Su tono era frívolo y burlón, pero su ojo izquierdo tenía un brillo duro y colérico al volverse hacia Tanis y Flint. Con un gesto veloz, el hechicero alzó los brazos y musitó una palabra incomprensible. Se materializó una telaraña gigantesca que se extendió desde el techo hasta el suelo y se enroscó sobre el semielfo y el enano. Una sustancia pegajosa goteó de los filamentos y se adhirió a las forcejeantes víctimas. Cuanto más se debatían y agitaban para liberarse, tanto más se enredaba la tela a su alrededor, hasta que por fin apenas pudieron moverse y cayeron al suelo. Después, el hechicero volvió su atención con rapidez hacia los dos que estaban junto a la puerta. Musitó una vez más una palabra arcana y los sinuosos hilos se materializaron para apresar a Tas y Selana. Sin embargo, en lugar de enroscarse a su alrededor, la telaraña se estrelló contra una barrera invisible y resbaló hasta el suelo; lanzó un breve fulgor y desapareció. Selana sonrió con frialdad a su oponente.
—Me sorprendes, mujer —dijo el mago con su imponente voz de barítono, en tanto que una expresión mezcla de admiración y rabia se plasmaba en su semblante—. Pero no me dejaré sorprender una segunda vez.
Selana ya preparaba su siguiente conjuro y, a despecho de lo manifestado por Balcombe, cogió desprevenido al hechicero. La elfa marina alzó las manos y le apuntó con los dedos extendidos al tiempo que gritaba:
—¡Dasen filinda!
—Una rociada de colores salió disparada de sus dedos, alcanzó al mago y lo envolvió en un semicírculo rotante. Al recular contra la pared opuesta por la fuerza del hechizo, Balcombe tropezó con un tablón roto y cayó despatarrado en el suelo de tierra. El horrendo tocado de carnero se soltó de la cabeza del mago y rodó hasta un oscuro rincón; el armazón que sostenía la capa se hizo añicos. El vertiginoso remolino de colores siguió lanzando destellos en torno al abatido hechicero mientras éste se revolvía para quitarse la capa estropeada.
—¡No te metas con Selana, o te convertirá en una chinche! —chilló Tasslehoff, a la vez que corría hacia Tanis y Flint para ayudar a la elfa marina a desenredar a sus amigos. Pero los filamentos de la telaraña mágica eran duros y pegajosos. El kender sacó su daga y cortó los hilos suficientes para dejar libre la mano con la que Tanis empuñaba la suya. Mientras el semielfo se afanaba en sesgar más hilos para soltarse, Tas hizo otro tanto con Flint.
—Aprisa, el conjuro no durará mucho más —urgió Selana. Pero los filamentos de la tela se pegaban a las hojas de las dagas y estaban firmemente agarrados a los brazos y las piernas de Tanis y Flint.
—Tuve mucha suerte de que mis hechizos surtieran efecto contra él —susurró la joven al semielfo—. Sea quien sea, sus poderes me superan con creces. He agotado todos mis conjuros y tampoco me quedan componentes de hierbas.
Antes de que Selana terminara de hablar, el puño derecho de Balcombe atravesó el remolino de colores. Uno de los anillos que le adornaban los dedos emitió un destello.
—¡Huid! —gritaron Flint y Tanis al unísono.
Todavía tendido en el suelo, el hechicero trazó dibujos en el aire con las manos, al tiempo que pronunciaba unas palabras. Unas partículas luminosas chisporrotearon a su alrededor y sus manos se tornaron rojas y ardientes de manera paulatina.
Liberando de un tirón la daga de la pegajosa telaraña, Tasslehoff saltó sobre el mago y le lanzó una cuchillada, pero la hoja se desvió a escasos centímetros de la garganta del mago, como si la hubiese rechazado una mano invisible. Balcombe esbozó una maligna sonrisa y alargó la mano derecha para agarrar a Tas; unas chispas azules, semejantes a relámpagos diminutos, saltaban entre sus dedos.
