El húsar (14 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El húsar
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La visera del chacó rojo —el colbac de piel negra era privilegio exclusivo de los oficiales— descendía sobre una nariz aguileña y fuerte, como la de un halcón.

Tenía la piel del rostro tostada y unos ojos tranquilos en torno a los que se agolpaban innumerables arrugas. En cada oreja llevaba un aro de oro.

Frederic se interrogó a sí mismo sobre la edad del veterano. Quizá cuarenta, cuarenta y cinco años. Resultaba evidente que no era ésta su primera batalla. Había en él esa inmovilidad serena, esa economía de movimientos superfluos, ese abstraído aislamiento del hombre que sabía con lo que iba a enfrentarse. No parecía un húsar que esperase, impaciente, conquistar otra parcela de gloria; más bien daba la impresión de ser un profesional que se concentraba antes de pasar un mal rato, con la calma del que había salido de muchos trances similares con la piel indemne y sólo esperaba, revestido con el resignado fatalismo de quien conocía lo inevitable, que el trabajo por el cual le pagaban pudiera hacerse en poco tiempo, con rapidez y la mayor limpieza posible, encontrándose al terminar éste sobre la misma silla de montar, en un estado de salud similar al que gozaba en aquel momento.

Frederic comparó la silenciosa e inmóvil figura con los gestos meridionales y el aire fanfarrón de Philippo, incluso con la juvenil confianza de Michel de Bourmont, que de pronto comenzaba a antojársele injustificada. Y sintió la incómoda sospecha de que, entre todos ellos, posiblemente el viejo húsar fuese el único que tenía razón.

La corneta tocó llamada para oficiales. Frederic se levantó de un salto, ajustándose el dormán, mientras De Bourmont echaba a correr en busca de su caballo. Philippo y Gerard se alejaban ya al trote, yendo al encuentro del comandante Berret y el capitán Dombrowsky, que bajaban del cerro cabalgando como diablos ladera abajo, hacia la cañada en la que aguardaba el escuadrón.

Frederic se caló el colbac, puso pie en el estribo y se izó a lomos de Noirot. Sin esperar órdenes, los sargentos azuzaban a los húsares que se alineaban con sus monturas en formación de marcha, movidos por súbita actividad. El cielo plomizo comenzaba a destilar de nuevo una fina llovizna.

—¡Ya está, Frederic! ¡Nos toca a nosotros!

De Bourmont se hallaba otra vez a su lado, refrenando la cabalgadura que piafaba presintiendo la acción. Los dos amigos galoparon hacia el estandarte del escuadrón, que el subteniente Blondois mantenía desplegado, con el extremo inferior del asta ajustado Frederic se caló el colbac, puso pie en el estribo, junto a Berret y los demás oficiales, dos estaban allí, expresiones graves, rostros atentos a las instrucciones del jefe de escuadrón, gorros de piel de oso, uniformes azules de abigarradas pecheras cubiertas de cordones dorados... La flor y la nata de la Caballería ligera del Emperador, los líderes del Primer Escuadrón del 4° Regimiento de Húsares a caballo: el capitán Dombrowsky, los tenientes Maugny, Philippo y Gerard, los subtenientes Laffont, Blondois, De Bourmont y el propio Frederic... Los hombres que, en pocos instantes, iban a conducir al centenar de húsares bajo su mando hacia la gloria o hacia el desastre.

Berret los miró a todos con su único ojo. Frederic nunca lo había visto tan arrogante, tan formidable.

—Hay tres batallones de infantería españoles a poco más de una legua de aquí, desplegados frente al Octavo Ligero. Nuestra infantería tiene dificultades para mantener su línea, por lo que se nos ha encomendado la misión de cargar sobre el enemigo y dispersar sus formaciones. Dos escuadrones del Regimiento quedan en reserva, tocándonos a nosotros y al Segundo el honor de entrar en fuego... ¿Alguna pregunta? Bien. Entonces sólo me queda desearles buena suerte a todos. Ocupemos nuestros puestos.

Frederic parpadeó, desconcertado. ¿Eso era todo? Ninguna frase escogida, ningún gesto de aliento que infundiese entusiasmo entre los hombres que iban a pelear por Francia. No es que el joven esperase un discurso patriótico, pero siempre había pensado que, antes del combate, un jefe debía arengar a sus tropas con la elocuencia apropiada para insuflar en los espíritus débiles el sagrado fuego del deber. Se sentía decepcionado. Berret dejaba pasar de largo la ocasión de pronunciar quizá la hermosa frase que merecería después figurar en los libros de Historia, y en cambio se había limitado a mencionar, como puro trámite, adónde iban y para qué. Seguro que el coronel Letac, a quien por cierto no habían visto en toda la jornada, habría sabido escoger las palabras apropiadas antes de enviar a los hombres bajo su mando a un lugar del que algunos no regresarían.

La corneta tocó formación por pelotones. Berret, con una mano en las riendas y la otra apoyada con indolencia en la cadera, ganó al trote la cabeza del escuadrón seguido de cerca por el portaestandarte Blondois y el trompeta mayor. El capitán Dombrowsky se volvió hacia el resto, mirándolos con sus helados ojos grises.

