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El hombre sonriente (20 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—Usted fue, hasta hace un año, el director de un hotel llamado Linden
[3]
—comenzó.

—Así es. Durante cuarenta años —precisó el hombre con un tono que Wallander interpretó como de orgullo.

—Eso es mucho tiempo —admitió Wallander.

—Lo compré en 1952 —prosiguió Bertil Forsdahl—. Por aquel entonces se llamaba Pelikanen, estaba bastante deteriorado y no gozaba de muy buena fama. Se lo compré a un hombre llamado Markusson, un alcohólico que no se preocupaba del negocio. Durante el último año, eran más bien sus compañeros de borrachera los que ocupaban las habitaciones. He de reconocer que lo adquirí a muy buen precio. Markusson murió al año siguiente en Helsingör, de cirrosis. Decidimos cambiarle el nombre al hotel y, como había un tilo plantado en la calle a la puerta del edificio. El hotel estaba junto al antiguo teatro, que tampoco existe hoy. Había ocasiones en las que los actores se alojaban allí. Una vez, incluso, tuvimos a la propia Inga Tidblad como huésped. Solía desayunar té.

—Supongo que conservará el registro en el que la famosa actriz estampó su nombre —tanteó Wallander.

—La verdad es que guardo todos los registros —aseguró Bertil Forsdahl—. Abajo en el sótano tengo los cuarenta años.

—Sí, a veces nos sentamos por las noches a hojearlos y enseguida acuden los recuerdos —intervino de pronto su mujer—. Al ver los nombres, recordamos a las personas.

Wallander intercambió una mirada rápida con su colega. Acababan de dar respuesta a una de sus principales preguntas.

En ese momento se oyó, procedente de la calle, el ladrido inesperado de un perro.

—Es el perro guardián del vecino —explicó Bertil Forsdahl a modo de disculpa—. Suele guardar toda la calle.

Wallander tomó un poco de café y se dio cuenta de que en la taza también aparecía el nombre del hotel.

—Voy a contarle por qué hemos venido a visitarle —comenzó—. Al igual que en las tazas, usted tenía el nombre y la dirección del hotel en el membrete de los sobres y el papel de carta. Pues bien, en los meses de junio y agosto del año pasado, se remitieron dos cartas desde Helsingborg. El sobre de una de ellas llevaba ese membrete. Supongo que sería poco antes de que usted cerrase el negocio.

—Sí. Tuvimos abierto hasta el 15 de septiembre —puntualizó Bertil Forsdahl—. No les cobramos nada a los huéspedes que pasaron en él aquella última noche.

—¿Podría decirme por qué cerró el hotel? —intervino Ann-Britt.

Wallander se dio cuenta de que le producía cierta irritación el hecho de que ella se mezclase en la conversación, pero confiaba en que no hubiese notado su reacción. En cualquier caso, fue. esposa quien respondió, como si una mujer sólo pudiese dirigirse a otra persona de su mismo género.

—¿Y qué podíamos hacer si no? —preguntó ella a su vez—. El edificio había sido declarado en ruinas y el negocio no se sostenía. La verdad, de habérsenos permitido, habríamos aguantado unos años más. Pero no pudo ser.

—Hicimos lo que pudimos por mantener el mejor estándar imaginable —añadió Bertil Forsdahl—. Pero resultó demasiado caro a la larga. Sale bastante costoso tener televisión en color en todas las habitaciones.

—Sí, fue un día aciago, aquel 15 de septiembre —observó la mujer—. Conservamos las llaves de cada una de las habitaciones. Las diecisiete que teníamos. Ahora hay un aparcamiento en el lugar en que se alzaba el edificio. Y el tilo ha desaparecido, claro. Murió podrido. O quizá de pena, si es que los árboles pueden sentir.

El perro seguía ladrando en la calle mientras Wallander dedicaba un pensamiento a aquel árbol que ya no existía.

—El nombre de Lars Borman, ¿les dice algo? —fue su siguiente pregunta.

La respuesta resultó del todo sorprendente.

—¡Pobre hombre! —exclamó Bertil Forsdahl.

—Cierto. Una historia terrible —convino su mujer—. ¿Por qué se interesa por él ahora la policía?

—Es decir, que saben quién es —concretó Wallander, que vio como Ann-Britt Höglund sacaba de inmediato el bloc de notas que llevaba en el bolso.

—Un hombre muy agradable —aseguró Bertil Forsdahl—. Taciturno y muy tranquilo. Siempre amable y solícito. Ya no quedan muchas personas como él en el mundo.