Tas se apartó de un brinco y esquivó por poco la resplandeciente mano. Al retroceder, chocó contra una de las urnas que había en el rincón. La levantó con ambas manos y se la arrojó a Balcombe, y a continuación le propinó una patada en el estómago. La urna se rompió antes de tocar al hechicero, y la patada del kender se desvió, al igual que había ocurrido antes con la daga, aunque logró desestabilizar al hechicero.
—¡Corre, Tas, y no te detengas! —gritó Tanis, en tanto que Flint barbotaba maldiciones y pateaba la telaraña. Llevado por el instinto, el kender agarró a Selana por la cintura y la empujó hacia la puerta. Se detuvo un instante para echar una ojeada al cuarto alumbrado por el mortecino resplandor. Balcombe se sacudía los trozos de la urna y se disponía a lanzar un nuevo hechizo. Tas volvió la vista hacia el punto donde el semielfo y el enano te debatían contra la maraña de filamentos.
—¡No te preocupes por nosotros, cabeza de chorlito! ¡Pon a salvo a Selana! —chilló Flint.
Tas giró sobre sus talones y echó a correr por el oscuro corredor en pos de la elfa marina. De repente, un rayo salió del puño de Balcombe y se estrelló contra la pared del pasillo. En medio de un espantoso estruendo, una lluvia de cascotes se desmoronó en el estrecho corredor a espaldas de la pareja que huía. Tasslehoff miró por encima del hombro y vio la abrasadora luz azul zigzaguear en su dirección, arrancando grandes fragmentos de pared allí donde tocaba. Para entonces, el kender casi había alcanzado a Selana; saltó sobre la joven y la arrojó de bruces al suelo. La descarga mágica pasó siseante sobre ellos, rociándolos con una lluvia de piedras y tierra de las paredes. Un instante más tarde, Tas se había incorporado y arrastraba a Selana corredor adelante. Cuando Balcombe se asomó por el recodo, sólo vio el revoltijo de cascotes amontonados en el suelo del estrecho pasillo. El penetrante olor a ozono en el aire cargado de polvo le inundó las fosas nasales, pero no percibió el inconfundible hedor de la carne chamuscada. El encolerizado hechicero soltó un salvaje gruñido y se volvió hacia los dos cautivos.
—Vuestros amigos han escapado…, por ahora, aunque más les valdría haber muerto en el túnel.
Balcombe sacó un rollo de pergamino de entre los pliegues de su túnica. Tras romper el sello de cera, lo desenrolló y empezó a leerlo en voz alta, torciendo los labios y la lengua a fin de articular los enrevesados vocablos mágicos. Mientras pronunciaba las palabras, unas volutas de humo salieron del pergamino. Tanis vio que se formaban unas manchas oscuras en la hoja, como si un calor intenso la estuviera quemando por el otro lado. Finalizada la lectura, Balcombe soltó el pergamino y lo dejó caer. Un instante después, había estallado en llamas y se había consumido, regando el suelo con una lluvia de cenizas, negras y pulverizadas. La temperatura subió hasta hacerse sofocante y un gran silencio se adueñó del cuarto. Entonces, sopló una fuerte ráfaga de viento que arrojó polvo a los rostros de Flint y Tanis, y agitó la capa de Balcombe. El hechicero se mantuvo erguido e impávido, con la mirada fija al frente.
Tanis sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando vio aparecer un punto negro que giraba y crecía creando formas monstruosas que se deshacían para, un instante después, cobrar forma de nuevo en algo más grande y espantoso que antes. Cuando alcanzó el tamaño final, tenía la misma estatura que Balcombe. Era una especie de felino gigantesco, semejante a una pantera o un puma, pero no era real. A Tanis le parecía un ente materializado de una sombra, algo cambiante que latía al impulso de un ritmo interno y extraño. El mago se dirigió a la misteriosa fuerza.
—Un kender y una elfa me han contrariado. Mátalos. —Lanzó una mirada de soslayo a sus prisioneros.
