La austriaca se puso nerviosa.
—Eso no puede ser… —balbuceó mientras le subían los colores, no sabía si de vergüenza o de miedo.
La idea de dar un golpe contra su marido era inconcebible, hasta insultante. ¿Cómo podían pensar que jamás aceptaría algo semejante? Los dos hombres insistieron. Estaba claro que la disolución de la Asamblea, el destierro de los paulistas y la relación con Domitila habían hecho mella en la popularidad de Pedro. A la emperatriz le hicieron valer el interés supremo del país, subrayando los defectos del emperador y el sufrimiento al que la tenía condenada.
—Soy cristiana —zanjó Leopoldina—. Estoy enteramente dedicada a mi marido y a mis hijos, y antes de tolerar algo semejante me retiraría a Austria.
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Cuando lord Cochrane volvió a Río, felicitó al emperador por haber disuelto la Constituyente, esa Asamblea de sinvergüenzas desagradecidos que le habían racaneado el marquesado.
—Si me permitís daros un consejo, yo confirmaría ante el mundo mis principios liberales anunciando que estáis preparando una Constitución basada en la de Gran Bretaña y la de Estados Unidos de América.
El consejo no cayó en saco roto; Pedro necesitaba sacudirse el marchamo de tirano y de golpista. Quería cumplir con su promesa de hacer una Constitución muy liberal. Ésa sería la prueba de fuego que despejaría cualquier duda sobre su verdadero credo político. Sabía que Leopoldina había estado estudiando diversos textos, y le pidió ayuda. Siempre que lo hacía, la austriaca se sentía halagada y pensaba que su presencia junto a aquel hombre al que adoraba tenía sentido. Ya que no podía sentirse amada, al menos sentía que la necesitaba. El Chalaza, que hacía funciones de secretario personal, se encargó de conseguir copias de las constituciones de Cádiz de 1812 y de Noruega de 1814, entre muchas otras. Cuando un párrafo llamaba la atención de Pedro, mandaba copiarlo al Chalaza y éste lo trasladaba luego al Consejo de Estado. Poco a poco consiguieron un texto que, tal y como había prometido Pedro, era dos veces más tolerante en aspectos religiosos y en la manera de definir la inviolabilidad de los derechos humanos, incluido el de propiedad, que el proyecto anterior. La tortura, los azotes en plaza pública, la confiscación de bienes y la marca al hierro candente quedaban definitivamente prohibidos. Al final, consiguió promulgar una Constitución que durante los siguientes sesenta y cinco años salvaguardaría los derechos básicos de los brasileños de manera más eficaz que cualquier Constitución americana adoptada en la misma época. Pedro y Leopoldina la juraron en el Teatro Imperial, que aquella misma noche fue víctima de un incendio que acabó destruyendo el edificio. Muchos vieron en ello un signo del destino, un mal presagio.
En el nordeste, la airada reacción de los gobiernos municipales de Olinda y Recife, que rechazaron rotundamente el texto, parecía confirmar el mal augurio. Liderados por un cura independentista llamado fray Caneca, un grupo de republicanos y militares se alzó contra el gobierno de Río y proclamó la independencia de Pernambuco y sus provincias adyacentes. Nacía así la Confederación de Ecuador, el mayor desafío a la unidad de Brasil que el emperador hubiera podido prever.
—Almirante, necesito vuestros servicios…
A lord Cochrane la petición le llegaba en un buen momento. Llevaba meses envuelto en agrias discusiones con el ministro de la Armada Imperial y el tribunal que dirimía los trofeos de guerra. El lord reclamaba dos millones de dólares por todos los barcos que había capturado y que había mandado a Río. Como el tribunal imperial nunca acababa de adjudicar el reparto de ese valor, Cochrane se quedó en garantía con el resultado del pillaje de la aduana de Maranhão y de la Hacienda provincial. Atesoraba ese dinero en un baúl metálico bajo llave en el
Pedro I
. El tribunal argumentaba que muchos de esos barcos no eran premios legítimos y Cochrane contraatacaba alegando que los miembros del tribunal eran pro portugueses y estaban en connivencia con los dueños de los buques. La propia Leopoldina le había puesto sobre aviso diciendo que el gobierno le juzgaba demasiado codicioso y no estaba bien dispuesto hacia él. En aquellos días, Pedro sufrió un violento ataque de epilepsia, el primero en cinco años; le dejó varios minutos inconsciente, pero se restableció en seguida. Acudieron a visitarle a San Cristóbal miembros del cuerpo diplomático, del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado. También apareció lord Cochrane. Pedro lo necesitaba más que nunca:
—… La rebelión del nordeste merece un castigo, uno que sirva de lección para el futuro —le dijo.
Era la oportunidad que esperaba Cochrane, quien le respondió:
—No zarparé hacia Pernambuco hasta que no reciba la remuneración que mis hombres y yo nos merecemos.
