Authors: Arturo Pérez-Reverte
La imagen de Claire Zimmerman pasó fugazmente ante él, entre los recuerdos de la jornada que estaba viviendo, y no sin esfuerzo logró retenerla. Las notas musicales, creía recordar que de un clavicordio, volvieron a sonar, lejanas, en sus oídos. Ante él se inclinaba un delicado rostro de niña desde el que dos grandes ojos azules lo contemplaban con tímida admiración. Había un gran candelabro dando tonos de oro a los dos bucles dorados que descendían sobre las sienes de la muchacha. Frederic había mirado con deleite el fino y blanco cuello, la piel tersa que, interrumpida su conmovedora naturalidad por una cinta de terciopelo azul en torno a la garganta, descendía, fresca y arrebatadoramente atractiva, hacia el escote del vestido azul.
El abanico, desplegado con gracia, había ocultado el rubor de la niña cuando sus miradas se encontraron por primera vez; pero los ojos azules sostuvieron el inocente duelo un par de segundos más de lo establecido por las normas sociales al uso. Aquello bastó para despertar en el joven húsar un sentimiento de intensa ternura. Se volvió a contemplarla momentos después, en el transcurso de una conversación banal con un grupo de invitados, y cuando comprobó que la mirada de la joven salía nuevamente a su encuentro, apartándose de inmediato con excesiva prontitud, ya no fue capaz de seguir el hilo de la charla, limitándose a asentir con aire distraído cuando alguien hacía una cortés pausa en espera de su aprobación. Poco después, Frederic aprovechó unos instantes frente al gran espejo que reflejaba a su espalda las luces del salón, la orquesta y los invitados, para ajustarse con disimulo el dormán y comprobar que la elegante pelliza escarlata de dorados cordones colgaba de forma correcta, marcialmente airosa, de su hombro izquierdo. Entonces fue al encuentro de la dueña de la casa, la señora Zimmerman, y con circunspecta corrección le rogó el honor de ser presentado a su hija.
La distancia hasta el lugar, junto a la gran ventana emplomada, en el que Claire Zimmerman se encontraba en compañía de sus dos primas, se le antojó al joven subteniente excesivamente larga. Ella lo vio acercarse acompañado por su madre, e inmediatamente desvió la mirada hacia el jardín, como si algo en el exterior atrajese su atención. Dos jóvenes estrasburgueses amigos de la familia, que hacían la corte a las tres primas, se apartaron unos pasos con el ceño fruncido, mirando de soslayo el vistoso uniforme que, otorgándole abrumadora ventaja, cubría la apuesta figura de su rival.
—Claire, Anne, Magda... Tengo el placer de presentarlas al subteniente Frederic Glüntz, hijo del señor Walter Glüntz, gran amigo de la familia. Frederic, mi hija Claire y mis sobrinas Anne y Magda...
Frederic se inclinó devotamente, haciendo chocar los talones de sus relucientes botas. Apenas se fijó en Anne y Magda un instante más de lo que la cortesía reclamaba durante la presentación. Los ojos azules se miraban nuevamente en los suyos, y él los encontraba tan dulces, tan hermosos y tan próximos que sintió una extraña embriaguez mientras el calor invadía sus mejillas.
Tras una breve conversación de circunstancias, la señora Zimmerman fue reclamada por sus ocupaciones de anfitriona. Los dos jóvenes paisanos se mantenían alejados, y las primas —Frederic sólo retuvo de ellas una risa estúpida y un cutis martirizado por el acné— lo cercaron materialmente con preguntas de todo tipo sobre el ejército, la caballería, Napoleón y la guerra.
Cuando Frederic les confirmó que se disponía a unirse a las tropas destacadas en España, las primas palmotearon emocionadas. Pero el joven húsar sólo atendía en aquel momento, con absoluta concentración de todo su ser, a la apenada e inquieta sonrisa que aleteó en los labios de Claire Zimmerman.
—España está demasiado lejos —dijo ella, e inmediatamente Frederic la amó por eso.
—¿Teme a la muerte un oficial de caballería? —interrogó con morbosa ansiedad la prima Magda.
—No —respondió Frederic sin dejar de mirar a Claire—. Pero hay momentos cuyo recuerdo puede convertir el hecho de morir, la imposibilidad de revivirlos, en algo extremadamente penoso.
Aquella vez, el abanico se alzó de nuevo para velar el rubor, pero no pudo ocultar la emocionada humedad que inundó los ojos azules.
—¿Volveremos a tenerle entre nosotros cuando regrese de España? —preguntó ella, recobrando en el acto la serenidad.
La prima Anne apoyó la idea con entusiasmo.
—Tiene que prometer que volverá a visitarnos, subteniente Glüntz. Estamos seguras de que tendrá muchas cosas interesantes que contar, ¿verdad? Diga que lo promete.
Las manos de Claire, con delicadas venillas transparentándose bajo la tersa y blanca piel, jugueteaban inquietas con el abanico. Frederic se inclinó ligeramente hacia ella.
—Volveré a verlas —prometió con espontáneo arrebato— aunque para ello tenga que abrirme paso a sablazos desde la misma puerta del Infierno.
