Authors: Arturo Pérez-Reverte
Deseó que sus padres y Claire Zimmerman pudieran verlo ahora, erguido sobre la silla de montar al frente de su pelotón, escoltando a hombres camino del combate en el que pronto participaría directamente. La larga vela de armas estaba muy próxima a concluir. Deseó que los seres queridos pudieran ser testigos de su valor sereno, de su forma de moverse a través del campo de batalla, del gesto impasible con que permanecía atento al camino, listo para actuar en caso de que apareciesen jinetes o infantes enemigos, velando por esos jóvenes reclutas confiados al cuidado de los hombres bajo su mando.
Partieron varios tiros de un bosquecillo de pinos próximo, y un húsar del pelotón soltó un quejido ronco, desplomándose de la silla. Frederic se sobresaltó y tiró bruscamente del freno a Noirot, que rebrincó y se levantó de manos, estando a punto de desarzonar al jinete. Aturdido, Frederic vio cómo las filas de cazadores que marchaban a su derecha se agitaban mientras todo el mundo se ponía a gritar a la vez. —¡Guerrilleros! ¡Guerrilleros! Sonaron más disparos, esta vez procedentes de la columna, y sólo entonces Frederic miró hacia el pinar, donde se deshacía la humareda gris de la descarga enemiga.
La mente se le había quedado en blanco. A su alrededor, los húsares del pelotón hacían caracolear a los caballos, a fin de ofrecer un blanco más difícil a los tiradores enemigos, y todos lo miraban como si estuviera en su mano solucionar la situación. Mientras intentaba averiguar qué era lo que se esperaba de él, se volvió desconcertado hacia Dombrowsky, que cabalgaba muy atrás, y vio cómo éste le hacía enérgicos gestos señalando el bosquecillo.
Luego era eso. La sangre le afluyó de golpe al rostro; la sintió batir con fuerza en las sienes. Dirigió a Noirot hacia el pinar, espoleándolo salvajemente sin detenerse a comprobar si los húsares de su pelotón lo seguían o no. Mientras acortaba velozmente la distancia que lo separaba de los árboles, se pasó las riendas a la mano izquierda y desenvainó el sable, agitándolo sobre su cabeza mientras lanzaba, con toda la fuerza de sus pulmones, un grito de pelea. Su cerebro era un velo rojo que ofuscaba cualquier pensamiento. Instintivamente encogió el cuerpo, inclinándose sobre el cuello del caballo como si esperase recibir de un momento a otro un impacto del plomo que lo derribaría a tierra con el pecho destrozado. Quizá fuera mejor así. En algún recóndito rincón de su mente, donde todavía conservaba un ápice de conciencia, lo aguijoneaba la vergüenza de haberse dejado sorprender. Sintió una furia inmensa ante lo que consideraba una deshonra, y anheló con toda el alma encontrar en su camino un ser humano al que poder tajarle la cabeza hasta los dientes.
Ya casi estaba en los pinos, sólo a seis o siete varas de distancia. Noirot dio un salto para sortear un tronco caído, y las ramas de verdes agujas azotaron el rostro del jinete. Con el corazón batiéndole furiosamente en el pecho, casi ahogado por la cólera, distinguió unas sombras que corrían entre los árboles. Clavó otra vez las espuelas en los flancos de Noirot y se lanzó en su persecución, aullando de nuevo el grito de combate. Inmediatamente dio alcance a uno de los fugitivos; acertó a distinguir una casaca parda, un mosquetón entre las manos y un rostro aterrado que se volvió con los ojos cuajados de pavor para mirar de soslayo a la muerte que se precipitaba sobre él a lomos de un caballo espumeante, al extremo de un brazo alzado para golpear, en la hoja de un sable que ya descendía como un relámpago, en letal destello.
Frederic golpeó al paso, sin detenerse. Sintió que el sable encontraba en su camino algo duro y elástico a la vez, y el cuerpo del guerrillero chocó primero contra su pierna derecha y después contra la grupa del caballo. Vio a otro hombre correr algo más allá, entre los árboles. Mientras espoleaba a Noirot, el fugitivo se arrojó de cabeza por una pendiente, desapareciendo de su vista. Frederic sorteó como pudo las ramas que pasaban corno exhalaciones junto a su cabeza y obligó al caballo a deslizarse cuesta abajo sobre los cuartos traseros, en pos del que huía. Al llegar abajo miró a su alrededor, sin ver a nadie.
Tiró de la brida mientras intentaba averiguar por dónde se había ido el guerrillero, y en ese momento un hombre salió de unos arbustos y le descerrajó un tiro de pistola casi a bocajarro. Frederic, que instintivamente había encabritado el caballo al ver apuntarle el arma, sintió pasar el disparo a sólo unas pulgadas de su cabeza mientras el humo de la pólvora lo envolvía por unos instantes. A ciegas, levantó el sable y echó a Noirot sobre el agresor, que retrocedió de un salto y se puso a correr. Aún no se había alejado cuatro varas cuando un húsar a caballo salió de entre los pinos, pasó junto al guerrillero y le cercenó la cabeza limpiamente, de un solo tajo. El cuerpo mutilado, arrojando sangre a borbotones, dio todavía un par de pasos antes de chocar contra el tronco de un árbol con las manos extendidas, como si intentara protegerse del golpe. Después, en una irreal escena que se fue tiñendo de rojo, Frederic vio cómo el cuerpo decapitado caía de espaldas sobre la tierra alfombrada de agujas de pino secas.
