—¡Ten cuidado, engendro de chotacabras! ¡Vas a hacer que nos estrellemos contra las rocas!
En el último instante, el faetón remontó el vuelo y sobrevoló el pico del escabroso risco. Al otro lado los aguardaba un panorama distinto de cuantos Tas conocía. Extendiéndose ante ellos, emergiendo entre los velos blancos y grises de las nubes, se divisaban cientos de agujas pétreas de color pardo anaranjado. Tas miró abajo y vio un valle verde, roturado simétricamente con campos de labranza, que serpenteaba a los pies de los pilares de piedra. La vegetación trepaba por las caras de aquellas atalayas naturales hasta unos treinta metros de las cimas. En ese punto, los pináculos rocosos se ensanchaban de manera brusca y adoptaban la forma de cebolla, con aberturas —ventanas y puertas, supuso Tas— cavadas en las redondeadas superficies.
El faetón que transportaba a Tas sobrevoló y dejó atrás unos cuantos de estos pináculos hasta llegar a uno que era más grande que la mayoría. Se asentaba en un prominente resalte de un talud de las montañas circundantes. El faetón batió las alas más despacio, planeó con precaución y cruzó un acceso arqueado. Por último replegó las alas y descendió hasta que los pies de Tas tocaron el suelo. El kender se volvió hacia el faetón, a quien le habían desaparecido las ardientes alas.
—¡Guau! ¡Qué viaje! ¡Esto es increíble! ¿Vivís aquí arriba? ¿Son eso nubes o sólo niebla? ¿A qué altura estamos? —Sin aguardar respuestas, Tas empezó a inspeccionar el entorno.
Se encontraba en una pequeña antecámara que tenía forma de semicírculo. Las paredes estaban cubiertas por completo con inscripciones cinceladas y bajorrelieves de figuras que Tas interpretó como faetones sin alas dedicados a distintas tareas agrícolas —plantar, labrar, regar, cosechar—, así como una amplia gama de actividades artesanales de un pueblo.
En la pared recta de la antecámara había dos puertas abiertas de par en par. Una conducía a una estancia amplia, con una chimenea adosada en la curvada pared exterior; en el hogar ardía un pequeño fuego y frente a él había varias sillas y banquetas. A la izquierda se veía una alacena baja que seguía la línea curva de la pared. La segunda puerta daba a un cuarto más pequeño con varios jergones mullidos de plumas colocados de manera simétrica.
Tasslehoff entró en la estancia de la chimenea. Las paredes de esta habitación estaban también cubiertas de bajorrelieves, pero éstos representaban escenas violentas de faetones con las llameantes alas extendidas, que batallaban contra criaturas espantosas, desconocidas para el kender.
—Espera aquí —dijo el faetón, que un instante después cruzaba el acceso exterior abierto al vacío y se perdía de vista. El kender se asomó a una de las ventanas y observó, maravillado, cómo brotaban unas llamas en forma de alas de la espalda de la criatura mientras se lanzaba en un picado que dejaba sin aliento. Tas lo estuvo contemplando hasta que el ser alado desapareció entre las nubes que rodeaban las atalayas.
«Que espere aquí. ¿Y adonde podría ir?», pensó con ironía el kender.
Afuera no había más que aire y nubes. El único modo de llegar al suelo era saltando al vacío, y el resultado sería un poco asqueroso. Con los codos apoyados en el repecho de la ventana, recorrió con la mirada el hermoso valle —o, al menos, lo que podía vislumbrar a través de los jirones de nubes—, que se extendía decenas o centenares de metros allá abajo.
De pronto oyó a sus espaldas el siseo de unas llamas, seguido de pisadas. Giró velozmente sobre los talones y se encontró cara a cara con cuatro faetones desconocidos. Uno de ellos era una fémina vestida con amplios pantalones y túnica ajustada a la cintura con un ceñidor de llamativos colores. Al parecer era la madre de una chiquilla de largo cabello pelirrojo y rizado, que estaba detrás. La niña se asomó con gesto tímido y miró a Tas. El tercer faetón, evidentemente el padre, era un varón adulto que estaba en primera fila, en actitud protectora. Iba vestido igual que el que había transportado a Tas, pero parecía mayor; su piel era más rubicunda y estaba más curtida por los elementos. Sostenía un sólido bastón con ambas manos y llevaba colgado del cinto un pesado cuchillo.