—Ya han oído, caballeros.

No había nada más que decir. El escuadrón estaba listo para la marcha, en la formación denominada por pelotones: ocho filas de doce hombres, flanqueados por los suboficiales, formando una columna de quince varas de frente por unas setenta de larga. Dombrowsky se alejó en pos del comandante Berret. Frederic se volvió hacia De Bourmont, que le tendía la mano por encima de la grupa de su caballo. Observó la franca mirada de su amigo, la alentadora sonrisa bajo el fino bigote rubio, enmarcada por la negra piel del colbac y el dorado barboquejo de cobre, las dos trenzas rubias, la mandíbula cuadrada, y pensó en ese momento que Michel de Bourmont era demasiado hermoso para morir. Sin duda el Destino lo guiaría sano y salvo entre los enemigos, poniendo alas en los cascos de su caballo, llevándolo de vuelta a la vida tras el combate que se avecinaba.

—Vamos a vivir y a vencer, hermano mío —le dijo De Bourmont, como si hubiera adivinado sus pensamientos.

Si su amigo lo afirmaba con semejante convicción, era imposible que las cosas ocurrieran de otro modo. Frederic abrió la boca para decir algo, pero sintió un nudo en la garganta que le impedía articular palabra alguna. Sus mejillas enrojecieron mientras se quitaba el guante y apretaba con calor la mano de su camarada.

Entonces sonó la corneta, y el Primer Escuadrón del 4º de Húsares se puso en marcha hacia la gloria.

La llovizna seguía cayendo mansamente sobre hombres y animales cuando el escuadrón remontó al paso la pendiente. Detrás de Berret, Dombrowsky y el estandarte, el teniente Philippo cabalgaba al frente de la Primera Compañía. Tras la segunda fila avanzaba Frederic cerrando la marcha de su pelotón, seguido por De Bourmont, que precedía al suyo. Dos filas de húsares más atrás iba el teniente Maugny al frente de la Segunda Compañía, en cuyo centro marchaban Laffont y Gerard. La formación, reglamentaria al pie de la letra, era tan perfecta como si, en lugar de dirigirse al combate, el escuadrón estuviese desfilando ante los ojos del mismo Emperador.

El centenar de jinetes serpenteó entre los cerros moteados de olivos. A medida que el retumbar de la batalla se iba haciendo más próximo, las conversaciones se extinguían hasta desaparecer por completo. Los húsares cabalgaban ahora en silencio, balanceándose sobre sus monturas con el rostro grave y la mirada perdida en la espalda de los hombres que los precedían.

En la tierra húmeda volvían a formarse pequeños charcos que reflejaban el cielo color de plomo. Frederic iba con las dos manos apoyadas en el pomo de la silla, sosteniendo las bridas entre los dedos. Su mente estaba despierta y serena, aunque el cada vez más próximo fragor del cañón y las descargas de fusilería resonaban en su pecho, sobreponiéndose a los latidos del corazón, como si la batalla se estuviese librando en su interior.

No lograba quitarse de la cabeza un pensamiento que iba y venía sin nunca desaparecer del todo. Durante la conversación mantenida momentos antes con Michel de Bourmont, le había asaltado de pronto una idea que se guardó muy bien de expresar en voz alta.

Una vez, cuando era niño, Frederic cogió un puñado de aquellos soldaditos de plomo que su padre le había regalado y los echó a la chimenea, observando cómo el fuego derretía el metal hasta convertirlo en plateados charquitos de plomo fundido... Durante la conversación sobre la responsabilidad de los jefes que —había dicho Frederic— enviaban a miles de hombres a la muerte quizá por un mero error de cálculo, por afán de gloria, emulación u otros motivos más oscuros, al joven se le había ocurrido el más apropiado símil para describir una batalla: dos generales que cogían a puñados los soldaditos de carne y hueso y los echaban a la hoguera para contemplar después cómo el fuego los consumía.

Compañías, batallones, regimientos enteros, podían correr la misma suerte. Todo estaba en función —y esto fue lo que horrorizó a Frederic al caer en la cuenta— del antojo de un par de hombres a los que un rey o un emperador concedían el derecho de hacerlo así, en nombre de una costumbre ancestral que nadie osaba discutir.

Frederic no se había atrevido a comentarlo con su amigo, temeroso de lo que De Bourmont hubiera podido pensar de tales manifestaciones. Incluso ya le había dirigido una mirada extraña cuando Frederic ponía en tela de juicio la cordura de la organización militar. De Bourmont era un hombre sólido, un soldado nato, un valiente y un caballero. Y Frederic pensó, con amargura, que quizá las insólitas sensaciones que en las últimas horas lo atormentaban a él fuesen indicios de una cobardía que ahora afloraba, indigna en alguien que vestía el uniforme de húsar.