Las dos primas cloquearon, escandalizadas por el impetuoso fervor del joven húsar. Pero cuando Frederic, pendiente de los ojos azules, los vio humedecerse de nuevo, supo que Claire Zimmerman no albergaba duda alguna sobre el motivo de su promesa.
La llegada de Michel de Bourmont hizo desvanecerse los recuerdos. Frederic parpadeó y volvió a ver el cielo gris, escuchando el fragor de la fusilería y el retumbar del cañón. Aquello era España, y el momento de regresar a Estrasburgo aún quedaba demasiado lejos.
—¿Dormías? —le preguntó De Bourmont sentándose a su lado sobre la piedra plana. Traía las botas y los pantalones manchados de barro.
Frederic negó con la cabeza.
—Intentaba recordar —dijo con un gesto mediante el que pretendía quitar importancia a los recuerdos—. Pero hoy resulta difícil concentrarse en nada que no sea esto. Las imágenes van y vienen, cuesta retenerlas. Debe de ser la excitación lógica en una batalla.
—¿Eran recuerdos agradables? —preguntó De Bourmont.
—Muy agradables —suspiró Frederic.
De Bourmont señaló sobre los cerros, hacia la dirección en que sonaba el ruido del combate.
—¿Más que esto?
Frederic se echó a reír.
—Nada es mejor que esto, Michel.
—Pienso lo mismo. Y traigo buenas noticias, hermano mío. Si las cosas no cambian de cariz, tendremos acción muy pronto.
—¿Has oído algo?
De Bourmont se acarició las guías del bigote.
—Dicen que el Octavo Ligero ha tomado por fin la aldea, a la bayoneta, después de haber sido rechazado tres veces. Ahora nosotros estamos dentro y el enemigo fuera, pero el Octavo va a tener problemas para mantener su frente. Los españoles están concentrándose al otro lado y traen algunas piezas de artillería. Dombrowsky ha dicho hace un momento que es muy probable que dentro de un rato tengamos que intervenir para debilitar sus formaciones. Por lo visto, el general Darnand tiene prisa por solucionar la situación en nuestro flanco.
—¿Cargaremos nosotros?
—Eso parece; somos los más próximos. Precisamente Dombrowsky comentaba que el escuadrón está en excelente posición para moverse.
Frederic se incorporó para echar un vistazo a Noirot, y en aquel momento sus ojos encontraron de nuevo la costra de sangre parda que manchaba su bota derecha. Sangre ajena. Con cierta repugnancia intentó desprenderla rascando con las uñas.
—Un trofeo macabro —comentó De Bourmont al ver el gesto de su amigo—. Pero también el trofeo del valor; estuviste bien en la escaramuza. ¿Sabes una cosa? Cuando te vi picar espuelas y lanzarte al galope sable en mano, ciego como un toro, pensé que era la última vez que te veía con vida; pero me sentí orgulloso de ser tu camarada... ¿Cómo fue? Porque todavía no hemos tenido tiempo de hablar de ello.
Frederic se encogió de hombros.
—No ocurrió nada de lo que deba enorgullecerme especialmente —dijo con honestidad—. La verdad es que no recuerdo muy bien. Hubo disparos, uno de mis húsares se fue al suelo, me quedé unos instantes sin saber qué hacer, y de pronto me enfurecí. Odié como nunca en mi vida. A partir de ese momento sólo recuerdo la cabalgada, las ramas de pino que me golpeaban, el desgraciado que corría como un gamo volviéndose a mirarme con terror... A través del velo rojo que me ofuscó el pensamiento recuerdo también que descargué un sablazo, que alguien quiso pegarme un tiro... También había un cuerpo sin cabeza que siguió corriendo hasta tropezar con un árbol.
De Bourmont escuchaba atento, asintiendo de vez en cuando.
—Sí; así es como suele ocurrir —dijo por fin—. Una carga debe de ser algo parecido, pero con la diferencia de que la enajenación será colectiva. Al menos, eso es lo que cuentan los veteranos. —Lo vamos a saber pronto.
—Sí. Lo vamos a saber pronto.
Frederic apoyó una mano en la empuñadura del sable.
—Sabes, Michel? He descubierto que la guerra, en contra de lo que cree la gente, es un poco de acción y un mucho, demasiado, de espera. A uno le hacen levantarse de madrugada, lo llevan de acá para allá, lo pasean por un campo de batalla sin que le sea posible averiguar si los suyos están ganando o perdiendo... Hay escaramuzas, mucho tedio, cansancio. Pero nadie puede garantizar que, cuando todo termine, tu aportación al resultado final haya sido valiosa o no. Incluso hay montones de soldados que asisten a una batalla y no llegan a pegar un tiro, a dar un sablazo. Es injusto, ¿verdad?
—No creo que sea injusto. Hay soldados y hay jefes. Los jefes tienen otros jefes. Y sólo estos últimos saben.
—¿Crees que saben realmente, Michel? Conocemos casos, en los que un general o un coronel incompetentes cometieron errores, llevando al desastre a las unidades que mandaban... Unidades, dicho sea de paso, que a veces eran excelentes. ¿No es injusto eso también?