El cuarto faetón, si es que lo era en realidad, parecía mucho más viejo que el resto. Apenas prestó atención a los otros ni al kender, y tomó asiento con actitud serena en una silla frente al fuego de la chimenea. Al igual que los demás faetones que Tas había visto, tenía el cabello corto y rizoso, pero el de él era blanco en lugar de pelirrojo. Su faz surcada de arrugas tenía el tono del cobre; sus ojos eran negro azabache, y no eran perceptibles las pupilas.
—¿Qué eres? —preguntó el padre, sin andarse con rodeos.
—Un kender, por supuesto. —Tas avanzó con decisión y extendió la mano—. Tasslehoff Burrfoot, para servirte. Me gustaría hacerte varias preguntas, si no te importa. Por ejemplo, nunca había oído hablar de los faetones. —Los contempló de hito en hito—. Tenéis aspecto de semielfos bajitos. ¿Es así como os consideráis, o preferís describiros como semielfos con talla de faetones? —De pronto Tas recordó algo.
—Hablando de semielfos, ¿dónde están mis amigos? ¿No van a venir? —Corrió de nuevo hacia la ventana y se asomó—. Caray, me entusiasmé tanto con el vuelo sobre las montañas que me olvidé de ellos. Unos de los vuestros los cogieron en el arroyo justo a tiempo… A propósito, gracias por el rescate. —Soltó una risita divertida—. A Flint tuvieron que cogerlo entre dos.
—Tus amigos están a salvo —aclaró el varón de mediana edad—. Nosotros también queremos hacerte unas preguntas.
En ese momento, la madre se acercó a la chimenea y cogió un puchero pequeño que estaba sobre la lumbre. Llenó una taza de barro con el humeante líquido del puchero y se la entregó al varón, que a su vez se la tendió a Tasslehoff.
—Bebe esto —dijo.
El kender olisqueó la cocción, encogió la nariz y sacudió la cabeza.
—Tengo un poco de sed, gracias, pero preferiría tomar algo fresco, si tenéis.
El padre puso la taza en la mano de Tas con brusquedad y se la llevó a los labios.
—Bébelo —repitió con más firmeza. El faetón de cabello blanco volvió la cabeza y clavó en Tas sus extraños ojos negros.
—Si insistes —se apresuró a decir Tas—. Tampoco me vendrá mal algo caliente. ¿Qué es? ¿Veneno?
Como siempre, el kender estaba más fascinado que asustado ante la idea de que una sustancia tóxica corriera por sus venas. ¿Se le pondría morada la lengua y los ojos saltones? ¿Se moriría de manera fulminante, o sería un proceso lento que le diera tiempo a pedir un último…?
—Es té —explicó el faetón, dando al traste con sus especulaciones—. Te ayudará a responder con sinceridad nuestras preguntas.
—¡Cielos, no tenéis que drogarme para que diga la verdad! —exclamó Tas, sintiendo un gran alivio a despecho de sí mismo—. Estaré encantado de aclararos cuanto deseéis saber.
—De todos modos, preferimos que te tomes el té —dijo el faetón con el entrecejo fruncido—. No te causará ningún mal… —Apretó los dedos sobre el bastón—, ni tampoco te lo hará nadie, a menos que nos ocultes algo.
—¿Ocultar? ¿Quién, yo? Vaya, pero si una vez… Vale, vale, ya me lo bebo —dijo con premura Tasslehoff, al sentir la punta del bastón contra su cuello.
El kender dio un buen sorbo de la humeante infusión de color verde pálido. La sorpresa hizo que arqueara las cejas. No estaba tan caliente como sugería el vapor que salía del té y tenía el sabor que, en opinión de Tas, tendría la hierba tras hervir un buen rato a fuego lento: fuerte y amargo, pero refrescante.
