneo desconcierto que le producía la escapada del kender, Balcombe notó que había llegado al límite de su paciencia. El momento para la transferencia se le había echado casi encima y no podía permitirse más pérdidas de tiempo. Alzó las manos, dispuesto a crear un proyectil de fuego para matar al kender.
Aquello fue incentivo más que suficiente para hacer reaccionar a Tas, que sacó un frasco del bolsillo y lo arrojó al altar, donde se hizo añicos al chocar contra la piedra. Un ensordecedor aullido de dolor y angustia retumbó en la cámara y levantó ecos en los pilares; las llamas de las antorchas se agitaron enloquecidas. El grito cesó y después se reanudó en medio de sollozos, más intenso y más espantoso que cuanto había escuchado Tas. Balcombe, de pie a escasos palmos de la fuente del sonido, se tambaleó y se encogió sobre sí mismo apoyado en la pared, con las manos apretadas contra los oídos.
De pronto Tasslehoff recordó algo: el «lamento de gigante», que pensaba que había dejado sobre el taburete, frente a la puerta cerrada del laboratorio. «¿Entonces, qué conjuro es el que he dejado allí?», se preguntó.
En este instante, el mundo se sacudió con la fuerza de un tremendo impacto. Tas rodó por el suelo en tanto que llovían a su alrededor cascotes del techo. Siguieron unos momentos de silencio, y después otro horrendo estampido provocó la caída de uno de los pilares cercanos al altar. Un tercer impacto originó el desplome de la pared opuesta a donde se encontraba Tas.
A través del polvo y los escombros de la pared desmoronada, una figura inmensa se precipitó dentro de la cámara. Tas reconoció a un gigante de las colinas, vestido con harapos y cubierto de suciedad, que tenía las manos magulladas y sangrantes a causa de derribar a golpes la pared de piedra. Balcombe, boquiabierto y sobresaltado, levantó las manos en un gesto defensivo.
—¡Regresa a tu cueva, Blu! —ordenó.
El gigante localizó al hechicero y corrió hacia el altar.
—¡«Blacome» engaña a Blu! —rugió la inmensa criatura, apartando de su camino enormes cascotes de una patada, como si fueran piedrecillas. De pronto vaciló, al ver a Selana encadenada a la pared, a unos pasos de él.
Balcombe aprovechó el instante de respiro para lanzar el proyectil de fuego que había preparado para Tas antes de que Blu apareciese en escena. La descarga de energía ardiente alcanzó el inmenso pecho del gigante, y el olor a carne chamuscada impregnó el aire.
—¡Blu! —gritó Selana, mientras se debatía contra las cadenas.
Aullando de dolor, el gigante se tambaleó, pero no cayó. Chocó contra el altar, y el golpe lanzó los rubíes y la moneda de Hiddukel dando tumbos por el suelo. La gema que aprisionaba a Rostrevor se hizo añicos, y el aturdido joven quedó libre.
El muchacho, de pelo rubio y fino bigotillo, miró a su alrededor intentando explicarse lo que ocurría. Reparó en los inconscientes faetones, los petrificados enano y semielfo al otro lado de la cámara, el kender cercano a ellos, y la elfa de cabello plateado encadenada a la pared. Sus ojos se posaron en el mutilado mago de su padre.
—¿Balcombe? —preguntó a la única persona conocida en la cámara—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué estoy aquí?
—¡Te atrapó dentro de una gema! —gritó Tas.
Selana advirtió que el barón consideraba las palabras del kender con actitud incrédula.
—¡Es cierto, Rostrevor! ¡Ayúdanos! —pidió.
—Mienten, Rostrevor —dijo el hechicero con su voz empalagosa.
Pero a Rostrevor Curston jamás le había gustado el mago de su padre, y jamás había confiado en él. Agarró un cascote de la pared derrumbada y se lo arrojó a Balcombe.
El hechicero se agachó y eludió la roca lanzada por el joven, pero no se percató de que el puño inmenso y velludo del gigante se precipitaba sobre su cabeza. El golpe lanzó a Balcombe contra la pared, falto de aliento y semiinconsciente. Se recobró pronto, pero el corto lapso fue suficiente para que Tanis, Flint y Nanda quedaran libres del conjuro que los inmovilizaba.
En un gesto veloz, el semielfo apuntó de nuevo y disparó la flecha. El proyectil cruzó la cámara, como antes, y alcanzó al jadeante hechicero en el pecho, debajo de las costillas. En esta ocasión, el verdadero Balcombe lanzó un grito, más de cólera que de dolor, y miró con incredulidad el penacho que sobresalía de su costado. Se llevó la mano derecha a la espalda y tocó la punta de la flecha, húmeda de sangre. Con un fuerte tirón, la sacó pasando todo el astil por la herida y después, con gesto desafiante, la partió en dos.