El húsar, un joven de trenzas negras y largo mostacho, limpiaba la hoja del sable en la grupa de su propio caballo. Frederic buscó con la mirada la cabeza del guerrillero, pero no la encontró. Había caído entre los arbustos.
Frederic se sentía exhausto, como si un escuadrón de coraceros le hubiera pasado galopando por encima. Los húsares se llamaban unos a otros entre los árboles, y se fueron congregando mientras comentaban animadamente los pormenores de la escaramuza. Cuatro enemigos habían sido alcanzados y muertos; con los húsares no cabía esperar cuartel, y mucho menos tratándose de guerrilleros. Los españoles lo sabían, ni siquiera habían intentado rendirse; fueron acuchillados huyendo o peleando. Uno de los franceses, el húsar de largas patillas que horas antes había acompaño a Frederic en el reconocimiento de la aldea, cabalgaba despacio entre dos compañeros que lo sostenían en la silla. Se agarraba a la crin del caballo, encogido de dolor, con el rostro crispado y mortalmente pálido. Había recibido un navajazo en el vientre.
Frederic todavía estaba aturdido al salir del pinar, y cuando uno de los húsares lo felicitó por el golpe con que alcanzó al primer español - —«Un sablazo soberbio, mi subteniente... Lo partió usted por la mitad»—, miró al que le hablaba sin entender muy bien a qué diablos se refería. Sólo pensaba en qué decirle a Dombrowsky cuando éste, con sus ojos fríos como el hielo, le preguntase cómo se había dejado sorprender de forma tan estúpida, distrayéndose en su misión de velar por la seguridad de la columna. Que los atacantes hubieran sido perseguidos y muertos no borraba el hecho de que había tenido lugar una emboscada.
Después, cuando se reunieron con el resto de la columna y vio cómo los soldados de infantería lo rodeaban vitoreándolo, se dio cuenta de que todavía llevaba el sable desnudo en la mano y que éste, su bota derecha y la grupa de Noirot estaban manchadas con la sangre del guerrillero. Cabalgó hasta Dombrowsky para darle la novedad, y aquél, en lugar de reproches, le dirigió una fugaz sonrisa. Frederic se quedó atónito; Dombrowsky le había sonreído a él. Hasta ese momento no tomó conciencia de que había matado a su primer enemigo en el transcurso de su primer combate. Y entonces se ruborizó de orgullo.
No eran ni siquiera temibles, después de todo. Rosarios y escapularios, los mil y un santos que atiborraban las iglesias de aquel país, el ciego fanatismo y el odio a los herejes extranjeros, se deshacían en un charco de sangre bajo el golpe de un sable bien afilado. Los formidables guerrilleros, aquellos que habían destripado a Juniac, la causa de que en España ningún francés se atreviese a internarse solo por terreno desconocido, se tornaban de pronto en rápida visión de un rostro crispado por el pavor, una cabeza que saltaba del tronco, el sudor y el miedo, la respiración entrecortado en la última carrera que jamás lograría ganar terreno a la muerte que pisaba los talones.
¿Por qué se obstinaban en pelear? Era la de los españoles una lucha sin esperanza, absurda. Frederic no podía concebir que se hubiesen levantado en armas por defender a un príncipe del que no sabían nada, del que ignoraban hasta las facciones, cobarde sin valor ni voluntad, huésped forzoso del Emperador, que había llegado hasta la abyección de renunciar a sus derechos hereditarios, y cuyo servilismo ante el dueño de Europa lo hacía indigno de cualquier lealtad del que ya no era su pueblo. Porque en España había un rey francés, José, antes rey de Napóles, un Bonaparte a quien el propio príncipe Fernando, desde su exilio de Valengay, había escrito una carta felicitándolo y poniéndose a sus pies bajo juramento. Todo el mundo estaba al corriente de aquello; hasta los propios españoles. Pero éstos se obstinaban en ignorarlo. Frederic recordaba una conversación mantenida pocas semanas antes, a su paso por Aranjuez, cuando en calidad de oficial que iba a incorporarse al Regimiento había recibido boleta de alojamiento para la residencia de un noble español, don Álvaro de Vigal. Pasó una tarde y una noche, junto al pobre Juniac, en la vieja casa solariega bordeada de eucaliptos cuyo jardín se sobre el Tajo. El señor De Vigal era un anciano de los que en España se había hecho usual denominar afrancesados, mal vistos por buena parte de sus compatriotas a causa de que expresaban en voz alta ideas liberales y no ocultaban su admiración por el proceso de renovación que las ideas de los intelectuales franceses había desatado en Europa. El viejo noble español, que en su juventud había conocido Francia a fondo, manteniendo contacto con algunos de los más destacados pensadores galos —mencionaba con orgullo la correspondencia que durante algún tiempo mantuvo con Diderot—, poseía una extraordinaria cultura, era conversador ameno e inteligente, y sus canas y ojos fatigados por una vida demasiado larga lo convertían en profundo conocedor de la condición humana. No había tenido hijos, era viudo, y sólo aspiraba a pasar sus últimos años en paz, entre el millar de volúmenes de su biblioteca y las fuentes de piedra que, bajo los eucaliptos, refrescaban su jardín, en cuyos cuidados colaboraba él mismo.
