El honorable colegial (38 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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Y, echando la cabeza hacia atrás, gritó muy alto: «¡Al combate!»

—Está loca —explicó el señor Pelling.

—La mitad de ellos estaban con los nervios destrozados a los dieciocho. Pero aguantaron. Querían a Churchill, sabe. Le querían porque tenía coraje.

—Completamente loca —repetía el señor Pelling—. Loca perdida. Como una cabra.

—Perdone —dijo Smiley, escribiendo diligentemente—. ¿Chiquitín qué? Me refiero al piloto. ¿Cómo se llamaba?

—Ricardo. Ricardo el Chiquitín. Un
cordero.
Murió, sabe —dijo, mirando a su marido—. Lizzie quedó destrozada, ¿verdad, Nunc? Pero en fin, quizá fue lo mejor.

—¡Ella no vivía con
nadie, mono
antropoide! Era todo un amaño. ¡Trabajaba para el servicio secreto británico!

—¡Ay Dios mío! —dijo la señora Pelling, con desespero.


Nada de
Dios mío. Mellon
mío.
Apunte eso, Oates. Déjeme ver cómo lo escribe. Mellon. El nombre de su jefe en el servicio secreto británico era M—E—L—L—O—N. Como el fruto, pero con dos eles. Mellon. Fingía ser un simple comerciante.
Y
sacaba unos beneficios muy decentes de ello. Había de ser así, naturalmente, siendo un hombre inteligente como era. Pero en secreto…

Y el señor Pelling golpeó con el puño de una mano la pahua abierta de la otra, produciendo un asombroso estruendo.

—… pero en secreto, detrás de la apariencia suave y afable de un hombre de negocios inglés, ese mismo Mellon, con dos eles, libraba una guerra solitaria y secreta contra los enemigos de Su Majestad. Y mi Lizzie le ayudaba en ella. Traficantes de drogas, chinos, homosexuales, todo elemento extranjero que se dedicase a conspirar contra nuestra patria, era combatido por mi gallarda hija Lizzie y su amigo el coronel Mellon, consagrados a impedir sus insidiosos objetivos. Esta es la honrada verdad del caso.


Vamos,
pregúnteme a mí en qué trabajaba —dijo la señora Pelling, y, dejando la puerta abierta, se fue pasillo adelante, mascullando entre dientes. Smiley miró, vio que paraba, que parecía ladear la cabeza, llamándole desde la oscuridad. Se oyó luego un portazo lejano.

—Es cierto —dijo con firmeza Pelling, aunque más quedamente—. Es la verdad, lo es. Mi hija era una importante y respetable agente de nuestro servicio secreto inglés.

Smiley no contestó al principio, estaba demasiado concentrado en escribir. Así que durante un rato, no se oyó más que el lento rumor de la pluma sobre el papel y el crujir de éste al pasar página.

—Bueno. Veamos. Tomaré… Creo que tomaré también esos datos. Confidencialmente, claro. En nuestro trabajo, no me importa decírselo, tropezamos a menudo con datos confidenciales de este género.