Pero el cuerpo del hechicero no era tan fuerte como su voluntad, y cayó sobre una rodilla. Tanis cargó otra flecha en el arco y apuntó. Balcombe vio la gema que había preparado para aprisionar el alma de la elfa; el rubí, milagrosamente, seguía intacto, listo para recibir el espíritu de cualquier persona. Quizá pudiera todavía escapar introduciéndose en la gema…
Al mismo tiempo que Tanis disparaba, Balcombe se zambulló de cabeza en dirección al rubí. La flecha atravesó el hombro del hechicero y después se estrelló contra la pared del fondo.
El cuerpo de Balcombe emitió unos destellos de luz roja, penetrantes como dardos, que inundaron la cámara con un resplandor cegador. Todos los presentes se volvieron de espaldas, cubriéndose los ojos. Cuando miraron otra vez atrás, Balcombe había desaparecido.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Tas, mientras parpadeaba.
Con cautela, el kender, Flint y Tanis se aproximaron al altar. Tas miró a derecha e izquierda, atrás y adelante, en busca del corrupto hechicero. Aparte de unas manchas de sangre y dos flechas rotas, no había señales de Balcombe.
—Al parecer hemos fracasado, y el enemigo ha huido —gruñó Flint con rabia—. Me habría gustado enviarlo al otro mundo para que se reuniera con su maligno dios.
—Creo que no lo hemos hecho del todo mal, habida cuenta de que la mayoría hemos escapado con vida —opinó Tanis.
Aunque a regañadientes, el enano se mostró de acuerdo con un gruñido y se acercó a Selana para soltarle las cadenas.
La elfa marina se arrodilló junto al cuerpo chamuscado del gigante, pero Blu había muerto a consecuencia del proyectil de fuego lanzado por el hechicero. La joven se enjugó una lágrima y rozó con ella la frente del gigante, gesto que era un tributo tradicional entre los dragonestis con los guerreros caídos. En el suelo, cerca del cadáver de Blu, vio el brazalete de cobre que había encargado hacer para su hermano; lo cogió y se lo puso en la muñeca.
Entretanto, Tas había despertado a los otros faetones. Cuando ya todos se disponían a partir, el kender rebuscó entre los escombros esparcidos alrededor del altar. Recogió la moneda de dos caras, ahora silenciosa, e hizo otro tanto con un fantástico rubí, el más grande que había visto en su vida; tuvo la impresión de que se atisbaba algo en el interior de la gema, a través de su superficie facetada…
Selana los condujo hacia la entrada principal de la cámara, que evitaba pasar por el laboratorio de Balcombe, donde aún estaban los minotauros de granito. Todos abandonaban ya la cámara cuando Flint miró a sus espaldas y vio al kender absorto en algo que había en el altar.
—¡No toques esas cosas, botarate! —chilló el enano—. ¿Es que nos quieres matar a todos?
—Vamos, no te sulfures. ¿Qué peligro puede haber?
—¡Son objetos malignos, cabeza de chorlito!
—Oh, claro. Esa es una buena razón —se mostró de acuerdo Tas, que dejó de inmediato el rubí en el hueco ovoide cavado en la superficie del altar.
Se dio media vuelta, y en ese mismo momento un rayo de luna tocó la gema. Tasslehoff creyó escuchar un grito ahogado, seguido de una risa malévola y distante. Miró a su alrededor, pero no vio nada. Se encogió de hombros, suponiendo que lo había imaginado, y lo achacó a la excitación de la reciente batalla.
Minutos más tarde, salían de la caverna y contemplaban el creciente resplandor que asomaba por el horizonte oriental. De repente, la ladera de la montaña tembló a consecuencia de una explosión subterránea, y una nube de humo salió por la boca de la cueva.
Tas sonrió al recordar el frasco que había dejado por equivocación en el taburete del laboratorio. Ahora sabía cuál era: el «Gran estallido».
—Me parece que, por fin, esos golems han conseguido abrir la puerta atrancada.
Los cuatro amigos se encontraban en la franja arenosa de una playa, en la costa occidental del Nuevo Mar, con el sol poniente a sus espaldas. De pie al borde del agua, Tanis lanzaba piedras planas sobre la quieta superficie del agua, teñida de rojo y naranja por el sol del ocaso. Tasslehoff, con las perneras de las polainas recogidas por encima de las rodillas, perseguía a las escandalosas gaviotas, deteniéndose de vez en cuando para recoger alguna concha interesante y guardarla en un saquillo para inspeccionarla después con más detenimiento.
A una distancia prudencial del agua, Flint se había sentado junto a Selana en un gran trozo de madera procedente de algún naufragio; cosa inhabitual en él, se había quitado las botas y hundía los gruesos y velludos dedos de los pies en la húmeda arena. Bajo la holgada túnica azul, su hombro herido, prietamente vendado con unas tiras limpias de muselina, le latía con unas suaves punzadas, aunque apenas dolorosas ya, gracias a un ungüento de los faetones. En una mano sostenía su navaja de tallar; en la otra tenía un trozo de madera arrastrado a la playa por las mareas, y le estaba dando la forma de una gaviota.