—¿Qué sabes tú del tiempo, humano? He vivido durante edades que ni siquiera puedes imaginar. Fui expulsado de tu mundo y las almas que anhelo me han sido negadas durante tanto tiempo que no puede medirse con años. ¿Qué significa tu espera, comparada con la mía? Tus patéticas alegaciones no me convencen.
—Pero tu concepto del tiempo no es aplicable en mi caso —respondió Balcombe—. A diferencia de ti, yo me hago viejo. Mi tiempo en este mundo es limitado. Cuanto más esperes a concederme lo que te pido, menos años tendré para servirte desde una posición de poder fundamental. Piensa en las almas que podría entregarte si estuviera sentado en el Cónclave. El banquete superaría a cualquier cosa que has conocido, y podría empezar con Ladonna. Ambos tendríamos lo que más deseamos.
Años de experiencia habían enseñado a Balcombe el modo más efectivo de aprovechar la codicia de Hiddukel. Si esta petición fracasaba, se presentarían otras oportunidades. Balcombe no había quemado sus naves, pero no se le ocurría otro argumento de más peso con el que apelar al dios traficante de almas y patrón de los negociantes fraudulentos.
La moneda se dio la vuelta y apareció el rostro jovial. El hechicero intentó en vano cogerla y obligarla a mostrar el lado del semblante adusto, pero su reacción no fue lo bastante rápida. Sabía que ahora la cara jovial, reacia a sellar un pacto de tal magnitud, interrumpiría las negociaciones.
—Lleva el alma al lugar acordado, donde la examinaré con más detenimiento —dijo la moneda con una sonrisa—. Después consideraremos este asunto más detalladamente.
El hueco que formaba la boca se selló y, una vez más, el objeto posado en la palma del hechicero fue una simple moneda grotesca.
Sin saber muy bien si sentirse frustrado o satisfecho, Balcombe cerró los dedos sobre el disco metálico con brusquedad. No había arrancado nuevas promesas del dios, ni había recibido garantía alguna. Por otro lado, tampoco había rechazado su propuesta, y este detalle era en sí mismo alentador. En tanto Hiddukel se mostrara dispuesto a tomar el asunto en consideración, cabía albergar esperanzas.
El hechicero se puso de pie y se estiró para desentumecer los músculos agarrotados; guardó la moneda en el bolsillo secreto y después, con toda clase de cuidados, colocó de nuevo la gema del alma en el complicado escondrijo.
El siguiente paso, se dijo a sí mismo, era disponer el altar para la ceremonia que transmitiría el alma del joven a Hiddukel. Balcombe sabía que debía realizarse a la perfección, pues cabía la posibilidad de que no volviera a caer en sus manos un alma tan atractiva como ésta.
No obstante, iba a ser difícil, ya que el altar no estaba en el castillo. El riesgo de que el ara fuera descubierta de manera accidental era demasiado grande para que estuviera instalada cerca de la ciudad. Si sus horrendas prácticas, o incluso su devoción a Hiddukel, se hacían públicas o llegaban a oídos de lord Curston, la carrera de Balcombe y probablemente su vida llegarían a su fin. Por ello, el altar estaba bien escondido, a kilómetros de distancia de la población, en una zona escabrosa de las montañas de la Muralla del Este.
Llegar hasta allí a pie le llevaría al hechicero un día o puede que más. Pero podía alcanzar su destino en poco más de una hora merced a un conjuro de vuelo.
Con todo, era un viaje difícil y peligroso. Las regiones altas de las montañas estaban habitadas por criaturas hostiles. La ceremonia de transferencia en sí duraba bastante tiempo, y por tanto iba a necesitar una buena excusa para que su ausencia en la corte no levantara sospechas. Fiel a sus arraigadas convicciones solámnicas, Curston desconfiaba de la magia y de quienes la practicaban. La única razón de que tuviese un mago cortesano era que una persona de su encumbrada posición precisaba de sus servicios, y también porque Balcombe había demostrado serle útil en muchas ocasiones. Pero ello no significaba que Curston confiara por completo en él. El hechicero giró sobre sus talones y examinó la tabla de los ciclos lunares que estaba colgada en una pared. Las tres lunas de Krynn —Lunitari, Solinari y Nuitari— controlaban el poder de la magia en el mundo con sus fases. Siendo un dios del Mal, Hiddukel estaba en la cúspide de su poder durante el plenilunio de Nuitari, y lo mismo podía aplicarse a sus seguidores. El único momento en que Balcombe podía transferir almas a Hiddukel era durante el plenilunio de Nuitari, una condición que perduraba sólo por siete días y que ocurría una vez cada veintiocho días.
Balcombe sabía que la noche siguiente sería la primera plenilunio de Nuitari. Un día después, Nuitari y Lunitari estarían en conjunción durante veinticuatro horas. En ese intervalo de tiempo, el poder de todos los hechiceros de Ansalon se incrementaría, pero en particular el de magos de la Neutralidad y del Mal. Las venas del cuello de Balcombe se hincharon al recordar su fracaso en la prueba, que lo había alejado de los Túnicas Rojas y lo había hecho entrar al servicio de Hiddukel. A causa de ello, recibía los mismos beneficios de Nuitari como cualquier hechicero Túnica Negra.