—Muy bien, muy bien —dijo el señor Pelling, y retrepándose en un sillón tapizado de plástico, sacó una sola hoja de papel de la cartera y se la puso a Smiley en la mano. Era una carta, manuscrita, que ocupaba cuartilla y media. La caligrafía era a un tiempo grandiosa e infantil, y el pronombre en primera persona aparecía con trazos muy prominentes y vistosos, mientras que los otros signos tenían una apariencia más humilde. Empezaba «Mis queridísimos y encantadores papas» y concluía «Vuestra única y verdadera hija Elizabeth», y el mensaje intermedio, cuyos pormenores más sobresalientes Smiley grabó en la memoria, era más o menos el siguiente: «He llegado a Vientiane que es una ciudad bastante sosa, un poco francesa y descontrolada, pero no hay problema, tengo noticias importantes para vosotros que he de comunicaros de inmediato. Es posible que estéis una temporada sin noticias mías, pero no os preocupéis ni aun en el caso de que oigáis cosas desagradables. Estoy perfectamente y cuidada y trabajando por una Buena Causa que os enorgullecería. Nada más llegar entré en contacto con el encargado de negocios inglés, el señor Mackervoor, que me envió a hacer un trabajo para Mellon. No puedo explicaros, así que tendréis que confiar en mí, pero Mellon es un hombre y es un próspero comerciante inglés que trabaja aquí, aunque ésa es sólo la mitad de la historia. Mellon me envía a Hong Kong a una misión en la que he de investigar sobre lingotes de oro y drogas, en secreto, claro, y tiene hombres en todas partes que me protegen y su verdadero nombre no es Mellon. Mackervoor está también en el asunto, pero en secreto. Aunque me sucediese algo, merecería la pena, de todos modos, porque vosotros y yo sabemos que lo que importa es la patria y ¿qué es una vida entre tantas en Asia, donde la vida nada cuenta, en realidad? Es un buen trabajo, papá, como los que tú y yo soñábamos, sobre todo tú, cuando estabas en la guerra luchando por tu familia y por tus seres queridos. Reza por mí y cuida de mamá. Os querré siempre, incluso en la cárcel.»

Smiley le devolvió la carta.

—No tiene fecha —objetó, muy tranquilo—. ¿Podría indicarme la fecha, señor Pelling? Aunque sea aproximada…

Pelling se la dio no aproximada sino exacta. No en vano había dedicado su vida laboral a trabajar para el correo del Remo.

—No ha vuelto a escribirme desde entonces —dijo, con orgullo el señor Pelling, doblando la carta y guardándola otra vez en la cartera—. Ni una palabra, ni una letra he recibido de ella hasta hoy. Totalmente innecesario. Somos uno. Era cosa sabida, yo nunca aludí a ello. Ni ella. Ella me hizo un guiño. Yo supe. Ella sabía y yo sabía también. Nunca se entendieron mejor una hija y un padre. Todo lo que siguió: Ricardo, como fuese el nombre, vivo, muerto, ¿qué más da? Cierto chino con el que tuvo relación, mejor olvidarlo. Amistades masculinas, femeninas, negocios, no haga caso de nada que le digan. Es todo fingimiento, todo. Les pertenece a ellos, del todo. Mi hija trabaja para Mellon y quiere a su padre. Y punto final.

—Es usted muy amable —dijo Smiley, recogiendo sus papeles—. No se preocupe, por favor, ya veré yo mismo de salir.

—Arrégleselas como pueda —dijo el señor Pelling con un destello de su viejo ingenio.

Cuando Smiley cerraba la puerta, el señor Pelling había vuelto al sillón y buscaba ostentosamente su lugar en el
Daily Telegraph.

En el oscuro pasillo, el olor a bebida era más fuerte. Smiley había contado nueve pasos antes de oír el portazo, así que había de ser la última puerta de la izquierda, y la más alejada del señor Pelling. Podría haber sido el lavabo, pero el lavabo estaba indicado con un letrero que decía «Palacio de Buckingham, entrada posterior». Smiley dijo el nombre de ella muy suave y la oyó gritar «Salga». Él entró y se vio en el dormitorio de la señora Pelling, y vio a ésta espatarrada en la cama con un vaso en la mano, ojeando postales. La habitación, como la del marido, estaba provista para la vida autónoma, con hornillo y fregadero y muchos platos sucios. Por las paredes había fotos de una chica alta, muy guapa, unas con amistades o con novios, otras sola, la mayoría con fondos orientales. En la habitación olía a ginebra y a gas.

—No la dejará sola —dijo la señora Pelling—. Nunc no lo hará. Nunca pudo. Lo intentó, sí, pero no pudo. Es muy guapa, comprende —explicó por segunda vez, y se echó de espaldas alzando una postal para leerla.

—¿Vendrá él aquí?

—Ni a rastras, querido.