Un ominoso sonido siseante retumbó en la habitación y después se perdió por el túnel cuando el sombrío ente salió brincando tras su presa.
* * *
Tas abrió de un tirón la puerta que estaba al final del inclinado pasillo, y él y Selana salieron al resguardado nicho de la muralla. La luz del sol los hizo parpadear.
—¿Dónde podemos escondernos? —chilló la joven mientras se limpiaba el sudor y el polvo de la cara.
—En ninguna parte —contestó el kender—. Al menos, de momento. Ese hechicero vendrá tras nosotros. Tenemos que alejarnos de aquí antes de que nos cierre la salida. Vamos, deprisa.
Intentó tirar de Selana, pero la doncella se resistió.
—¿Adonde?
—Al mercado. Sé cómo hacer desaparecer a cualquiera en un mercado, sobre todo si está muy concurrido.
Un fuerte tirón obligó a Selana a moverse, y los dos compañeros echaron a correr hacia la plaza. Fue entonces cuando oyeron el estruendo a sus espaldas. Al mirar atrás, vieron que la puerta por la que acababan de salir había sido arrancada de sus goznes y se desplomaba al suelo. Unas enormes garras habían abierto surcos profundos en la madera y habían roto los sólidos tablones; incluso los refuerzos de hierro estaban cortados, Entonces, emergiendo de las sombras, una figura inmensa y fantasmagórica cargó contra ellos.
—¿Qué es eso?
—Un buen problema —respondió Tas, obligando a la petrificada elfa a moverse mediante un empujón. Kender y elfa, impulsados uno por el coraje y la otra por el terror, cruzaron a la carrera el espacio abierto que los separaba del abarrotado mercado. Al echar un rápido vistazo a sus espaldas, Tas distinguió la oscura silueta y el rastro de polvo que señalaba el paso del monstruo, y advirtió que éste iba ganándoles ventaja de manera progresiva. Giraron en una esquina y se dieron de bruces contra la carreta de un granjero, que estaba cargada de cebolletas y ristras de ajos. Tas se dejó caer de rodillas y gateó bajo el vehículo, seguido de cerca por Selana.
—¿Qué era eso? —repitió la elfa, entre jadeo—. ¿Se habrá transformado el hechicero en esa cosa?
—No tendría sentido. Imagino que ha invocado un monstruo mágico, como un cazador invisible, sólo que a éste puedes verlo como una sombra. Los magos los sacan de otros planos para que cumplan sus mandatos. Son entes horribles, pero no viven mucho tiempo. Tenemos que seguir adelante. —Tas escudriñó las estrechas callejuelas y enseguida eligió el mejor camino para huir. Tan pronto como Selana estuvo dispuesta, reanudaron la carrera.
A sus espaldas, la carreta estalló. La bestia había chocado contra el vehículo y lo había hecho añicos, sembrando la zona de cebolletas y ajos. Los chillidos y los gritos de los comerciantes se mezclaron con el terrorífico rugido de la criatura, que hizo un breve alto en medio de los restos de la carreta a fin de dispersar a la gente que se interponía en su camino.
Los dos fugitivos no perdieron tiempo. Cambiaron una y otra vez de dirección en su huida por el mercado; giraron a la derecha, luego a la izquierda, más tarde a la izquierda otra vez, y así hasta que Selana perdió el sentido de la orientación y del tiempo. Los latidos de su corazón eran tan fuertes que apenas oía las instrucciones que le daba el kender a medida que éste elegía la ruta entre los sinuosos callejones formados por los puestos.
Cuando Selana ya creía que el pecho le iba a estallar y se sentía incapaz de inhalar otra bocanada de aire, Tas frenó por fin la carrera y se detuvo en un callejón.
—Creo que hemos despistado a ese monstruo —jadeó, inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en las rodillas—. Al menos, de momento…
Selana respiraba de una manera tan trabajosa que ni siquiera podía hablar. Miró a Tas y, por fin, logró preguntar entre jadeos:
—¿Crees que aún sigue vivo?