Aunque sumido en sus reflexiones acerca de la inminente cita en el altar, Balcombe reparó vagamente en el pequeño y peludo roedor que merodeaba cerca de su mesa de trabajo. El castillo estaba plagado de ratones y ratas, y, de hecho, Balcombe había trabado amistad con varios en el transcurso de los años, si bien ello no era óbice para que en cualquier momento los hubiese utilizado en sus experimentos. Les gustaba mordisquear los restos caídos de los componentes de hechizos, y beber los desperdicios líquidos que quedaban en los morteros.
Balcombe estaba seguro de que no había visto antes en su laboratorio a este ratón en particular; se acordaría de una criatura tan menuda y de ojos tan relucientes. Lo observó mientras corría entre los instrumentos quirúrgicos y los cuencos, estirando los delicados bigotes al olisquear las migajas.
De pronto sus ojos se detuvieron en algo que había al otro extremo de la mesa, y el peludo roedor se lanzó hacia adelante y se esforzó por abrir el hocico al máximo para coger entre los afilados dientecillos el brazalete.
—Vaya, pequeño ratero… —comenzó Balcombe, furioso y desconcertado a la vez. Alargó la mano para atrapar al audaz ratón mientras el animalito se debatía para arrastrar el pesado brazalete hacia el borde de la mesa.
Justo en ese momento, otro ratón, más pequeño pero más enjuto y fuerte, saltó de detrás del cuenco azul e hincó los afilados dientes en la mano de Balcombe. El hechicero soltó un grito de dolor y furia y se sacudió al ratón de la mano; el roedor rebotó contra el suelo, donde, aturdido, dio unos pasos vacilantes.
Entretanto, el ratón que estaba sobre la mesa no había cejado en su empeño de arrastrar el brazalete hasta el borde del tablero, pero no avanzaba ni un centímetro. Viendo el semblante encolerizado de Balcombe y la mano que alargaba hacia él, el roedor lanzó una última ojeada desesperada al brazalete y saltó de la mesa.
Pero el ratón nunca aterrizó en el suelo. A mitad de camino, se transformó en un gorrión ante la mirada perpleja del hechicero, y salió del castillo revoloteando a través de la angosta tronera. Balcombe sintió el estómago contraído. Éstos no eran ratones.
Frenético, el hechicero bajó la vista al suelo buscando al otro roedor.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
Por fin atisbó al ratón cuando éste se escurría bajo el resquicio de la puerta que conducía a su aposento y al resto del castillo; un instante después lo había perdido de vista. No tenía la menor posibilidad de capturar al asustado ratón.
A menos que el enano y el semielfo hubiesen escapado de algún modo y hubiesen adoptado la forma de ratones, entonces otras dos personas sabían que el brazalete estaba en su poder. Pero había otros dos: ¡la mujer y el kender que habían escapado a su telaraña mágica! El enano y el semielfo estaban encerrados bajo llave en los calabozos del castillo. Balcombe había dado por hecho que su monstruo de sombras había acabado con los otros dos. ¿Serían lo bastante poderosos para haber escapado de la fantasmal criatura?
Lo que era peor: sin duda habían escuchado su conversación con Hiddukel. Aunque no supieran dónde estaba exactamente el altar, unos seres con poderes polimorfos no tendrían dificultad en descubrir su localización. Para estar a salvo, tendría que ir al altar, realizar la transferencia, y ocupar el puesto de Ladonna en el Cónclave de inmediato, poniéndose de ese modo fuera del alcance de cualquier mago de la región de Tantallon o más allá.
Balcombe hizo los preparativos para partir lo antes posible, pero dos preguntas rebullían en su mente, ardientes como una llama que no podía sofocar.
¿Dónde estaban la mujer y el kender? ¿Qué sabían exactamente de sus planes?
La persecución
Tras convertirse de nuevo en gorrión, Selana se puso a cubierto y observó a Balcombe, quien, con el brazalete en la muñeca, se subió al parapeto de su ventana. Empleando, obviamente, un conjuro de vuelo, se lanzó al vacío y planeó sobre las copas de los árboles situados al norte de la población, oculto entre las nubes grises bajas que habían aparecido durante la tarde. Parecía dirigirse al interior de las montañas, siguiendo la corriente del caudaloso arroyo que discurría entre el castillo y la pulcra ciudad de Tantallon.
Selana dejó transcurrir dos minutos y después voló en pos del hechicero, manteniendo una distancia que confiaba la dejara fuera del alcance de cualquier conjuro de detección que el mago hubiese realizado.
¡Qué cerca había estado de lograr su propósito! ¡Había tenido el brazalete entre los dientes! Recordarlo hizo que su corazón palpitara atormentado.