Smiley cerró la puerta, se sentó en una silla y sacó otra vez los papeles.

—Ahora tiene un chino que es un encanto —dijo la señora Pelling, mirando aún la postal al revés—. Se entregó a él para salvar a Ricardo y luego se enamoró. Es un verdadero padre para ella, el primero que tiene. Al final, todo salió bien, en realidad. Pese a las cosas malas. Se han terminado. Él la llama Liese. Cree que a ella le va más. Curioso, ¿verdad? A nosotros no nos gustan los alemanes, no crea. Somos patriotas. Y ahora, él le está buscando un buen trabajo, ¿verdad?

—Tengo entendido que ella prefiere el apellido Worth, en vez de Worthington. ¿Hay alguna razón para eso, que usted sepa?

—Yo diría que lo que se propone es reducir a ese insoportable maestro de escuela a su tamaño verdadero.

—Cuando dice usted que ella lo hizo por
salvar
a Ricardo, quiere usted decir, claro, que…

La señora Pelling exhaló un gruñido apesadumbrado y teatral.

—Ay ustedes los hombres. ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo? Entre los matorrales, guapito. En la cabina telefónica, querido. Ella compró la vida de Ricardo, con la única moneda que tenía. Le salvó con orgullo y le abandonó luego. Qué demonios, él era un haragán.

La señora Pelling cogió otra postal y estudió la foto, palmeras y una playa vacía.

—Mi pequeña Lizzie se fue detrás del seto con la mitad de Asia para encontrar a su Drake. Pero lo encontró.

Se incorporó luego con viveza, como si oyese un ruido, y miró a Smiley más atentamente, arreglándose el pelo.

—Creo que será mejor que se vaya, querido —le dijo, en la misma voz baja, volviéndose al espejo—. Me produce usted unos escalofríos galopantes, se lo confieso. No soporto tener caras honradas cerca. Lo lamento mucho.

Ya en el Circus, Smiley tardó un par de minutos en confirmar lo que ya sabía. Mellon, con dos eles, tal como había insistido
el señor
Pelling, era el nombre de trabajo registrado y el alias de Sam Collins.

[2]
 Elisabeth II Regina.
(Nota de los Traductores.)

11
Shanghai Express

En la relación de lo que pasó por entonces tal como se recuerda ahora interesadamente, hay en este punto una engañosa condensación de acontecimientos. Por estas fechas, llegó Navidad a la vida de Jerry y se sucedieron veladas de trasegar bebida aburrido en el Club de Corresponsales Extranjeros, y de paquetes para Cat a última hora, torpemente envueltos en papel de Navidad a las tantas de la madrugada. Se presentó oficialmente a los primos una petición de pesquisas revisada sobre Ricardo que Smiley llevó personalmente al Anexo, a fin de explicarse mejor con Martello. Pero la petición quedó enredada en el ajetreo navideño (por no mencionar la caída inminente de Vietnam y de Camboya) y no concluyó su recorrido por los departamentos norteamericanos hasta bien entrado el año nuevo, tal como muestran las fechas del expediente Dolphin. En realidad, la reunión
crucial
con Martello y sus amigos del Grupo Antidrogas no se produjo hasta principios de febrero. El desgaste que para los nervios de Jerry significó esta prolongada espera se apreció intelectualmente dentro del Circus, aunque no se sintió ni influyó dada la permanente atmósfera de crisis. Por eso, uno puede acusar también aquí a Smiley, pero es muy difícil ver qué más podría haber hecho él, en su posición a no ser mandar a Jerry volver a casa: sobre todo dado que Craw seguía informando sobre su estado de ánimo en relumbrantes términos. La quinta planta trabajaba sin ánimos y Navidad apenas se advirtió, dejando aparte una fiesta bastante triste con jerez que hubo a mediodía del veinticinco, y un descanso más tarde en el que Connie y las madres pusieron el discurso de la reina muy alto para que se avergonzaran los herejes como Guillam y Molly Meakin, a quienes les pareció muy ridículo e hicieron malas imitaciones de él en los pasillos.

