El hombre sonriente (17 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Pero, usted le preguntaría, supongo —insistió Wallander—. Algo le diría al respecto.

—No me estaba permitido. Él me lo prohibía.

—Es decir, que él sí hablaba de aquellas visitas nocturnas.

—No. Pero una puede interpretar por el rostro de otra persona lo que le está permitido decir y lo que no.

La conversación se vio interrumpida por la aparición de Nyberg, que dio unos toquecitos al otro lado de la ventana de la cocina.

—Vuelvo enseguida —se excusó el inspector mientras se ponía en pie.

Al otro lado de la cristalera, Nyberg extendía la mano. Wallander pudo ver sobre su palma un objeto negruzco y requemado, de poco más de medio centímetro.

—Era una mina de plástico —le adelantó—. Eso es lo único que me atrevo a asegurar, por ahora.

Wallander asintió.

—Es posible que podamos averiguar el tipo esta misma noche —prosiguió Nyberg—. Quizás incluso el lugar de fabricación. Aunque eso nos llevará más tiempo.

—Me pregunto si eres capaz de pronunciarte acerca de la persona que la colocó —quiso saber Wallander.

—Bueno, me habría resultado más fácil si no le hubieras dejado caer encima una guía de teléfonos —recriminó Nyberg.

—Es que no fue difícil de descubrir —se justificó Wallander.

—Alguien que sabe lo que hace coloca la mina de modo que no se note lo más mínimo —afirmó Nyberg—. Pero tanto tú corno la señora que está en la cocina os disteis cuenta de que alguien había estado removiendo el césped. Concluyo, pues, que fueron aficionados.

«O alguien que desea hacernos creer que lo eran», añadió Wallander para sí. Sin embargo, nada dijo, sino que regresó a la cocina, donde se percató de que no le quedaba, por el momento, más que una pregunta por formular.

—Ayer por la tarde, recibió usted la visita de una joven de aspecto asiático. ¿Puede decirme quién era?

Ella lo miró boquiabierta.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió.

—Eso carece de importancia —atajó Wallander—. Responda a mi pregunta.

—Es del servicio de limpieza del bufete —explicó ella.

«Vaya, así de sencillo», se dijo Wallander algo desilusionado.

—¿Cómo se llama?

—Kim Sung—Lee.

—¿Domicilio?

—Tengo su dirección en la oficina.

—¿Cuál fue el motivo de su visita?

—Quería saber si iba a continuar trabajando o no.

Wallander asintió.

—Me gustaría tener su dirección —aseguró al tiempo que se levantaba dispuesto a marcharse.

—¿Qué va a ocurrir ahora? —quiso saber la mujer.

—Ya no tendrá que sentir miedo —la tranquilizó Wallander—. Procuraré que haya un policía por aquí, todo el tiempo que sea necesario.

Dicho esto, se fue a la comisaría, no sin antes avisar a Nyberg de su partida. Por el camino, hizo un alto en la pastelería de Fridolfs Konditori y se compró unos bocadillos. Cuando llegó, se encerró en su despacho y se preparó para lo que no tendría mas remedio que comunicarle a Björk. No obstante, cuando estuvo listo y fue a buscarlo a su despacho, el comisario jefe ya se había marchado, así que no le quedaba otro remedio que posponer la conversación.

Era ya la una cuando Wallander llamó a la puerta de Per Åkeson, al otro extremo del edificio largo y estrecho de la comisaría. Siempre lo sorprendía el caos que parecía reinar en el despacho de Per Åkeson. El escritorio estaba atiborrado de pilas de papeles de medio metro de altura, los archivadores esparcidos por el suelo y sobre las sillas de las visitas. Completaban el cuadro una barra para pesas y un colchón arrumbado contra una de las paredes.

—¿Es que has empezado a entrenar? —preguntó Wallander.

—Pues si. Y no sólo eso —precisó Per Åkeson, ufano—. Además, he empezado a practicar la sanísima costumbre de dormir una siesta después del almuerzo. De hecho, acabo de despertarme.

—Y, ¿duermes aquí, en el suelo? —se extrañó Wallander.

—Exacto. Treinta minutos —aclaró Per Åkeson—. Después puedo entregarme de nuevo al trabajo, con renovadas fuerzas.

—¡Anda! Pues quizá yo debiera hacer lo mismo —comentó Wallander vacilante.

Per Åkeson despejó una de las sillas para hacerle sitio por el simple procedimiento de propinar un manotazo a uno de los montones de archivadores, que cayeron al suelo. Acto seguido, se sentó con los pies apoyados sobre el escritorio.

—Ya casi te había dado por perdido —aseguró con una sonrisa—. Aunque, en el fondo, confiaba en que volvieras.

—Ha sido un tiempo jodido —repuso Wallander.

Per Åkeson adoptó de pronto un aire grave.

—En realidad, no soy capaz de imaginarme con exactitud lo que es. Me refiero a matar a otra persona. Por más que sea en defensa propia. Debe de ser el único acto del que no hay vuelta atrás. Supongo que carezco de la imaginación necesaria para intuir ese abismo.

Wallander asintió.

