—Una vez más, es una pena que no puedas realizar más conjuros. Si no te necesitara de una manera tan perentoria e inmediata para otro asunto, puede que te tomara de pupila en mi nueva posición. —De nuevo, Balcombe observó con interés la reacción de Selana, pero el rostro de la joven sólo expresaba desconcierto. El hechicero se molestó. Sacó pecho y anunció con tono estentóreo:— Como ya oíste con tus oídos de ratón, esta noche ocuparé el puesto de Ladonna en el Cónclave de Hechiceros.
La elfa marina rompió a reír. Balcombe le propinó una bofetada. Selana chocó contra uno de los pilares y luego resbaló al suelo; se limpió el hilillo de sangre que le brotaba del labio. Aunque aturdida por el golpe, la princesa se sintió estimulada. Había descubierto una grieta en la coraza del hechicero.
—Oh, eso —dijo con tono ligero—. A mi entender, si no me falla la memoria, Hiddukel no te prometió nada salvo tomar en consideración tu propuesta. —Sonrió con gesto de superioridad—. Acéptalo, Balcombe. Nunca lo lograrás. Hiddukel no va a trastornar a todo el Cónclave por el alma de un insignificante barón, por muy pura que sea.
El rostro repulsivo del hechicero se tornó sombrío y tormentoso, y fue hacia Selana con intención de golpearla otra vez. Se frenó, con la mano ya alzada sobre la mejilla de la joven, y de pronto esbozó una mueca retorcida.
—Tal vez no, princesa. Ésa es la razón por la que le ofreceré una segunda y más valiosa alma.
Con un gesto casi tierno, Balcombe alargó la mano y cogió la gota de sangre que la elfa tenía en la comisura del labio. Observando con evidente placer la expresión horrorizada de Selana, el hechicero se chupó el dedo y saboreó el gusto.
—La sangre es muy sabrosa, ¿verdad? Creo que lo que más me gusta es su sabor salado. Pero estoy perdiendo el tiempo en divagaciones. —Suspiró con una actitud de fingido hastío y la agarró del brazo con unos dedos tan fuertes como si fueran de hierro. La arrastró, sollozante y tambaleándose, hacia la mesa de pedestal. La elfa le lanzó una patada, pero él esquivó con facilidad el poco contundente golpe—. Intenta mantener, al menos en parte, tu dignidad y maneras reales, princesa —la zahirió.
—Y, a propósito, no podemos permitir que te presentes ante Hiddukel, el quebrantador de almas, con este aspecto de golfillo callejero.
Balcombe susurró una palabra y las harapientas ropas de Selana fueron reemplazadas por un elegante vestido de gasa, del mismo tono azul verdoso que sus ojos. Su cabello plateado, limpio y cepillado por medios mágicos, caía en suaves y brillantes ondas en torno a su pálido semblante. La joven se estremeció con el frío y húmedo ambiente.
El hechicero contempló su nueva apariencia y sonrió. Luego chasqueó la lengua con actitud pesarosa.
—Qué pena. Eres una princesa muy atractiva.
La elfa marina cerró los ojos e intentó una vez más recordar las palabras de un conjuro —cualquier conjuro— que pudiera ayudarla a escapar, pero sus reservas mágicas estaban agotadas.
Balcombe buscó en las profundidades de su túnica y sacó un gran rubí. Escudriñando las facetas, Selana creyó atisbar el franco rostro del joven barón, Rostrevor.
El hechicero colocó la gema sobre la mesa de pedestal. Alzó la vista hacia el orificio abierto en el techo, de aproximadamente un metro ochenta de circunferencia, a través del cual se derramaba la luz amortiguada de la luna sobre un hueco tallado en la superficie de granito, con forma ovoide y del tamaño de la gema.
—No puedes ver a Nuitari, princesa, pero pronto convergerá con Lunitari, directamente encima de nuestras cabezas. Cuando esto ocurra, quedarás aprisionada en este magnífico rubí, del mismo modo que Rostrevor está atrapado en el suyo. Supongo que será una celda agradable, añada por doquier con incontables tonalidades rojizas. Mucho más agradable, ciertamente, de lo que te espera en el tierno abrazo de Hiddukel. Se llevó otra vez la mano a la túnica; entonces hizo una pausa y se miró la muñeca en la que llevaba el brazalete. La piel bajo la joya broncínea se había puesto caliente de repente, tanto que resultaba incómodo. Se frotó la muñeca, pero no la sintió caliente al tacto. Aun así, la sensación era inconfundible.
Balcombe estaba a punto de quitarse el brazalete cuando, de repente, algo lo golpeó con suavidad en la nuca. Se tambaleó un instante y a continuación giró sobre sus talones para enfrentarse a su atacante. En lugar de ver a una sola persona, se encontró con que varias, incluidos el kender, el enano y el semielfo que viajaban con Selana, penetraban en su laboratorio mágico. Mientras corrían hacia él, otros tres intrusos cayeron por el orificio sobre el altar y lo atacaron por la espalda.
