Authors: Arturo Pérez-Reverte
Frederic se unió a ellos en la persecución de un grupo de cuatro fugitivos. Los húsares se desafiaban unos a otros a ver quién llegaba antes, por lo que espoleó furiosamente a Noirot, resuelto a ganar la carrera. Los españoles corrían con las piernas manchadas de fango tropezando en el lodo, angustiados al ver cómo sus perseguidores acortaban la distancia. Uno de ellos, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, se detuvo de pronto y se volvió hacia los húsares, quieto y desafiante, los brazos en jarras. Con la frente orgullosamente erguida vio cómo Frederic y sus dos compañeros llegaban hasta él, y sus ojos relampaguearon en el rostro tiznado por la pólvora, bajo el cabello revuelto y sucio, hasta que los perseguidores llegaron a su altura y le cortaron la cabeza.
Poco más adelante alcanzaron al resto, derribándolos a sablazos uno tras otro. Los árboles ya estaban próximos, se habían acercado a ellos en diagonal. La corneta del escuadrón tocaba llamada para reunir a los húsares dispersos; Frederic estaba a punto de tirar de las riendas para volver grupas. Entonces miró a la izquierda y los vio.
Salían del bosque en una línea compacta. Era un centenar de jinetes con petos verdes y chacos negros galoneados de oro. Cada uno de ellos llevaba apoyada en el estribo derecho una larga lanza ornada con una pequeña banderola roja. Se quedaron unos momentos inmóviles y majestuosos bajo la lluvia, como si contemplasen el campo de batalla en el que acababa de ser acuchillado medio millar de sus compatriotas, después sonó una corneta, coreada por gritos de pelea, y la línea de jinetes bajó las lanzas antes de arrancar al galope, como diablos sedientos de venganza, cargando de flanco contra el desordenado escuadrón de húsares.
A Frederic se le heló la sangre en las venas mientras de su garganta brotaba un grito de angustia. Los dos húsares próximos, que se habían vuelto al escuchar la corneta enemiga, tiraron del freno de sus caballos, haciéndolos deslizarse varias varas por el barro sobre los cuartos traseros, y picaron espuelas para alejarse de allí a toda prisa.
Por todas partes los húsares volvían grupas, retirándose en total confusión. Parte de la línea de jinetes españoles alcanzó a un nutrido grupo cuyas fatigadas monturas eran ya incapaces de mantener la distancia frente a los que ahora eran sus perseguidores, equipados con caballos frescos y con lanzas contra las que nada podía hacer el sable. El choque fue breve y decisivo. Los lanceros ensartaron a sus adversarios, derribándolos de sus monturas en desordenado tropel de hombres y caballos. Algunos húsares que todavía conservaban cargadas carabinas o pistolas, montados o pie a tierra, hacían fuego contra los jinetes que barrían el campo como una ola desenfrenada, como una mortal guadaña que segaba a su paso todo rastro de vida. Desconcertado, todavía sin saber qué hacer, Frederic vio cómo la línea de lanceros alcanzaba el centro del escuadrón, y cómo el estandarte se agitaba en lo alto y después caía abatido entre un bosque de lanzas. No pudo distinguir nada más, porque un grupo de lanceros se apartó del grueso de la formación y cargó contra los ocho o diez húsares que todavía se encontraban dispersos en las proximidades, aislados de los restos del escuadrón. Frederic sintió como si despertase de un sueño; un hormigueo de terror le recorrió los muslos y el vientre. Entonces agachó la cabeza, inclinó el cuerpo sobre el cuello de Noirot y lo espoleó brutalmente, golpeándole la grupa con el plano del sable, lanzándolo en alocada carrera para que le ayudase a salvar la vida.