—Cierto. Un abismo que no te abandona, pero con el que tal vez pueda aprenderse a convivir.

Permanecieron sentados y en silencio, mientras oían las quejas de alguien que, en el pasillo, se las veía con una máquina de café estropeada.

—Tú y yo tenemos la misma edad —afirmó Per Åkeson—. Hace medio año, me desperté un día y me dije: «¡Dios mío! ¡Ya está! ¿Esto es todo? ¿Era esto la vida?». Debo reconocer que, en aquel momento, sentí pánico. Sin embargo ahora he de admitir igualmente que fue muy saludable, pues me movió a emprender algo que tendría que haber hecho hacía mucho tiempo.

De uno de los montones de documentos, el fiscal sacó un papel que tendió a Wallander. Éste comprobó que se trataba de un anuncio en el que varios organismos de la ONU buscaban personas con formación jurídica para ocupar diversos puestos en el extranjero, entre otros lugares, en distintos campos de refugiados de África y Asia.

—Pues sí. Envié una solicitud —afirmó Per Åkeson—. Y todo cayó en el olvido hasta que hace poco más de un mes, de pronto, me citaron para una entrevista en Copenhague. El caso es que hay ciertas probabilidades de que me ofrezcan un contrato por dos años en un gran campo de refugiados de Uganda a los que van a repatriar.

—Pues aprovecha la oportunidad —lo animó Wallander—. Pero ¿qué dice tu mujer?

—Aún no se lo he contado —admitió Per Åkeson—. Si he ser sincero, no sé lo que ocurrirá.

—Bueno, ya me contarás.

Per Åkeson bajó los pies de la mesa y apartó los papeles que tenía delante. Entonces, Wallander le refirió el episodio de la explosión en el jardín de la señora Dunér. Per Åkeson meneó la cabeza incrédulo.

—Eso es imposible —afirmó.

—Pues Nyberg estaba bastante seguro. Y, como bien sabes, no suele equivocarse.

—Y tú, ¿qué opinas sobre esta maraña? —quiso saber Per Åkeson—. He estado hablando con Björk y, por lo que me ha revelado, estoy de acuerdo con que hay que anular la investigación de la muerte de Gustaf Torstensson como un accidente. Pero ¿tenemos algo concreto?

Wallander meditó un instante, antes de responder.

—Lo único de lo que podemos estar del todo seguros, a mi entender, es que no ha sido una curiosa coincidencia la que ha terminado con la vida de los dos abogados y, además, ha colocado una mina en el jardín de su secretaria. Se trata de un delito planificado, del que nos falta tanto el principio como el final.

—¿Quieres decir que el intento de atentado sufrido por la señora Dunér no ha sido una simple medida disuasoria, para asustarla?

—Quien colocó aquella mina en el jardín lo hizo con la intención de acabar con su vida —sentenció Wallander—. Por eso quiero que tenga protección. Puede que hasta resulte conveniente que se marche de la casa.

—Lo arreglaré —prometió Per Åkeson—. Hablaré con Björk.

—Esa mujer está muerta de miedo —reveló Wallander—. Pero ahora comprendo, después de haber hablado con ella de nuevo, que no sabe por qué. Yo sospechaba que estaba ocultándonos algo pero, después del último interrogatorio, estoy convencido de que ella sabe tan poco como nosotros. En fin, se me ocurrió que tú podrías ayudarnos, contándonos lo que sepas de Gustaf y Sten Torstensson. Tú habrás tenido mucho contacto con ellos durante años, ¿no es así?

—Gustaf Torstensson no imitaba a nadie, era un ejemplar auténtico —aseguró Per Åkeson—. Y su hijo iba camino de serlo.

—Yo creo que el origen de todo esto está relacionado con el padre, Gustaf Torstensson —apuntó Wallander—. Pero no me preguntes por qué.

—En realidad, yo no tuve mucha relación con él. Era mayor que yo y empezó a actuar como defensor de oficio en los tribunales mucho antes de que comenzase mi carrera como fiscal. Por otro lado, tengo entendido que durante los últimos años se dedicó casi de forma exclusiva a la asesoría fiscal.

—¿Y Alfred Harderberg? —inquirió Wallander—. El hombre del castillo de Farnholm. Eso también se me antoja más que extraño. Un insignificante abogado de Ystad y un hombre de negocios dueño de un imperio financiero de ámbito internacional.

—Por lo que yo sé, ésa es justamente una de las principales cualidades de Harderberg —observó Per Åkeson—. Su sexto sentido para localizar y rodearse de los mejores colaboradores. Es posible que descubriese en Gustaf Torstensson alguna cualidad especial que nadie supo ver.

—¿No tiene Harderberg ningún asunto feo que esconder? —quiso saber Wallander.

—No, que a mí me conste, lo cual puede parecer sorprendente. Según dicen, existe un crimen oculto tras toda gran fortuna. Sin embargo, Alfred Harderberg parece ser un ciudadano impecable que, además, se interesa por su país.

—¿Cómo?

—No es de los que permiten que todas sus inversiones vayan a parar al extranjero. Ha llegado incluso a cerrar empresas en otros países y a trasladar la actividad a Suecia, lo que es poco menos que insólito en nuestros días.