Don Álvaro de Vigal acogió a los dos jóvenes húsares con interés, sin duda porque la presencia de dos oficiales recién llegados de un país extranjero al que amaba venía a romper la monotonía de su soledad. La conversación transcurrió en francés, idioma que el viejo noble hablaba con bastante soltura. Cenaron a la luz de candelabros de plata y luego se dirigieron a un pequeño salón donde un decrépito criado, único sirviente de la casa, les sirvió coñac y cigarros.
Juniac, siempre melancólico —Frederic pensó después que quizá presintiese su próxima y trágica muerte—, permaneció casi en silencio durante la velada. El peso de la conversación recayó sobre Frederic y el español, especialmente sobre el último, que parecía experimentar un singular placer rememorando sus recuerdos. Conocía bien Estrasburgo, ciudad en la que casi medio siglo antes había pasado varias semanas, e intercambió con el joven alsaciano innumerables evocaciones comunes.
Siendo los invitados dos militares, y encontrándose en España, era inevitable que la conversación derivase hacia el tema de la guerra. Don Álvaro se interesó por las intenciones de Napoleón de dirigir personalmente la campaña, y expresó su admiración por el genio militar y político del Emperador. Aunque él mismo pertenecía a la antigua nobleza, no tuvo ningún empacho en admitir que las casas reales europeas, incluyendo la española, se hallaban en una decadencia tal que sólo la influencia de las nuevas ideas, de las que Francia era adalid, podía revitalizar el carcomido tronco de las naciones. Era lamentable, sin embargo, que Napoleón no hubiese comprendido todavía que a España no se la podía medir con el mismo patrón que al resto de los países europeos.
Fue en este punto donde Frederic interrumpió respetuosamente al anciano para manifestarle su disconformidad. Habló de la nueva Europa sin fronteras, de la expansión de una misma cultura tendente al progreso, de las ideas nuevas, del Hombre, al que había que devolver la dignidad. España era, añadió, un país prisionero de su propio pasado, encerrado en sí mismo, oscuro y supersticioso. Sólo las ideas nuevas, la incorporación a un sistema político moderno y europeo podía sacarlo de la cárcel en que lo habían sumido la Inquisición, los curas y los monarcas corruptos e incapaces.
Don Álvaro escuchó la larga y entusiasta exposición del joven Frederic con atención, el asomo de una sonrisa en los labios y un punto de sabia ironía en los ojos cansados. Cuando el húsar terminó su elocuente discurso —seguido por el poco locuaz Juniac con aprobadores movimientos de cabeza— y se echó hacía atrás en el sofá con las mejillas enrojecidas por el calor de sus argumentos, el anciano se inclinó hacia él y le palmeó afectuosamente la rodilla.
—Escuche, mi querido joven —dijo con suave entonación, fluyendo su excelente francés entre los escollos de algunas erres demasiado paladiales—. No pongo en duda que la única personalidad contemporánea históricamente vigorosa que puede cambiar Europa se llama Napoleón Bonaparte, aunque debo confesar que los últimos tiempos me han infundido ciertas reservas personales. Lo aplaudí de corazón cuando era cónsul pero el armiño imperial con el que terminó por revestirse me causa cierto recelo... En fin, ésa no es la cuestión. Quiero referirme a su indudable genio político que admiro, y es en ese terreno donde deploro la escasa habilidad con que hasta ahora se conducen los asuntos de España...
—¿Escasa habilidad?
—Déjeme continuar, joven impulsivo. He dicho escasa habilidad, sí, y la atribuyo a un desconocimiento, por otra parte comprensible, de la realidad de este país. España es una nación muy vieja, orgullosa y leal a sus mitos, estén justificados o no. Bonaparte está tan acostumbrado a ver arrodillarse a los pueblos, que no puede concebir, y ése es el error de apreciación, que al sur de los Pirineos hay una raza resuelta a no aceptar su voluntad. No porque las ideas que la mueven sean buenas o malas, cuidado, sino simplemente porque intenta aplicarlas sin contar para nada con la opinión de quienes están destinados a recibirlas...
»España no es un conjunto homogéneo, caballeros. Aquí hay, reunidos desde hace cuatro siglos, reinos que fueron independientes, que todavía conservan celosamente fueros y antiguos derechos, poblados por gentes a las que tanto la Historia como la tierra sobre la que viven desde hace innumerables generaciones han endurecido, formando un conjunto de gentes de rígida cerviz, belicosas y ásperas, a las que muchas centurias de guerras internas y ocho de lucha contra el islam hicieron como son. Gentes a las que, además, una religión dura e intransigente ha ido empapando, desde tiempos remotos, con un cerril fanatismo.