Sintiendo unos fuertes latidos en las sienes, Balcombe estuvo a punto de lanzar un conjuro de defensa antes de caer en la cuenta de que no había atacantes. Parpadeó varias veces. La cámara estaba desierta, a excepción de él mismo, Selana y sus golems. Los otros habían sido imágenes ficticias creadas por su mente, sólo una… visión.
Comprendió casi de inmediato que se trataba de un sueño premonitorio desencadenado por el brazalete; había contemplado una pronosticación del futuro. Selana, al advertir la expresión de su rostro, se asustó.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
El hechicero realizó con rapidez un conjuro de retención sobre la elfa, para inmovilizarla.
—Gracias a tu brazalete, princesa, he sido alertado de un ataque inminente que desbarataré con facilidad. Aunque no alcanzo a comprender cómo lograron escapar de los calabozos de Tantallon, parece que tus amigos han decidido llevar a cabo un rescate.
El hechicero se quitó el brazalete para no sufrir ninguna distracción mientras ejecutaba el conjuro, y lo puso sobre el altar.
—He de preparar la bienvenida a unos huéspedes que no habían sido invitados.
Una solución brillante
Flint se rascó la barbuda mandíbula con gesto malhumorado.
—Nunca conseguiré quitarme estos insectos —dijo, rezongando, a Tanis—. No es de extrañar que los pájaros no tengan pelo.
—Y tampoco es de extrañar que tú no tengas alas —respondió el semielfo—. Jamás las usarías con tal de conservar intacta tu preciosa barba. Cuidado donde pisas; hay unas piedras sueltas.
En el mismo momento en que Tanis hacía la advertencia, una roca del tamaño de un melón resbaló bajo su pie y rodó a tumbos por la pendiente cubierta de cascajo. El enano la eludió apartándose a un lado. Nada más sobrepasar su posición, la roca chocó contra un peñasco con un consistente golpazo y saltó sobre las cabezas de Tasslehoff y tres faetones que marchaban en la retaguardia del grupo.
Desapareció en la oscuridad, bajo sus pies, pero una sucesión de golpes señaló con claridad cada impacto causado en su camino a la base de la pendiente, trescientos metros más abajo.
—No me has dado, Tanis. Es la segunda vez que fallas —dijo Tasslehoff mientras reanudaba la ascensión.
—A la tercera va la vencida —refunfuñó Flint.
Nanda Lokir, a la cabeza de la cordada de escaladores, se volvió hacia el grupo.
—Estamos cerca de la cima. Guardad todos silencio ahora, e id con cuidado. La pendiente se hace más pronunciada en las inmediaciones de la cumbre.
Habían volado tan cerca de la cueva de Balcombe como los faetones se atrevieron. Por desgracia, sus alas de fuego eran como un faro en la penumbra del anochecer, y pensaron que era más aconsejable aterrizar tras un pico que los ocultaba de la entrada de la guarida. La pendiente que ahora remontaban era muy traicionera.
Nanda, Hoto, Cele y otros cuatro faetones que acompañaban al grupo, estaban acostumbrados al terreno y a la altitud. Sus botas, con suelas duras, eran apropiadas para trepar sobre piedras sueltas. Tasslehoff, Flint y Tanis jadeaban agotados, esforzándose por llevar suficiente oxígeno a sus pulmones en el enrarecido aire. Flint, al menos, calzaba botas claveteadas. Pero Tanis y Tasslehoff sentían las afiladas aristas de las rocas que se les clavaban en los pies a través de las finas suelas de sus mocasines, más apropiados para caminar por llanuras herbosas y calzadas polvorientas.
Todos respiraron con más facilidad cuando, uno tras otro, coronaron la cumbre e hicieron un alto al asomarse a la cresta. La otra cara era mucho menos inclinada. Diez pares de ojos escudriñaron el panorama.
A unos trescientos cincuenta metros de distancia, se divisaba la entrada de una cueva en la ladera opuesta. Una luz brillaba invitadora en su interior, arrojando un cálido resplandor sobre los matorrales que creían en el exterior. Un profundo barranco, una torrentera ahora seca, se interponía entre el grupo y la cueva. Las pendientes a ambos lados descendían en una inclinación gradual y estaban cubiertas de vegetación: arbustos espinosos y árboles achaparrados.
—No puedo creerlo, pero la entrada no parece estar vigilada —observó Tanis.
Flint se mostró escéptico.
—Pues no lo creas, muchacho. Conoces a Balcombe. Es un hechicero bastante hábil y un bastardo tramposo de la cabeza a los pies. No es de los que dejarían abierta la puerta principal.
—Sabe que andamos pisándole los talones —añadió Tasslehoff—. Ignoramos qué información le habrá sacado a Selana.
Tanis se estremeció al recordar su propio interrogatorio. Nanda alzó la vista al cielo. Asomando por el este, donde las montañas descendían en declive hacia el Nuevo Mar, estaba Lunitari, recorriendo su eterno curso en la bóveda celeste. Sobre ella se encontraba Nuitari, la luna invisible. Sólo los hechiceros que habían tomado la Túnica Negra del Mal divisaban este satélite. Para otros con una percepción fuera de lo común, y en noches como ésta, el astro aparecía como un ominoso disco negro que ocultaba las estrellas que había tras él.