—Es decir, que no hay sombras de delito que se ciernan sobre el castillo de Farnholm —concluyó Wallander—. Y la fama de Gustaf Torstensson, ¿es también impecable?

—Inmaculada —repuso Per Åkeson categórico—. Íntegro, meticuloso, aburrido. Honrado a la antigua. Ni un genio ni un ingenuo. Discreto. Apostaría cualquier cosa a que nunca se despertó una mañana con la duda de qué había sido de su vida.

—Y, pese a todo, lo asesinan —advirtió Wallander—. Es decir, que al menos una mancha debe de haber existido. Tal vez ni siquiera en su vida, sino en la de otra persona.

—No estoy seguro de comprender adónde quieres ir a parar… —confesó Per Åkeson.

—Bueno, yo me figuro que un abogado debe de ser como un médico, más o menos —explicó Wallander—. Alguien que conoce los secretos de muchas personas.

—Lo más probable es que tengas razón —convino Per Åkeson—. La solución ha de encontrarse en la relación con alguno de los clientes. Un punto común a cuantos trabajaban en el bufete, incluida la señora Dunér.

—Buscaremos ahí —resolvió Wallander.

—Bien. En cuanto a Sten Torstensson, no tengo mucho que decir, la verdad —confesó Per Åkeson—. Soltero, algo anticuado, como el padre. En alguna ocasión llegó a mis oídos el rumor de que le interesaban las personas de su mismo sexo… Pero eso no serán más que las habladurías típicas que suscitan todos los solteros maduros. De haber sucedido hace treinta años, podríamos haber pensado en un chantaje.

—Ya, en cualquier caso, no está de más tomar nota de ello —se interesó Wallander—. ¿Algo más?

—Pues, en el fondo, no. No era una persona muy bromista que digamos, con lo que la gente no solía invitarlo a cenar. Pero dicen que se le daba muy bien la vela.

En ese momento, sonó el teléfono. Per Åkeson tomó el auricular y contestó, antes de pasárselo a Wallander.

—Es para ti.

Wallander oyó la voz estridente y alterada de Martinson, de lo que dedujo que se había producido alguna novedad importante.

—¡Estoy en el despacho de los abogados! —gritó Martinson—. Hemos hallado lo que parece que andábamos buscando.

—¿Qué?

—Cartas de amenaza.

—¿Contra quién de ellos?

—Contra los tres.

—¿También contra la señora Dunér?

—Así es.

—Voy enseguida.

Le devolvió el auricular a Per Åkeson al tiempo que se levantaba.

—Martinson ha encontrado algunas cartas de amenaza —aclaró—. Parece que tenías razón.

—Llámame, aquí o a casa, en cuanto tengáis algo —pidió el fiscal.

Wallander salió disparado hacia su automóvil, sin ir a buscar el chaquetón que había dejado en su despacho, y sobrepasó el límite de velocidad de camino hacia el bufete. Sonja Lundin estaba sentada en su silla cuando él atravesó la puerta.

—¿Dónde están? —preguntó una vez dentro.

Ella le señaló la sala de visitas. Wallander abrió la puerta y, en el mismo momento, cayó en la cuenta de que había olvidado que allí había también tres miembros del Colegio de Abogados. Tres hombres de expresión grave, de unos sesenta años cada uno, contemplaban displicentes su irrupción en la sala. Recordó entonces su rostro sin afeitar, el mismo que había descubierto en el espejo de la señora Dunér aquella mañana y lamentó que su aspecto no fuese del todo presentable.

Martinson y Svedberg lo esperaban sentados a la mesa.

—Les presento al inspector Wallander —anunció Svedberg.

—Un policía conocido en todo el país —observó parco uno de los hombres del Colegio de Abogados, antes de saludarlo.

Wallander se sentó, no sin antes haber estrechado la mano de los otros dos.

—Cuéntame —le pidió a Martinson. Sin embargo, la respuesta Vino de uno de los tres hombres de Estocolmo.

—Creo que es mi deber informar al inspector del procedí miento que suele seguirse con motivo de la liquidación de un bufete de abogados —intervino el hombre que, según Wallander creyó oír, se apellidaba Wrede.

—Ya, bueno, eso puede esperar —interrumpió Wallander—. Mejor vamos directos al grano: han aparecido unas cartas de amenaza, ¿no es así?

El hombre llamado Wrede miró a Wallander con desdén manifiesto, pero no añadió una palabra. Martinson le entregó un sobre marrón al tiempo que Svedberg le daba un par de guantes de plástico.

—Estaban en el fondo de un cajón, bien ocultas en el armario archivador —lo informó Martinson—. No tenían entrada consignada en los diarios ni en ningún registro. Simplemente, estaban escondidas.

Wallander se puso los guantes y abrió el gran sobre marrón, donde encontró dos cartas redactadas en papel blanco. Intentó leer los matasellos, sin lograrlo. En uno de los sobres había un borrón de tinta negra, como si alguien hubiese tachado parte del texto. Wallander extrajo las cartas de los sobres y las extendió ante sí sobre la mesa. Estaban escritas a mano y no eran muy extensas:

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