Hizo un violento esfuerzo, casi físico, por barrer de su mente tan vergonzosos pensamientos. Respiró hondo y contempló los olivares cenicientos que bordeaban el camino que seguía el escuadrón. Sintió entre sus muslos los flancos del fiel Noirot, miró furtivamente los rostros imperturbables de los hombres que cabalgaban a su alrededor, y deseó con toda el alma poseer la misma tranquilidad de espíritu que ellos. Al fin y al cabo, se dijo, todo consistía en mantener las ideas extrañas bien ocultas, erguir la cabeza y adoptar una expresión impasible hasta que, llegado el momento, hubiera que desenvainar el sable y cabalgar hacia el enemigo. Llegado ese instante supremo no habría problema alguno: Noirot lo llevaría hasta un lugar donde, luchando por la propia vida, no quedaría lugar para inquietantes desvaríos.

El escuadrón llegó a la vista del campo de batalla, cuyo panorama ya conocía Frederic desde que su compañía tuvo que escoltar al Octavo Ligero. En el valle se distinguían las aldeas y el pueblecito blanco en la distancia, aunque ahora la neblina de la pólvora, suspendida en el aire, era mucho más abundante. El bosque de la izquierda estaba medio oculto por la humareda del combate, y los fugaces relámpagos de las descargas de fusilería zigzagueaban por todas partes. La tierra era gris, el humo gris y el cielo gris, y entre esa cortina que difuminaba el paisaje se movían lentamente masas de hombres, manchas azules, pardas y verdes, que se extendían en líneas, se agrupaban en cuadros o se deshacían bajo los fogonazos de la artillería de uno y otro bando, cuyos proyectiles cruzaban sobre el valle rasgando el aire húmedo con ronco bramido.

Junto a la tapia destrozada de una granja, un grupo de heridos franceses se extendía desordenadamente por el suelo, en inquietante exhibición de lo que el plomo y el acero podían desgarrar, quebrar, mutilar el cuerpo humano. Algunos hombres estaban inmóviles, tendidos de costado o boca arriba, con miserables vendajes envolviendo sus heridas. Bajo un cobertizo formado por una lona y algunas tablas extendidas sobre dos carros, un par de cirujanos cosían, vendaban y amputaban sin descanso. Del grupo se elevaba un sordo rumor, un gemido doliente y colectivo cuya monotonía se quebraba de vez en cuando por el alarido de un hombre. Al pasar junto a ellos, Frederic se fijó en un soldado joven, sin chacó ni fusil, que caminaba a lo largo de la tapia sin rumbo fijo, soltando carcajadas ante la indiferencia de sus compañeros. No tenía ninguna herida visible, y tras la máscara de su rostro ennegrecido por la pólvora brillaban dos ojos encendidos como carbones.

La mirada de un loco.

El comandante Berret ordenó ponerse al trote para alejar pronto al escuadrón de la dramática escena. El suelo estaba roturado en todas direcciones por rodadas de carros y armones de artillería, hollado por innumerables cascos de caballos. Un grupo de soldados de infantería de línea en retirada, con los petos blancos y las polainas manchadas de barro, se cruzó con ellos en el camino. Los infantes marchaban con visible fatiga, terciados los mosquetones a la espalda, con las caras tiznadas de humo. Era evidente que habían combatido, y que las cosas no andaban del todo bien. Al final de la fila, dos soldados ayudaban a caminar a un tercero que cojeaba dolorosamente, con el muslo izquierdo envuelto en un vendaje hecho con su propia camisa. Algo más lejos, el escuadrón pasó junto a una docena de heridos que marchaban por su propio pie, sin duda hacia el hospital de campaña que los húsares habían dejado atrás. Algunos se servían de los mosquetones a modo de muletas, y los tres últimos de la fila marchaban con las manos apoyadas en la espalda del soldado que los precedía; llevaban los ojos cubiertos por apósitos sangrantes y tropezaban con las piedras del camino.

—Ésos ya tienen bastante —comentó un húsar—. Son buenos chicos, y se retiran para reservarnos algo de plomo a nosotros.

Nadie hizo coro a la chanza.

La guerra.

Había un olivar del que pendían dos españoles, colgados de las ramas más altas. Había granjas que humeaban a lo lejos, caballos muertos, uniformes verdes, pardos y azules de cadáveres diseminados por todas partes. Había un cañón volcado, con la boca hundida en el barro, con un clavo en el orificio de fuego, inutilizado sin duda por el enemigo antes de abandonarlo. Había un soldado francés tendido boca arriba a un lado del camino, con los ojos muy abiertos, el cabello húmedo y las manos engarfiadas, cuyas entrañas, abiertas por una esquirla de metralla, se desparramaban sobre sus muslos inertes. Había un herido sentado en una piedra, con el capote sobre los hombros y la mirada ausente, que negaba con la cabeza a un compañero que, de pie a su lado, parecía querer convencerlo para que prosiguiera camino hacia el hospital. Había un caballo ensillado y sin jinete que hurgaba con el belfo en la hierba, entre sus patas delanteras, y que cuando algún soldado se acercaba intentando cogerlo por la brida, levantaba la cabeza y se alejaba con un trote corto y despectivo, como si deseara que lo mantuviesen al margen de aquella historia.

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