—Observad, amigos. Dentro de una hora, Lunitari pasará ante Nuitari. Hoto dice que cuando se produzca la alineación, el tal Balcombe desencadenará su magia. Disponemos de muy poco tiempo.
—¿Existe alguna otra entrada? —preguntó Tanis.
Todas las miradas se volvieron hacia Hoto, que los había conducido en silencio desde que habían salido del poblado faetón. Como era habitual en él, se tomó un cierto tiempo antes de hablar.
—Hay otra abertura, aunque no es un buen acceso. Es una especie de chimenea, abierta en la roca. He vigilado este enclave durante muchos años y he visto que esa chimenea da a la cámara donde vuestro hechicero lleva a cabo sus ritos. Le permite ver las lunas durante la ceremonia.
—¿Tiene anchura suficiente para descender por ella? —inquirió Tanis.
—Demasiada —respondió Hoto—. Las paredes están muy pulidas, son muy verticales y con los brazos extendidos no se cubre el diámetro. No podéis descender por ahí sin la ayuda de cuerdas.
El semielfo notó que las palabras de Hoto llevaban segunda intención.
—¿Pero un faetón con alas podría descender volando por esa chimenea? —preguntó.
—Si se va con cuidado y sin sobrecarga, sí.
—¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? —intervino Flint, mientras dirigía una mirada astuta al semielfo. Tanis asintió con un cabeceo.
—Siete de nosotros iremos por la entrada principal. Es de suponer que será allí donde encontremos mayor resistencia. Nanda, que tres de los tuyos encuentren esa chimenea y aguarden. Cuando los demás lleguemos a la cámara ceremonial de Balcombe, por lógica atraeremos su atención.
—Ahí es donde entra el factor sorpresa. Que tus tres hombres desciendan por la chimenea. Con suerte, alguno de ellos logrará cogerlo por detrás.
Nanda consideró la sugerencia. Dirigió una mirada a Hoto.
—No eres nuestro cabecilla, bisabuelo, pero sí nuestro consejero más sabio. ¿Tiene el plan de Tanis posibilidades de triunfo?
—Tantas como cualquier otro, imagino. —Hoto volvió la vista hacia el semielfo, quien por primera vez advirtió el modo en que los ojos del anciano relucían en la oscuridad—. Incluso si tiene éxito, será a un alto costo. Como dijo el enano, vuestro enemigo es un hechicero poderoso. Matará a más de uno de nosotros esta noche. ¿Merece tal precio esa mujer elfa, Nanda Lokir?
Nanda sabía que, antes o después, le iba a plantear esta pregunta, y tenía preparada la respuesta.
—No, bisabuelo, la mujer en sí no tiene importancia para nosotros. Pero, al final, la maldad de ese hombre será una amenaza para nuestras familias. Y ello es lo que debernos impedir.
Al anciano pareció satisfacerle la contestación. Nanda se volvió hacia los otros faetones del grupo.
—Cele, lleva contigo a Jito y a Satba hasta la boca de la chimenea. Hoto te dirá dónde está localizada. Aguardad allí hasta que lleguemos.
—Los demás iremos por la entrada principal. Yo iré delante, seguido de Hoto; a continuación Kelu, Tanis, Tasslehoff, Flint y Bajhi en la retaguardia. Nos moveremos tan deprisa y tan en silencio como nos sea posible.
Tasslehoff se plantó de un salto junto al cabecilla faetón.
—Déjame que vaya el primero, Nanda. Soy el más pequeño y ya he hecho esta clase de cosas antes.
—No. Ponte en tu puesto, entre Tanis y Flint. Seguidme.
Al punto, el faetón se había incorporado y sobrepasaba la cresta de la cumbre con sigilo. Ocultándose tras los arbustos, eligió con cuidado un camino entre la vegetación baja.
* * *
Cruzar la barranca llevó al grupo casi veinte minutos, pero por fin llegaron, sudorosos y llenos de arañazos, ante la boca de la cueva.
—¿Alguno de vosotros entiende esas inscripciones? —preguntó Nanda.
Tanis escudriñó la roca blanca alrededor de la entrada de la caverna y, por primera vez, reparó en que, en efecto, había unos símbolos cincelados en la piedra. No tenía idea de lo que significaban; ni siquiera sabía en qué lenguaje estaban escritos. De nuevo, Tasslehoff se abrió paso hasta la cabeza del grupo.
—Es una escritura religiosa, una especie de oración ritual. Vi algo parecido sobre la puerta del templo de Sha-lost, en la frontera de Silvanesti, justo antes de que los elfos le prendieran fuego. No entiendo lo que dice, pero los símbolos son iguales. Ése de ahí, el del ápice —dijo, señalando con la jupak—, es el sello de Hiddukel.
—¿Qué clase de templo era el que había cerca de Sha-lost? —preguntó Flint, en tanto manoseaba su hacha con nerviosismo.
—Era de una secta de devoradores de almas.
El grupo guardó un momentáneo silencio, que por fin rompió Tanis.
—Bueno, eso encaja con lo que Selana y tú oísteis en el laboratorio de Balcombe. Entremos.