El honorable colegial (42 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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Connie se había levantado para irse. Conocía los límites, era perspicaz y estaba asustada por la actitud de di Salís. Pero di Salís, una vez que se lanzaba a la caza, no conocía límites.

—Así que fue una muerte
violenta,
¿eh? La política y la espada, dijo usted.
¿Qué
política? ¿Le habló Drake de eso? Porque las
ejecuciones
materiales son relativamente raras, sabe. ¡Creo que está usted ocultándonos algo!

Di Salis también se había puesto de pie, pero al lado del señor Hibbert, y formulaba estas preguntas mirando la blanca cabeza del viejo como si estuviera actuando en un ensayo de interrogatorio de Sarratt.

—Han sido ustedes
muy
amables —dijo efusivamente Connie a Doris—. Tenemos ya todo lo que podríamos necesitar y más. Estoy segura de que le concederán el título de caballero —añadió, en un tono preñado de mensajes para di Salís—. Y ahora, nos vamos,
muchísimas
gracias.

Pero esta vez fue el viejo el que frustró sus propósitos.

—Y al año siguiente, perdió también a su otro Nelson, Dios nos valga, su hijito —dijo—. Será un hombre solitario, Drake. Esa fue la última carta que nos escribió, ¿verdad, Doris? «Rece por mi pequeño Nelson, míster Hibbert», me decía. Y lo hicimos. Quería que yo cogiese el avión y fuese allí a dirigir el funeral. Yo no podía hacerlo. No sé muy bien por qué, pero no podía. Nunca me ha parecido bien que se gaste tanto dinero en funerales, la verdad.

Al oír esto, di Salís, saltó, literalmente: y con un entusiasmo verdaderamente terrible. Se plantó ante el viejo y tan animado estaba que asió en su manecita febril un puñado de chal.

—¡Ah! ¡Vaya! Pero no le pidió a usted que rezase por su
hermano
Nelson, ¿verdad? Respóndame a eso.

—No —dijo sencillamente el viejo—. No me lo pidió, no.

—¿Y por qué no? ¡Quizá porque en realidad no estaba muerto, claro! ¡Hay más de un modo de morir en China, sí, y no todas las muertes son irremediables!
Caer en desgracia:
¿No es ésa una expresión mejor?

Sus estridentes palabras volaron por la habitación iluminada por el fuego como malos espíritus.

—Tienen que irse, Doris —dijo tranquilamente el viejo, mirando al mar—. Vete a ver a ese chófer, a ver si está bien, querida… Estoy convencido de que deberíamos haberle mandado pasar, pero en fin ya no importa.

Se despidieron en el recibidor. El viejo se quedó sentado junto a la ventana y Doris había cerrado la puerta del cuarto. El sexto sentido de Connie resultaba a veces estremecedor.

—¿No le dice nada el nombre de Liese, señorita Hibbert? —preguntó, mientras se abrochaba su enorme impermeable de plástico—. Tenemos referencia de una tal Liese en la vida del señor Ko.

La cara sin pintar de Doris se frunció en un gesto irritado.

—Era el nombre de mamá. Era luterana alemana. Ese cerdo robó también eso, ¿verdad?

Con Toby Esterhase al volante, Connie Sachs y el doctor di Salis volvieron rápidamente a comunicar a George las asombrosas nuevas. Al principio, en el camino, riñeron por la falta de control de di Salis. Toby Esterhase estaba muy afectado, y Connie tenía serios temores de que el viejo pudiera escribir a Ko. Pero pronto la importancia de sus descubrimientos eclipsó sus inquietudes, y llegaron triunfantes a las puertas de su ciudad secreta.