De Bourmont miró a su amigo con curiosidad.
—Es posible. Pero así son las cosas en la guerra.
—Ya lo sé. Sin embargo, ocurre que esas unidades están compuestas por hombres como tú y como yo; por seres humanos. La responsabilidad de quien tiene poder para tomar decisiones de las que depende la vida de cien, doscientos o diez mil hombres, es enorme. Yo no estaría tranquilo, ni tan seguro de mí mismo como parecen estarlo Letac, Darnand y los demás.
—Ellos saben lo que hacen —De Bourmont parecía inquietarse por el giro que tomaba la conversación—. A ti y a mí nos queda todavía un buen trecho antes de acceder a tales responsabilidades. No veo motivo alguno para que eso deba preocuparnos.
—Ya. Pensaba en ello, nada más. Olvida lo que he dicho.
De Bourmont observó detenidamente a Frederic.
—Nunca te habían quitado el sueño esas cosas...
—Tampoco ahora —protestó el joven, quizá con excesiva precipitación—. Lo único que pasa es que cuando uno piensa en una batalla que no ha visto jamás, tiene en la cabeza ideas preconcebidas que luego, en contacto con la realidad, resultan a menudo equivocadas, o inexactas... Supongo que eso es lo que me ocurre a mí. Estoy bien, te lo aseguro. Me excita la situación, ese bramido próximo del combate, la perspectiva de pelear junto a los compañeros, junto a ti. Tocar con los dedos la gloria, batirme por el honor de Francia y por el del Regimiento. Por mi propio honor... Lo que pasa es que hoy, con tantas idas y venidas cuya razón desconocemos o sólo podemos intuir, creo haber comprendido que en la guerra nosotros sólo somos peones sin iniciativa, a los que se utiliza y de los que se prescinde según la necesidad del momento. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Perfectamente. Pero cuando galopaste hacia el bosquecillo en busca de los guerrilleros, la iniciativa era tuya, Frederic.
—Exacto. Y eso sí me gusta. En la acción, cuando ésta llega por fin, la iniciativa termina siendo siempre de uno mismo. Es la espera, son los preliminares y los intermedios lo que me fastidia. No me gustan, Michel.
—Ni a ti ni a nadie.
Sonaron unos cañonazos cercanos, al otro lado de los cerros, y los caballos aguzaron las orejas, cabeceando con inquietud. Algunos húsares veteranos se miraban unos a otros con aire de entendidos y observaban con ojo crítico las lomas tras las que retumbaba el combate próximo. Los tenientes Philippo y Gerard se acercaron sobre sus monturas, con las bridas flojas.
—¡Esto se calienta, amigos míos! —les gritó alegremente Philippo mientras acariciaba la crin recortada de su caballo—. ¡Que me ahorquen si antes de un rato no estamos cabalgando recto hacia los españoles! ¿Cómo están esos sables?
—Bien, gracias —respondió De Bourmont—. Creo que las palabras exactas son: sedientos de sangre.
—¡Así hablan los húsares! —coreó Philippo, a quien la inminencia de la acción no parecía mermar en un ápice su habitual fanfarronería—. ¿Y ese sable, Glüntz? ¿También sediento de sangre?
—Más que el suyo —respondió sonriendo el joven.
Philippo soltó una jovial carcajada.
—¿He oído bien? —preguntó, señalando la costra de sangre seca que manchaba la bota de Frederic—. ¡Estos alsacianos son incorregibles! Empiezan a degollar y ya no hay quien los pare... ¡Deje algún español para los amigos, jovencito!
Una peculiar tensión se iba extendiendo entre los grupos dispersos de los hombres que integraban el escuadrón, como si el presentimiento de que la hora suprema se acercaba comenzase a calar hondo en la mente de los húsares. Las conversaciones se tornaban cortas y espaciadas, a cada momento había más hombres silenciosos, y todas las miradas convergían en la suave pendiente que, remontando la cañada, subía entre los cerros para descender después al otro lado, sobre el invisible campo de batalla.
Frederic vio atraída su atención por un viejo húsar solitario que había a poca distancia. Montaba un inmóvil caballo tordo, sobre el pomo de cuya silla se apoyaba con el codo izquierdo, ligeramente encorvado hacia adelante, pensativo, con la mirada perdida en el infinito. No sólo el aspecto del húsar, mostacho, coleta y trenzas salpicadas de canas, una cicatriz perpendicular en la mejilla, paralela al barboquejo, delataba al veterano. Los arneses de su caballo eran viejos pero estaban cuidadosamente engrasados, la piel de carnero que cubría la silla de montar se veía pelada por el uso bajo los muslos del jinete... El húsar tenía una mano bajo el mentón, con el índice pasando una y otra vez, distraídamente, por las guías del frondoso mostacho. La otra mano se apoyaba en la culata de la carabina que asomaba de la funda sujeta a la silla; y al costado izquierdo, sobre el portapliegos y las ceñidas perneras de los pantalones húngaros que le cubrían las botas hasta el tobillo, pendía un viejo sable curvo de caballería, el ya casi desaparecido modelo de 1786.