Pedro tuvo que usar su influencia para convencer a los miembros del tribunal de que entregasen a Cochrane doscientos mil pesos de plata como adelanto hasta que hubiera una sentencia definitiva. Esa cantidad, junto al botín que tenía a bordo y que no pensaba entregar, le convencieron para zarpar al mando de una flota compuesta por un bergantín, dos corbetas y dos barcos de transporte que llevaban mil doscientos soldados para ayudarle a sofocar la revuelta. Para facilitar su misión y el castigo de los rebeldes, Pedro ordenó suspender las garantías constitucionales en la provincia de Pernambuco.
Lord Cochrane bombardeó la ciudad de Recife desde el mar mientras las tropas entraron en la ciudad por el sur después de vencer una frágil resistencia. Los cabecillas rebeldes huyeron hacia el interior, pero las tropas imperiales les dieron caza. Al final, cayeron dieciséis líderes, entre los que se encontraba fray Caneca. Un tribunal militar les acusó de insurrección y la sentencia, que Pedro se negó a conmutar, fue ejecutada en el acto. El cura, despojado de su hábito religioso, murió fusilado por los disparos de un pelotón.
El lobo de los mares había cosechado otra importante victoria, pero se sentía mal retribuido, como era habitual en él. Puso rumbo a Gran Bretaña y al llegar entregó la fragata al consulado de Brasil, junto con una carta de dimisión y una astronómica factura por servicios efectuados al imperio. Nunca más volvió a Brasil. Siguió haciendo de mercenario, luchando en el Mediterráneo contra los turcos por la independencia de Grecia.
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Cuando en septiembre de 1824 Maria Graham regresó a Río de Janeiro para ocupar su puesto de tutora de la princesa, fue recibida en palacio por un tal Plácido, ex barbero convertido en mayordomo y tesorero imperial, que la condujo a la habitación que le había asignado en el sótano del ala donde vivía Leopoldina. Ese hombre altivo y antipático ejercía una influencia considerable sobre la vida del palacio. No sólo era el jefe de todos los empleados, sino también el encargado de pagarles, así como de entregar la «mesada» a Leopoldina y contabilizar sus gastos. Varias damas de la corte, que miraban a esta intrusa con una mezcla de recelo y curiosidad, permanecieron en la habitación todo el tiempo que la mujer tardó en deshacer su equipaje. Por los comentarios que hacían sobre las prendas que desempacaba, la inglesa tuvo la impresión de haber desembarcado en una tribu de indios amazónicos en lugar de un palacio donde residía la primera familia de un imperio. Su impresión inicial mejoró cuando subió al porche donde la familia imperial la esperaba para darle la bienvenida junto a otro grupo de cortesanos. El emperador leyó una carta ante todos los allí presentes por la cual otorgaba a la inglesa el poder necesario para la educación moral, intelectual y física de las princesas.
La llegada de Maria Graham fue una bendición para Leopoldina, que estaba entristecida y muy necesitada de compañía.
«Desgraciadamente me doy cuenta de que no soy amada»,
le confesó en seguida con voz de angustia. Se había tenido que rendir ante la evidencia de que la relación de su marido con Domitila era estable y duradera. Había descartado los rumores, pero no había podido cerrar los ojos ante la evidencia. El borrador de una carta que el emperador había olvidado en el secreter le confirmó lo peor:
«Qué gusto ayer por la noche, todavía me parece que estoy en ello, ¡qué placer!, ¡qué consuelo!… Te mando un beso de parte de “mi cosa”.»
Leer aquello le produjo auténtico dolor físico, como si le hubieran clavado el filo acerado de una daga en el corazón. Porque, a pesar del comportamiento inmaduro y hasta soez que demostraba la carta, le quería con toda su alma. Cualquier otra mujer hubiera reaccionado enfrentándose al marido, exigiendo explicaciones, clamando al cielo. Ella no. No es que fuese cobarde, pues había demostrado gran coraje y fortaleza de espíritu en los momentos difíciles de la independencia. Sin embargo, no la habían criado para imponerse frente al marido, al contrario. Toda la educación y los consejos paternos le habían inculcado pasividad y sumisión ante el hombre. El hecho de que el ambiente familiar no se resintiese de una falta de armonía en el matrimonio era más importante que su felicidad personal. Además, no podía luchar porque se encontraba muy sola. Hasta el mismísimo Bonifacio había sucumbido a las intrigas de los que rodeaban a su marido. ¿Cuánto tiempo aguantaría ella? Ante el dolor y el engaño, había reaccionado a su manera, con gran sentido del deber, sufriendo en silencio, fingiendo no saber nada, esperando que la hoguera de la pasión se apagara pronto, como tantas otras veces había ocurrido en el pasado.