—Sí. No llevamos corriendo ni la mitad del tiempo que nos parece. Sospecho que sigue cerca, en alguna parte.
—¿Y qué puede hacernos una sombra?
—¿Eres hechicera y lo preguntas? —Tas sacudió cabeza—. Siento un gran respeto por todo aquello que ha sido invocado de otro plano.
Gimiendo, Selana estaba a punto de dejarse caer al suelo cuando el kender la agarró por el brazo.
—¿Hueles eso? —La miró con intensidad—. Ajo y cebolletas…
Se miraron un instante y después ambos volvieron vista atrás. De repente, una cabeza oscura y cambiante asomó por la esquina y los vio. Una garra espectral se disparó, y Selana lanzó un chillido. Tas sujetó a la elfa por la manga de la capa y, una vez más, los dos amigos echaron a correr; la criatura les iba pisando los talones.
Tas cambió de dirección varias veces y después miró atrás; el sombrío monstruo lo seguía, ¡pero Selana había desaparecido! Sus dedos aún sujetaban un trozo de la manga de la joven, pero ella no estaba.
Con la horrible criatura pegada a los talones, Tas se abrió paso entre la gente que se dispersaba en todas direcciones. Al girar en otra esquina, Tas se dio de bruces con un montón de cestos apilados. Resbaló sobre una alfombra en la que se exhibían pares de botas y zapatos, y chocó contra el poste. El impacto lo dejó sin aliento. Intentando librarse del dolor, se puso de pie. Asomado tras el montón de cestos estaba el monstruo, con los negros dientes reluciendo bajo los negros ojos. Tas miró a sus espaldas y descubrió con horror que estaba en un callejón sin salida. La gente empujó para ponerse a salvo, y el kender oyó el chasquido de cerrojos y el golpeteo de las trancas al otro lado de las puertas y ventanas que daban a esta trampa sin salida. El corazón le latió desbocado por la descarga de adrenalina, pero Tas no vaciló en darse la vuelta para mirar cara a cara al monstruo. Hizo un rápido y vano esfuerzo por quitar los pegajosos hilos de telaraña de la hoja de su Baga, frotándola contra un poste de madera. Con la embotada arma enarbolada, aguardó el ataque inminente. La monstruosa sombra se agazapó y siseó al tiempo que agitaba la negra cola. Luego se abalanzó hacia adelante, cubriendo la distancia que la separaba de Tas en un solo salto. Aunque sabía que sus reflejos no podían igualarse a los de la bestia mágica, el kender se arrojó a un lado confiando en evitar el impacto de la embestida. El veloz manotazo de una garra lanzó a Tas por el aire y el kender se estrelló contra un montón de pieles curtidas. Rodó sobre sí mismo y se incorporó de un brinco, esperando ser rebanado en tiras de un momento a otro, pero el zarpazo no llegó. La monstruosa sombra sufrió unas extrañas convulsiones y después se disolvió en infinidad de jirones de oscuridad que se desvanecieron con rapidez.
Magullado y jadeante, Tas alzó los brazos y soltó un grito. ¡El conjuro del hechicero había expirado! El jubiloso kender golpeó puertas y contraventanas con el puño de su daga.
—¡Lo maté! ¡Eh! ¡Ya podéis salir! —chilló.
Brincando y pavoneándose, se abrió camino entre las mercancías desparramadas y volvió a la calle principal. Poco a poco, la gente salía de sus casas. «¿Dónde estaría Selana?», se preguntó de repente el kender. Todavía con la respiración entrecortada y los saquillos balanceándose a sus costados, Tas recorrió a saltos el estrecho callejón de vuelta al centro del mercado. Pasó ante el puesto de un panadero; una barra de pan blanco y crujiente le llamó la atención. No había nadie atendiendo el negocio, por lo que cogió el pan sin reducir la marcha y se lo puso bajo el brazo, en tanto que sus ojos escudriñaban los alrededores en busca de la capa índigo de Selana.