Los llevaba detrás, muy cerca, a quince o veinte varas de distancia. Noirot estaba al límite de sus fuerzas, cubierto el bocado de espuma, la lluvia y el sudor chorreándole por la piel reluciente. El caballo de un húsar que galopaba delante hundió las patas delanteras en un charco y proyectó al jinete sobre las orejas. El húsar se incorporó a medias, cubierto de barro de la cabeza a los pies, con una pistola en una mano y el sable en la otra. Por un segundo, Frederic pensó tenderle una mano para subirlo a la grupa, pero descartó la idea; su propio peso era ya demasiado para el pobre Noirot. El húsar derribado lo vio pasar sin detenerse, disparó su última bala contra los lanceros que venían detrás y levantó débilmente el sable antes de recorrer un trecho pataleando sobre el barro, ensartado en el asta de una lanza.
Frederic, que se había vuelto a medias para contemplar horrorizado la escena, comprendió que las fuerzas de su caballo flaqueaban por momentos. Noirot avanzaba dando botes, tropezando con las piedras, resbalando en el lodo. Del galope había pasado casi a un trote forzado y dolorido. Los flancos del animal palpitaban con violencia en el esfuerzo y la respiración le hacía brotar vaharadas de vapor de los ollares. Los lanceros le daban alcance sin remedio, se podía escuchar con claridad el sonido de los cascos de sus monturas, los gritos con que se animaban unos a otros en la bárbara cacería.
Frederic estaba enloquecido por el pánico. Era un miedo cerval, espantoso, atroz. La cabeza le daba vueltas mientras buscaba con la mirada algún lugar donde guarecerse. Sentía tensos los músculos de la espalda, crispados como si esperase de un momento a otro sentir el crujido de sus costillas rompiéndose bajo el aguzado hierro que presentía próximo. Quería vivir.
Vivir a toda costa, aunque fuera mutilado, ciego, inválido... Anhelaba vivir con todas sus fuerzas, se negaba a morir allí, en el valle cubierto de barro, bajo el cielo gris que ya oscurecía con rapidez, en aquella lejana y maldita tierra a la que jamás debió llegar. No quería terminar solo y acosado como un perro, ensartado cual macabro trofeo en el asta de una lanza española.
Con un último esfuerzo, Noirot alcanzó la linde del bosque, internándose entre los primeros árboles, tropezando con los matorrales, haciendo caer sobre Frederic ráfagas de agua de las ramas próximas. El animal, fiel hasta el fin a su noble instinto, anduvo todavía un trecho antes de derrumbarse entre los arbustos con un desgarrado relincho de agonía, los flancos empapados en sangre, atrapando bajo su cuerpo estremecido por los últimos estertores una pierna del jinete.
Frederic recibió el golpe en el costado izquierdo, sobre el hombro y la cadera. Quedó aturdido, con el rostro entre el barro y las hojas secas, ajeno a cuanto le rodeaba hasta que escuchó el galope próximo de un caballo. Entonces recordó las largas lanzas españolas e intentó ansiosamente incorporarse. Tenía que echar a correr, tenía que alejarse de allí antes de que sus perseguidores le cayesen encima.
Noirot estaba inmóvil, con las entrañas reventadas por el esfuerzo, y sólo de vez en cuando exhalaba débiles relinchos y agitaba la cabeza, con los ojos turbios de agonía. Frederic intentó liberar su pierna aprisionada. El sonido de los cascos estaba cada vez más cerca, casi allí mismo. Mordiéndose los labios para no gritar de terror, apoyó las manos manchadas de barro contra el lomo del caballo, empujando con toda el alma para liberarse.
En el bosque, a su alrededor, sonaban gritos y disparos. El sable atado a su muñeca le estorbaba los movimientos, por lo que se arrancó el cordón de la mano con dedos temblorosos. Hurgó nerviosamente en las fundas del arzón, empuñando la pistola que todavía no había sido disparada. Volvió a empujar con todas sus fuerzas, sintiéndose al borde del desmayo. En el mismo instante en que lograba sacar la pierna de debajo de su caballo moribundo, una silueta verde apareció entre los árboles lanza en ristre, cabalgando directamente hacia él.