—¿Quién eres y de dónde eres?
Por pura curiosidad, Tas decidió comprobar la eficacia de la infusión diciendo una mentira.
—Mi verdadero nombre es Baboso Relamecubos; el que os di antes es un alias. —Los faetones lo miraron con gesto impasible—. Soy el príncipe heredero de Solamnia. —Tampoco ahora hubo reacción por parte de los faetones; ni del té. Tas sacudió la cabeza.
—Siento tener que deciros esto, pero me parece que ese
"té de la verdad
" no funciona muy bien. Acabo de soltar una gran trola y no ha pasado nada… Ni me han dado arcadas, ni la nariz me ha crecido, como en el cuento. —Decidió hablar claro, para evitar confusiones.
—No me llamo Baboso Relamecubos —confesó—. Soy Tasslehoff Burrfoot en realidad. Y no estoy emparentado con la familia real de Solamnia, si es que existe.
Una vez dicha la verdad, el kender se sintió, inexplicablemente, mucho mejor, aunque no estaba seguro de la razón. Sin cambiar la expresión impasible, el faetón señaló una de las sillas que había frente a la chimenea e indicó a Tas que se sentara en ella, cosa que el kender agradeció. Le daba la impresión de que estos faetones tenían la costumbre de mirar a la gente con demasiada fijeza, y ello lo hacía sentirse el centro de atracción, algo que por lo general le gustaba. Esta vez, sin embargo, le producía una cierta incomodidad.
El faetón puso otra silla frente a la del kender y se acomodó en ella; miró a Tas a los ojos antes de hablar.
—Me gustaría saber por qué estás aquí.
—Para ser sincero, a mí también me gustaría saberlo —respondió Tasslehoff—. Fuisteis vosotros quienes me trajisteis, así que, ¿qué os parece si me ponéis al corriente? —Su mirada expectante fue de un rostro a otro, pero ninguno parecía dispuesto a aclararle nada. La chiquilla soltó una risita y la madre la hizo callar con una mirada severa.
—Te lo preguntaré otra vez —dijo el hombre—. ¿Por qué viniste a las montañas?
Tas sonrió de oreja a oreja al comprender.
—Ah, no te referías a aquí
aquí
, sino aquí
allí
. Bueno, es algo complicado, y de verdad tengo que reunirme cuanto antes con mis amigos, así que trataré de ser lo más breve posible.
—Mis amigos y yo, es decir, Tanis, Flint y Selana, aunque Selana no está ahora con nosotros porque anda por ahí arriba buscando a un hechicero calvo que tiene su brazalete… A propósito del brazalete. Lo hizo Flint y lo necesitamos para el hermano de Selana, pero el hechicero lo cogió, como yo había imaginado, y ahora va a alimentar a Hiddukel con el alma de Rostrevor, si bien no tengo ni idea qué sabor tiene un alma. En fin, como iba diciendo, el hechicero se apoderó del brazalete, quitándoselo al zombi, sólo que en ese momento no era todavía un zombi, sino un tipo llamado Delbridge, muy poco honrado por cierto («ladrón» lo describiría con bastante exactitud), que a su vez se lo había robado a Gaesil, quien en apariencia es un hombre bastante decente, aunque no me gustaría quedarme atrapado aquí arriba, en uno de estos minaretes, con su esposa. Por lo que me contó Gaesil, es una arpía. Y a él se lo di yo, porque lo encontré en mi poder después de haber salido de la posada
El Ultimo Hogar
. Flint necesita recuperarlo para devolvérselo a Selana, para que, de ese modo, ella pueda entregárselo a Semunel, quien lo necesita porque no tiene el don de ver el futuro. —Tasslehoff cogió aire—. Ya está, creo que con esto queda todo explicado. —Chasqueó los labios y miró a su alrededor—. ¿Tenéis un poco más de ese té?