La elfa marina sintió una leve punzada de remordimiento por dejar atrás a Flint y a Tanis, encarcelados. El enano, con su actitud paternal, era la persona más afable de cuantas había encontrado desde que había salido a la superficie, a pesar de sus esporádicos arranques de mal humor. Sospechaba que mucha de aquella brusquedad era una fachada, mucho ruido y pocas nueces, pues parecía estar sinceramente interesado en enmendar su error y recuperar el brazalete. Sentía haberlo dejado abandonado a su suerte.
El semielfo era otro cantar… Nunca había conocido a alguien como él. Fuego y hielo. Genio pronto. Impaciente. Enigmático… Una fogosidad vehemente, avivada en el alma, ardía en sus ojos almendrados. Era un joven al que impulsaban los sentimientos más extremos, las mejores y las peores pasiones. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, parecía que ella le hacía sacar a relucir su parte más negativa, cosa que la entristecía.
Selana sabía que su primera obligación era para con su hermano y su reino, y, si no seguía a Balcombe de inmediato, antes de que desaparecieran los efectos de la poción, y el malvado hechicero escapaba, la causa por la que todos habían luchado estaría perdida.
Con un poco de suerte, el kender se las arreglaría para rescatar a sus amigos. En cualquier caso, el hombrecillo parecía la clase de persona que siempre cae de pie, por muy apurada que fuera su situación. Era ingenioso e intrépido, si bien esto último se debía más bien a un rasgo de… irresponsabilidad, aunque ésta no era la palabra más adecuada, pensó la elfa. Su interés pasaba de una cosa a otra con eran facilidad. Aun así, tenía la esperanza, aunque tan débil como una llamita temblorosa, de que lograra ayudar a sus amigos; en el fondo de su alma sabía que ella podía hacer poco más al respecto, aparte de desear y confiar en que ocurriera así.
La esperanza, al parecer, era la base principal en la que se fundamentaba su estrategia actual. Todo cuanto podía hacer era esperar que la poción durara lo suficiente para rastrear a Balcombe. Esperar que cuando pasaran los efectos del bebedizo, advirtiera alguna señal que la pusiera sobre aviso para aterrizar antes de estrellarse. Tenía que confiar en que Balcombe no descubriera que lo perseguía. Y tenía que esperar que, cuando encontrara a Balcombe —si lo encontraba— en su guarida, fuera capaz de arrebatarle el brazalete y huir.
Viajaban en una dirección constante, siguiendo el trazado del mismo valle. No se habían desviado del curso principal del arroyo que corría a través de Tantallon. «Si, por cualquier razón, lo pierdo la pista —razonó Selana—, seguiré remontando el curso del arroyo. Al parecer es la referencia de vuelo de Balcombe y, al menos, no me perderé».
Advirtió que estaba observando las montañas más y más. Nunca había visto cumbres como éstas. En su reino natal, cualquiera podía nadar sobre las montañas sumergidas, pero eran muy áridas, y los picos y crestas estaban erosionados por el incansable movimiento del agua. Éstas eran abruptas, quebradas, y rebosaban vida. Sin embargo, este vuelo singular le recordaba su hogar más que ninguna otra cosa vista desde que había abandonado el mar.
El castillo de Tantallon había quedado a sus espaldas hacía unos treinta minutos cuando Selana empezó a sentirse extrañamente pesada y su vista perdió agudeza de manera paulatina. ¡La poción! Comprendió de repente que los efectos debían de estar terminándose. Incapaz de controlar el creciente terror y el desbocado palpito de la sangre en los oídos, la elfa marina inclinó la cabeza, plegó las alas, y se zambulló hacia la tierra cubierta de musgo.
Casi lo consiguió.
Acababa de pasar las ramas altas de abetos y álamos rebrotados y sobrevolaba una herbosa cañada cercana a la ribera del arroyo, cuando el gorrión se transformó en una elfa marina dominada por el pánico. Cayó dando tumbos por el aire desde una altura de casi tres metros, con la capa índigo ondeando tras ella, y se estrelló contra unos matorrales espinosos.
Selana gritó de dolor y se incorporó de un brinco, pero la capa estaba enganchada en las punzantes espinas del arbusto. Sollozante, rozando una crisis de nervios, la joven tiró frenéticamente de la prenda, desgarrada ya durante el encuentro con los sátiros y la alocada huida en el mercado de Tantallon. Logró soltarse, pero a costa de destrozar la capa por completo. Sacudiendo y dando tirones de la prenda, Selana chilló, perdido el control de sí misma por la frustración y el agotamiento de pasar varios días en los caminos sin apenas descanso y aún menos alimentos. Arrancó con brusquedad el fragmento de capa que le quedaba alrededor del cuello y lo arrojó contra el malévolo arbusto, desahogando así en parte la cólera que la embargaba.
Su cabello plateado estaba enredado y colgaba en mechones sobre su sudoroso rostro, sucio y lleno de arañazos. Cubierta sólo con la túnica corta de tejido fino y color pardo, la princesa de los elfos dragonestis cayó de rodillas y estalló en sollozos.