Rodó sobre sí mismo buscando la protección de un tronco cercano. Las lágrimas corrían por sus mejillas cubiertas de lodo y hojas cuando levantó la pistola empuñándola con ambas manos, apuntando al pecho del jinete. Al ver el arma, el lancero encabritó el caballo. El fogonazo del disparo nubló la visión de Frederic, la pistola le saltó de las manos. Un relincho, un golpe pesado entre los arbustos. Frederic vio las patas del caballo agitándose en el aire, arrastrando al jinete en su caída. Había fallado el tiro, le había dado a la montura. Con un grito desesperado, ahogándose en el áspero olor a pólvora quemada, Frederic concentró sus escasas fuerzas en un encarnizado afán de sobrevivir. Se incorporó como pudo, saltó sobre el cuerpo inmóvil de Noirot, se metió entre las patas del otro caballo y cayó sobre el lancero que intentaba levantarse, rota el asta de la lanza, ya con medio sable fuera de la vaina. Golpeo el rostro del español hasta que éste comenzó a echar sangre por la nariz y los oídos. Fuera de sí, emitiendo desgarradas imprecaciones, martilleó con los puños cerrados sobre los ojos de su adversario, mordió la mano que intentaba empuñar el sable, escuchando crujir huesos y tendones entre sus dientes. Aturdido por la caída y los golpes, el lancero intentaba protegerse el rostro ensangrentado con los brazos, gimiendo como un animal herido. Rodaron ambos por el suelo, empapados en barro, bajo la lluvia que seguía goteando de las ramas de los árboles. Con la energía que le daba la desesperación, Frederic agarró con las dos manos el sable del lancero, medio fuera de la vaina, y fué empujando pulgada a pulgada el palmo de hoja desnuda hacia la garganta de su enemigo. Ponía en ello toda la fuerza que podía reunir, apretando los dientes de forma que le crujía la mandíbula, aspirando entrecortadas bocanadas de aire. Los ojos ya ciegos del lancero parecían a punto de salirse de las órbitas bajo las cejas hinchadas, rotas y sangrantes. A tientas, el español agarró una piedra y la estrelló contra la boca de Frederic. Sintió éste crujir sus encías, saltar los dientes hechos pedazos. Escupió dientes y sangre mientras con un último, salvaje esfuerzo, con un grito inhumano que brotó del fondo de sus entrañas, llevó el afilado borde del sable a la garganta de su enemigo, presionando a derecha e izquierda, hasta que un viscoso chorro rojo le saltó a la cara, y los brazos del español se desplomaron, inertes, a los costados.
Se quedó allí, tumbado de bruces sobre el cadáver del lancero, abrazado a él y sin fuerzas para moverse, brotando de sus destrozados labios un gemido ronco. Estuvo así largo rato con la certeza de que se estaba muriendo sin remedio, tiritando de frío, con un dolor tan agudo en las sienes y la boca que parecía le hubieran desollado toda la cabeza. No pensaba en nada, su cerebro estaba al rojo vivo, era una masa incandescente y martirizada. Se escuchó a sí mismo rogando a Dios que le permitiera dormir, perder el conocimiento; pero el suplicio de su boca aplastada lo mantenía despierto.
El cuerpo del español ya estaba rígido y frío. Frederic se deslizó a un lado, quedando boca arriba. Abrió los ojos y vio el cielo negro sobre las copas de los árboles cuajadas de sombras. Era de noche.
El fragor del combate continuaba en la distancia. Se incorporó con doloroso esfuerzo hasta quedar sentado. Miró a su alrededor, sin saber hacia dónde encaminarse. Su estómago vacío lo atormentaba con terribles punzadas, así que buscó a tientas la silla del lancero muerto. No halló nada, pero sus manos torpes encontraron el sable. De todas formas, la boca le ardía como si tuviera fuego dentro. Se levantó tambaleante, con el sable en la mano, y echó a andar entre los árboles, hundiendo las botas en el fango. No le importaba hacia dónde iba; su única obsesión era alejarse de allí.