A tan infausta situación se unía la preocupación por Maria da Gloria, su primogénita. Pedro había retomado su idea de casarla con su tío Miguel siguiendo la tradición monárquica más arcaica. Pretendía así apartar a su hermano de cualquier veleidad de querer usurpar el poder del rey, como ya lo había intentado en la
Vilafrancada
. Tenía intención de mandar a su hija a Portugal al terminar el año. Para Leopoldina, la simple idea de que su hija, tan joven e inocente, pudiese casarse con el pérfido Miguel la sumía en un profundo desconcierto. ¿Cómo podía su marido defender aquello? El propio Bonifacio la había consolado con la promesa de impedir esa boda contra natura. Sin embargo, ya no tenía a su viejo amigo a su lado. Desde su caída, no podía compartir su angustia con nadie o simplemente conversar sobre los temas que le interesaban. Por eso, en Maria Graham encontró un salvavidas al que aferrarse. Por fin tenía alguien con quien charlar de algo que no fuese niños, enfermedades, caballos o política. La erudita inglesa se convirtió en su consuelo en sus horas de melancolía; autora de varios libros de viaje y hasta de una novela de literatura juvenil, la ayudaba a olvidar que había sido «exportada a ese país de ignorancia», y con ella revivía sus días en Europa, hablaba de sus parientes que la inglesa había visto más recientemente, de los lugares que no conocía, de los libros que se leían y de la música que se escuchaba. Aprovechaba todas las horas del día que tenía libres para reunirse con Maria, especialmente durante la siesta mientras Pedro dormitaba en su habitación.
Sin embargo, los viejos demonios que estaban agazapados en las cuatro esquinas del palacio se pusieron a conspirar contra «las extranjeras», como las llamaban. La horda de criados y damas de compañía, en su mayoría portugueses, capitaneados por Plácido, vieron con malos ojos la irrupción de una segunda extranjera, como si no tuvieran bastante con una. ¿Es que no existe una dama portuguesa competente para educar a las princesas?, se preguntaban las cortesanas en sus corrillos. Heridas en su amor propio, las damas apenas saludaban a la inglesa, contestaban de mala gana a sus preguntas o le hacían el vacío. Cuando la pequeña enfermó de gripe, el emperador, que iba todas las mañanas a visitarla, saludaba de buen humor a la inglesa, quien permanecía de pie mientras criadas y damas de compañía pugnaban por postrarse y besarle la mano. Al irse, las mujeres murmuraban indignadas: «¡Qué monstruosidad!… ¡Maldita hereje que no demuestra el debido respeto al emperador!… ¿Quién se cree que es?… ¡Si no es más que una plebeya!» Lo hacían lo suficientemente alto como para ser escuchadas. Según ellas, besar la mano al emperador siempre que había ocasión era un deber sagrado. Desconcertada, Maria Graham preguntó a Leopoldina lo que debía hacer.
—Ya sabes: donde fueres, haz lo que vieres… —le respondió.
Contrita, la inglesa aprovechó la siguiente visita del emperador para adelantarse y besarle la mano. Pero Pedro se echó a reír, y en cambio le dio un firme apretón de manos:
—
A hand shake!
—exclamó—. Así es como se saludan los británicos, ¿no es cierto?…
Y siguió conversando con ella de manera cordial y desenfadada. La pequeña anécdota dio la vuelta al palacio, pero sólo consiguió que todos, incluido Plácido y el cura marsellés que daba clases de francés, sintieran todavía más celos de la recién llegada.
Otro día, una dama de compañía llamó la atención de la inglesa de mala manera porque en el carruaje donde se desplazaban ésta se había sentado en el lugar «de honor». Maria le respondió que se abstuviese de hablarle en ese tono, que no era ninguna criada de palacio. ¡Qué insolencia!, fue contando la dama por el palacio, ¡y encima siendo extranjera! De manera que las damas se retiraban después del almuerzo, y dejaban solas a la emperatriz y a la inglesa. Y cuando ésta se quedaba sola con la niña, las criadas la boicoteaban. No hacían caso cuando les pedía que atendiesen a la pequeña porque tenía hambre o estaba cansada. Una de ellas llegó a escupir en el suelo diciendo que no recibía órdenes de la intrusa. Otra se negó a bañar a la princesa en el cuarto de baño, como le había ordenado Maria, y quiso hacerlo en un barreño en una sala abierta por donde pasaban los esclavos y empleados, como era costumbre hasta entonces. La criada se negó a obedecerla «sin una orden escrita del emperador». Maria se exasperaba: las criadas sólo se precipitaban a atender a la niña cuando veían que Pedro y Leopoldina regresaban a palacio.
Era un ambiente irrespirable, pero Maria Graham, en el fondo, podía librarse de él cuando quisiese. Leopoldina, sin embargo, estaba condenada de por vida a aguantar la maledicencia, la mentalidad cerril de los que la rodeaban, que la aborrecían por el simple hecho de ser extranjera. Ese desprecio le dolía aún más porque se consideraba una «buena brasileña». ¿No lo había demostrado con sus actos? Hasta se había enfrentado a su padre para exigirle que la Santa Alianza reconociese a su nuevo país de adopción. Había llegado a declarar que estaba firmemente, y con todo su corazón, del lado de Brasil aunque su padre no se decidiese a favor de la independencia. Era un comportamiento insólito en una archiduquesa austriaca, que mostraba así su independencia de espíritu.