Una vez a salvo tras sus muros, llegó la hora de gloria de di Salis. Convocó una vez más a su familia de peligros amarillos e inició una serie de pesquisas que les hizo dispersarse por todo Londres con un falso pretexto u otro, y llegar incluso hasta Cambridge. Di Salis, en el fondo, era un solitario. Nadie le conocía, salvo quizás Connie, y, si Connie no se cuidaba de él, nadie más lo hacía. Resultaba incongruente en las relaciones sociales, y, con frecuencia, absurdo. Pero nadie dudaba de su voluntad de cazador.

Repasó viejas fichas de la Universidad de comunicaciones de Shanghai, en chino la Chia Tung (la cual tenía fama por la militancia comunista de sus estudiantes, a partir de la guerra del treinta y nueve al cuarenta y cinco). Y concentró su interés en el Departamento de Estudios Marítimos que incluía en su curriculum tanto la administración como la construcción de buques. Hizo listas de miembros de los cuadros del partido de antes y después del cuarenta y nueve y examinó los escasos datos de aquellos a quienes se confió la dirección de las grandes empresas, en las que se exigía conocimiento tecnológico, en especial los astilleros de Kiangnan, grandes instalaciones en las que habían sido purgados repetidas veces elementos del Kuomintang. Después de componer listas de varios miles de nombres, hizo fichas de todos los que se sabía que habían continuado sus estudios en la Universidad de Leningrado y habían reaparecido luego en los astilleros en puestos mejores. Un curso de ingeniería naval en Leningrado duraba tres años. Según los cálculos de di Salis, Nelson debía haber estado allí del cincuenta y tres al cincuenta y seis y debía haber sido destinado luego oficialmente al departamento municipal de Shanghai encargado de ingeniería naval, el cual debía haberle devuelto luego a Kiangnan. Considerando que Nelson no sólo poseía un nombre chino que aún no habían descubierto, y que era muy posible, además, que hubiese elegido un nuevo apellido, di Salis advirtió a sus colaboradores que la biografía de Nelson muy bien podría estar dividida en dos partes, cada una de ellas con un nombre distinto. Tenían que tener en cuenta el posible ensamblaje. Preparó listas de graduados y listas de estudiantes que habían estado en Chia Tung y en Leningrado y fue comparando. Los especialistas en China son una hermandad aparte, y sus intereses comunes trascienden el protocolo y las diferencias nacionales. Di Salis no sólo tenía relaciones en Cambridge y en todos los archivos orientales, sino también en Roma, en Tokio y en Munich. Escribió a todos ellos, ocultando su objetivo con un revoltillo de otras preguntas. Según trascendió más tarde, hasta los primos le abrieron involuntariamente sus archivos. Y realizó otras investigaciones aún más arcanas. Envió excavadores, a los anabaptistas, para revisar fichas de antiguos alumnos de las misiones, por si los nombres chinos de Nelson habían sido por casualidad consignados y archivados. Repasó todos los datos de muertes de funcionarios de nivel medio de Shanghai incorporados a la industria naval.

Esa fue la primera parte de sus trabajos. La segunda empezó con lo que Connie llamaba la gran revolución cultural bestial de mediados de los años sesenta y los nombres de los funcionarios shanghaineses que, por sus aviesas tendencias prorrusas, habían sido oficialmente purgados, humillados o enviados a una escuela del Siete de Mayo a redescubrir las virtudes del trabajo agrícola. Consultó también listas de los enviados a los campos correccionales de trabajo, pero sin ningún resultado. Buscó alguna referencia en las arengas de los guardias rojos ala malvada influencia de una educación anabaptista en éste o aquél funcionario caído en desgracia, y realizó complicadas combinaciones con el nombre de KO. Pensaba en el fondo que Nelson, al cambiar de nombre, podría haber recurrido a un carácter distinto que conservara algún parentesco interno con el original, homosónico o sinfonético. Pero cuando intentó explicarle esto a Connie, la perdió.