Caminó sin rumbo fijo, internándose en el bosque. De vez en cuando se detenía, apoyado en el tronco de un árbol, tembloroso y empapado, llevándose las manos a la boca destrozada que le hacía gemir de dolor. Había dejado de llover, pero las ramas seguían goteando mansamente. Entre los matorrales podía ver a lo lejos quebrarse la oscuridad bajo los fogonazos de la lucha que continuaba. El chisporroteo de las descargas se percibía con nitidez; el combate rugía como una tormenta lejana.
Los disparos resonaron a veces en el bosque, no lejos de él, aumentando su zozobra. Resultaba imposible averiguar dónde se hallaban las líneas francesas; habría que esperar al amanecer para dirigirse a ellas. Se estremeció. La sola idea de caer en manos de los españoles lo angustiaba hasta el punto de arrancarle estertores de animal acosado. Tenía que salir de allí. Tenía que retornar a la luz, a la vida.
Tropezó con unas ramas caídas y dió de bruces en el barro. Se levantó chapoteando y se echó hacia atrás el cabello revuelto y enlodado, mirando temeroso las sombras que lo cercaban. En cada una creía descubrir un enemigo.
Sentía un frío intenso, atroz. Las mandíbulas le temblaban aumentando el dolor de sus encías sangrantes y deshechas. Se palpó con la lengua los dientes que le quedaban: había perdido toda la mitad izquierda de la boca, podía notar entre la monstruosa inflamación ocho o diez raíces astilladas. El dolor se le extendía a las quijadas, el cuello y la frente. Todo el cuerpo le ardía de fiebre; la infección y el frío iban a terminar con él si no hallaba un lugar donde cobijarse.
Distinguió una luz entre los árboles. Quizá fueran franceses, así que se encaminó hacia ella, rogando a Dios para no toparse con una patrulla española. El resplandor aumentaba a medida que se iba acercando; se trataba de un incendio. Anduvo con toda clase de precauciones, observando con cautela los alrededores.
Era una casa situada en un claro. Ardía con fuerza a pesar de la lluvia reciente, derrumbándose la techumbre entre un torbellino de chispas, propagándose también el fuego a las ramas de algunos árboles próximos. Las llamas brotaban arrancando intensos silbidos de vapor a la madera mojada.
Había un grupo de hombres junto al claro. Podía distinguir los chacos y los fusiles, recortados a contraluz sobre el resplandor del incendio. Desde el lugar en que se hallaba, Frederic no podía saber si eran españoles o franceses, así que permaneció agazapado entre los arbustos, apretando la empuñadura del sable en la mano crispada. Oyó el relincho de un caballo y unas voces confusas en lengua que no pudo identificar.
No se atrevía a aproximarse más por temor a hacer ruido entre los matorrales. Incluso aunque se tratara de franceses podían disparar sobre él, sin reconocer su uniforme bajo la capa de barro que le cubría el cuerpo. Esperó durante largo rato, indeciso. Si eran españoles y lo atrapaban, podía considerarse hombre muerto, y quizá no con la rapidez deseable en tales circunstancias.
Estaba cansado; viejo y cansado. Se sentía como un anciano que hubiese envejecido cincuenta años en pocas horas. La última jornada desfiló ante sus ojos hinchados por la fatiga, como si se tratase de cosas ocurridas hacía mucho tiempo, durante toda una vida. La tienda en el campamento, el sable que refulgía bajo la luz del candil, Michel de Bourmont fumando su pipa... Michel. De nada le había servido su juventud, su belleza, su valor. Aquel estandarte abatido entre un haz de lanzas enemigas, aquel quejido de agonía de la corneta tocando inútilmente llamada, aquellas monturas sin jinete que erraban por el valle enfangado, bajo la lluvia. Al menos, se dijo, Michel de Bourmont había caído a caballo, viéndole la cara a la muerte como Philippo, como Maugny, como Laffont, como los demás. No estaban, igual que Frederic, agazapados en el barro, encogidos de terror, esperando de un momento a otro ver surgir la muerte a traición desde las sombras; una muerte sucia, oscura, indigna de un húsar. Con amargura, Frederic consideró que había sido un largo camino para terminar aplastado en el lodo, como un perro.