La incorporación oficial de Sam Collins a las diezmadas filas del Circus tuvo lugar en un día totalmente gélido de mediados de enero y tuvo su lado claro y su lado oscuro. El claro fue su detención. Llegó a las diez exactamente una mañana de lunes, no de smoking, sino de gallardo abrigo gris con rosa en la solapa, milagrosamente juvenil en aquel frío. Pero Smiley y Guillam estaban fuera, encerrados con los primos, y ni los porteros ni los caseros tenían orden de admitirlo, así que le encerraron tres horas en un sótano, y allí se estuvo tiritando hasta que volvió Smiley a ratificar el nombramiento. Hubo más comedia por lo del despacho. Smiley le había instalado en la planta cuarta, junto a Connie y di Salis, pero Sam no aguantó allí, quiso la quinta planta. La consideraba más en consonancia con sus funciones de coordinador. Los pobres porteros subieron y bajaron muebles como
coolies.

El lado oscuro es más difícil de describir, aunque lo intentaron varios. Connie dijo que Sam estaba
frígido,
una inquietante elección adjetival. Para Guillam, estaba ávido, para las madres,
evasivo
y para los excavadores
demasiado suave. Lo
más extraño, para quienes no tenían antecedentes de él, era su autosuficiencia. No pedía ningún expediente, no se esforzaba por conseguir ésta o aquélla responsabilidad; no usaba apenas el teléfono, salvo para apostar en las carreras o supervisar la marcha de su club. Pero su sonrisa le acompañaba a todas partes. Las mecanógrafas afirmaban que dormía con ella, y que la lavaba los fines de semana. Las entrevistas que Smiley sostenía con él tenían lugar a puerta cerrada, y, poco a poco, el resultado de las mismas fue llegando al equipo.

Sí, la chica se había largado de Vientiane con un par de
hippies
que habían superado la ruta de Katmandú. Sí, y cuando se deshicieron de ella, ella le había pedido a Mackelvore que le encontrase empleo. Y, sí, Mackelvore se la había pasado a Sam, pensando que sólo por su aspecto ya podía ser utilizable: todo, leyendo entre líneas, muy parecido a lo que contaba la chica en su carta a casa. Sam tenía por entonces un par de asuntillos de drogas enmoheciéndose en los libros y por lo demás estaba, gracias a Haydon, sin nada que hacer, así que pensó que podría enrolarla con los pilotos y ver qué pasaba. No lo comunicó a Londres porque Londres, por entonces, se dedicaba a congelarlo todo. Se limitó a enrolarla a prueba y pagarle de su fondo de administración. El resultado fue Ricardo. También la dejó seguir una vieja pista hasta el asunto de los lingotes de oro de Hong Kong, pero todo esto fue antes de que se diese cuenta de que la chica era un desastre. Sam explicó que para él fue un verdadero alivio que Ricardo se la quitase de las manos y le consiguiese trabajo en Indocharter.

—¿Qué más sabe él, pues? —preguntó indignado Guillam—. No es precisamente una buena recomendación, creo yo, para saltarse el orden natural inmiscuyéndose en nuestras reuniones.

—Él
la
conoce —dijo pacientemente Smiley, y reanudó su estudio del expediente de Jerry Westerby, que últimamente se había convertido en su principal lectura—. Tampoco nosotros renunciamos a un pequeño soborno de vez en cuando —añadió con enloquecedora tolerancia—. Y es perfectamente razonable el que tengamos que pasar por eso de vez en cuando.

Mientras tanto, Connie, con involuntaria aspereza, sorprendió a todo el mundo citando, según parece, al presidente Johnson en el tema de J. Edgar Hoover: «George prefiere tener a Sam Collins dentro de la tienda meando hacia fuera a que esté fuera meando hacia dentro», proclamó, y lanzó luego una risilla de colegial, ante su propia audacia.

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