—¡No! —se apresuró a decir el faetón. Tanto él como la mujer se acercaron al del pelo blanco y se agacharon para conversar en voz baja. Tas apenas oyó unas palabras, y, además, dichas en un lenguaje desconocido para él.
—Eres muy gracioso —le dijo al kender la pequeña, mientras se tiraba de la túnica y sonreía con gazmoñería.
—Vaya, muchas gracias —respondió Tas, algo desconcertado. Que él recordara, no había contado ningún chiste. Claro que, ¿quién sabía lo que resultaba divertido a los faetones? Señaló con un gesto de la cabeza a los tres adultos.
—¿De qué hablan? —preguntó.
La chiquilla se encogió de hombros.
—Están diciendo si te dejan con vida o no. —Se acercó más al kender y susurró:— Por lo general, a los intrusos se los mata, pero creo que tienes mas probabilidades a favor que en contra de que escapes con vida.
Tasslehoff tragó saliva despacio, sin apartar la vista de la acalorada discusión que sostenían los tres. El faetón de pelo blanco parecía estar muy alterado y sacudía la cabeza cada vez que los otros dos hacían algún comentario. Al parecer, intentaban persuadirlo de algo. Por fin, el hombre más joven golpeó con el puño en la palma de la otra mano, con actitud firme. El anciano sacudió la cabeza una vez más y volvió los ojos hacia la ventana, como si se eximiera de toda responsabilidad. El hombre más joven dio media vuelta y se encaminó hacia Tas; su expresión era tan impenetrable como siempre. Se llevó una mano al pecho.
—Soy Nanda Lokir, dirigente de esta comunidad. Él es Hoto Lokir-Ulth, mi bisabuelo, como diríais en tu lengua —dijo, señalando al de cabellos blancos—. Esta es mi compañera y consejera, Cele Lokir. Y nuestra hija, Zeo.
Tas tomó las presentaciones como una buena señal para él. Tras una pausa, el faetón prosiguió:
—Eres un kender con suerte. Tenemos por costumbre eliminar a los intrusos que penetran en nuestro valle con argucias, tras someterlos a interrogatorio. Somos una raza pacífica, pero valoramos la honradez y el aislamiento por encima de todo. Pareces tener poco respeto por la verdad rigurosa y ello inclina la balanza en tu contra a los ojos de Hoto; pero todos creemos que tú y tus amigos podéis prestarnos un gran servicio. He mandado que los traigan aquí. —Nanda fue hacia la chimenea—. ¿Tienes apetito?
Tas asintió con un vigoroso cabeceo. No recordaba cuándo había comido por última vez. ¿Antes de llegar a Tantallon? ¿Mientras huía por el mercado con Selana? La compañera de Nanda, Cele, abrió un pequeño aparador que estaba a la izquierda de la chimenea y sacó una tabla de cortar de madera sobre la que había un pan redondo, dorado y crujiente. Le tendió a Nanda una cazuela grande con una especie de guiso. El hombre lo puso sobre la lumbre para calentarlo. De otro aparador, Cele sacó una olla de barro con mantequilla recién batida. Cortó el pan, que estaba salpicado de pedacitos de grano machacado, untó una loncha con la mantequilla y se la tendió al kender, que había seguido los preparativos con los ojos abiertos de par en par.
—¡Este sitio es fantástico! —farfulló entre mordisco y mordisco Tas—. Pero, viviendo aquí arriba, ¿de dónde sacáis la mantequilla, y sobre todo la vaca para ordeñarla?
—Cocinamos y dormimos en nuestras casas capiteles, pero trabajamos abajo, en el valle —explicó Cele—. No queremos mezclarnos con otras culturas; por consiguiente somos totalmente autosuficientes y no producimos mercancías para el comercio. Cultivamos grano, frutas y vegetales, y criamos ovejas y cabras, así como conejos y gallinas, aunque Zeo intenta siempre convertirlos en mascotas. —Cele sonrió con cariño a la niña y le acarició el largo y rizoso cabello.