Connie Sachs estaba siguiendo una vía completamente distinta. Su interés se centraba en las actividades de localizadores de talentos adiestrados por Karla identificados que hubiesen trabajado entre los estudiantes extranjeros de la Universidad de Leningrado en los años cincuenta; y en comprobar los rumores, nunca confirmados, de que Karla, cuando era un joven agente de la Commintern, había sido prestado a la organización comunista clandestina de Shanghai después de la guerra, para ayudarles a reconstruir su aparato secreto.

Y en medio de todas estas nuevas investigaciones, llegó de Grosvenor Square una auténtica bomba. Los datos proporcionados por el señor Hibbert aún estaban frescos de la imprenta, en realidad, y los investigadores de ambas familias aún estaban trabajando frenéticamente, cuando Peter Guillam entró en el despacho de Smiley con un mensaje urgente. Smiley estaba, como siempre, profundamente enfrascado en sus lecturas, y cuando Guillam entró metió una carpeta en el cajón y lo cerró.

—Es de los primos —dijo afablemente Guillam—. Sobre el hermano Ricardo, tu piloto preferido. Quieren verse contigo en el Anexo, tan pronto como sea posible. Tengo que contestarles ayer.

—¿Qué es lo que quieren?

—Verte. Pero lo dijeron así.

—¿De veras? ¿Dijeron eso? Dios santo. Debe ser la influencia alemana. ¿O será inglés antiguo? Verse
contigo.
En fin, qué le vamos a hacer —y se dirigió al baño a afeitarse.

Cuando volvía a su despacho, Guillam se encontró a Sam Collins sentado en el sillón, fumando uno de sus abominables cigarrillos negros y luciendo su sonrisa lavable.

—¿Alguna novedad? —preguntó Sam, muy tranquilo.

—Tú lárgate de aquí ahora mismo —replicó Guillam.

Sam andaba husmeando demasiado por allí, para gusto de Guillam, pero aquel día, éste tenía una razón sólida para desconfiar de él. Al ir a ver a Lacon a la Oficina del Gabinete, para entregar la cuenta del anticipo mensual del Circus para inspección, se había quedado atónito al ver salir a Sam del despacho particular de Lacon, bromeando tranquilamente con él y con Saul Enderby, de Asuntos Exteriores.

12
La resurrección de Ricardo

Antes de la caída, se celebraban una vez al mes reuniones estudiadamente informales entre los asociados de los dos servicios secretos que compartían la «relación especial», que iban seguidas de lo que Alleline, el predecesor de Smiley, se complacía en llamar «un alboroto». Si les tocaba a los norteamericanos hacer de anfitriones, Alleline y sus cohortes, entre ellos el popular Bill Haydon, eran conducidos a un inmenso bar de azotea, al que en el Circus conocían como el Planetario, donde se les obsequiaba con martinis secos y una vista de Londres que nunca podrían haberse permitido de otro modo. Si les correspondía a los ingleses, se instalaba una mesa desmontable en la sala de juegos, se le ponía por encima un mantel de damasco zurcido y se invitaba a los delegados norteamericanos a rendir homenaje al último bastión del espionaje en la patria del club, y al mismo tiempo lugar de nacimiento de su propio servicio, mientras sorbían jerez sudafricano disfrazado en garrafas de cristal tallado basándose en que no sabrían apreciar la diferencia. No había agenda alguna para las discusiones y no se tomaban, por tradición, notas. No tenían, en realidad, necesidad alguna de tales instrumentos, sobre todo considerando que los micrófonos ocultos se mantenían siempre sobrios y hacían el trabajo mejor.

Después de la caída, estas delicadezas desaparecieron durante un tiempo. Por órdenes del cuartel general de Martello en Langley, Virginia, el «contacto británico», que era como ellos llamaban al Circus, quedó emplazado en la lista de los que había que mantener a una distancia prudencial, equiparado a Yugoslavia y al Líbano, y los dos servicios estuvieron, en realidad, paseando por aceras opuestas una temporada sin apenas mirarse. Eran como una pareja separada en trámite de divorcio. Pero en aquella gris mañana de invierno en que Smiley y Guillam, con cierta precipitación, se presentaron ante la puerta de entrada del Anexo de asesoría legal de Grosvenor Square, era ya perceptible un patente deshielo, hasta en los rostros rígidos de los dos infantes de Marina que les cachearon.

Las puertas, por otra parte, eran dobles, con rejas negras sobre hierro negro, y rebordes dorados en las rejas. Sólo su coste habría mantenido en marcha a todo el Circus durante un par de días más, por lo menos. Una vez traspasadas, ambos tuvieron la sensación de pasar de una aldea a una metrópoli:

El despacho de Martello era muy grande. No tenía ventanas y podría haber sido media noche. Sobre un escritorio vacío, una bandera norteamericana, desplegada como por el viento, ocupaba la mitad de la pared del fondo. En el centro del despacho, había arracimado un círculo de sillones de líneas aéreas alrededor de una mesa de palo de rosa, y en uno de ellos estaba sentado el propio Martello, un hombre de Yale, corpulento y animado, con un traje campestre que siempre parecía fuera de temporada. Le flanqueaban dos hombres silenciosos, a cual más cetrino y tosco.

—George, cuánto te agradezco que hayas venido —dijo Martello cordialmente, con su tono cálido y confidencial, mientras se apresuraba a levantarse para saludarle—. No hace falta que te lo diga.

lo ocupado que estás. Lo
sé.
Sol…

Se volvió a los dos desconocidos que estaban sentados en frente y que hasta el momento habían pasado inadvertidos; el joven era parecido a los hombres silenciosos de Martello, aunque menos suave; el otro era rechoncho y malencarado, y mucho mayor, con cicatrices en la cara y el pelo a cepillo. Veterano de algo.

—Sol —repitió Martello—. Quiero que conozcas a una de las auténticas leyendas de nuestra profesión. Sol: el señor George Smiley. George, éste es Sol Eckland, que ocupa un alto cargo en nuestro departamento antidroga, que antes se llamaba oficina de narcóticos y drogas peligrosas, y que ahora han rebautizado, ¿no, Sol? Sol, saluda a Pete Guillam.

El más viejo de los dos hombres, extendió una mano y Smiley y Guillam se la estrecharon, y era como corteza seca.

—Bueno —dijo Martello, con la satisfacción de un casamentero—. George, bueno, ¿te acuerdas de Ed Ristow, también de narcóticos, George? ¿Recuerdas que te hizo una visita de cortesía hace unos meses? Bueno, pues Sol ha sustituido a Ristow. Tiene la zona del Sudeste asiático. Y aquí Cy está con él.

Nadie recuerda tan bien nombres como los norteamericanos, pensó Guillam.

Cy era el más joven de los dos. Tenía patillas, un reloj de oro, y parecía un misionero mormón: cordial pero a la defensiva. Sonrió como si sonreír formase parte del cursillo, y Guillam sonrió también.

—¿Qué le pasó a Ristow? —preguntó Smiley, sentándose.

—Trombosis coronaria —masculló Sol, el veterano; tenía la voz tan áspera como la mano. Y el pelo como lana de alambre rizada en pequeñas trincheras. Cuando se lo rascaba, lo que hacía con mucha frecuencia, chirriaba y todo.

—Cuanto lo siento —dijo Smiley.

—Podía hacerse crónico —dijo Sol, sin mirarle, y dio una chupada al cigarrillo.

Fue entonces cuando se le ocurrió a Guillam, por primera vez, la idea de que había en el aire algo muy importante. Captó una tensión palpable entre los dos campos norteamericanos. Las sustituciones no pregonadas, con la experiencia que tenía Guillam con los norteamericanos, raras veces se debían a algo tan intrascendente como una enfermedad. Y pasó a preguntarse de qué modo habría emborronado el cuaderno de los deberes el predecesor de Sol.

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