—Nos gustaría ponernos en contacto con él —apuntó Wallander.

Bertil Forsdahl y su esposa intercambiaron una mirada. Wallander tuvo la repentina sensación de que se sentían incómodos.

—Lars Borman está muerto —informó Bertil Forsdahl—. Creí que lo sabían.

Wallander guardó silencio durante un instante, antes de proseguir.

—No sabemos absolutamente nada de Lars Borman —declaró al fin—. Lo único que conocemos de él es que, el año pasado, escribió dos cartas, una de las cuales envió en un sobre de este hotel. Nos habría gustado hablar con él. Ahora sabemos que es inviable pero quisiéramos saber lo que le ocurrió, y quién era.

—Era un huésped habitual, que estuvo alojándose en nuestro hotel, al menos tres veces al año, durante mucho tiempo. Solía quedarse dos o tres días.

—¿A qué se dedicaba? Y, ¿de dónde era?

—Era empleado del Landsting
[4]
—contestó la mujer—. Su trabajo tenía algo que ver con la economía.

—Sí, era auditor —precisó Bertil Forsdahl—. Un funcionario honrado y cumplidor del Landsting de la provincia de Malmö.

—Vivía en Klagshamn —continuó la esposa—. Tenía mujer e hijos. Fue una tragedia espantosa.

—Pero ¿qué fue lo que ocurrió? —quiso saber Wallander.

—Se suicidó —declaró Bertil Forsdahl en un tono de condolencia que no pasó inadvertido para Wallander.

—Nos lo habríamos esperado de cualquiera, menos de Lars Borman —prosiguió Bertil Forsdahl—. Pero, al parecer, guardaba un secreto que ninguno de nosotros pudo siquiera imaginar.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —repitió Wallander.

—Sí, pues, había estado aquí, en Helsingborg —explicó el hombre—. Unas semanas antes de que fuésemos a cerrar. Trabajaba durante el día y pasaba las noches en su habitación. Era muy aficionado a la lectura. La última mañana, pagó la cuenta y se despidió. Prometió llamarnos alguna vez, aunque cerrásemos el hotel. Y se marchó. Pocas semanas después, supimos lo ocurrido. Se había ahorcado en un bosquecillo a las afueras de Klagshamn, a pocos kilómetros de su casa. No dejó nada, ninguna nota, ninguna carta; ni para la mujer ni para los hijos. Todos quedamos conmocionados.

Wallander asentía despacio. Él había crecido en Klagshamn y se preguntaba si Lars Borman habría puesto fin a su vida en alguno de los bosquecillos en que él solía jugar de niño.

—¿Qué edad tenía entonces? —inquirió Wallander.

—Había cumplido los cincuenta, pero no tendría muchos más —contestó la mujer.

—Dice usted que vivía en Klagshamn —retomó Wallander—. Y que trabajaba como auditor provincial. Me resulta entonces un tanto extraño que se quedase en un hotel. Malmö no está tan lejos de Helsingborg, ¿no es cierto?

—Ya. El caso es que no le gustaba conducir —aclaró Bertil Forsdahl—Además, a mí me daba la impresión de que le gustaba estar aquí. Podía encerrarse en su habitación por las noches y entregarse a la lectura. Nosotros no lo importunábamos lo más mínimo. Y él lo agradecía.

—Como es natural, tendrá usted su dirección en los registros —apuntó Wallander.

—Oímos que su viuda vendió la casa y se mudó —explicó la mujer—. Al parecer, no podía soportar seguir viviendo allí, después de lo ocurrido. Y sus hijos eran mayores.

—¿Sabe adónde se mudó?

—A España. A una ciudad llamada Marbella, creo.

Wallander miró a Ann-Britt, que no cesaba de tomar notas.

—Si me lo permite, a mí también me gustaría hacerle una pregunta —intervino el hombre—. ¿Por qué le interesa a la policía saber todo esto acerca del difunto Lars Borman?

—Pura rutina —simplificó Wallander—. Y siento no poder decirle más. En cualquier caso, no se trata de que sea ni haya sido sospechoso de ningún delito.

—Era un hombre honrado, que pensaba que había que vivir sin excesos y cumplir —añadió Bertil Forsdahl con vehemencia—. Durante todos aquellos años, tuvimos tiempo de charlar bastante. Siempre se indignaba cuando abordábamos el tema de la corrupción que estaba adueñándose de nuestra sociedad.

—¿No les dieron nunca una explicación de por qué se suicidó? —inquirió Wallander.

Ambos negaron con la cabeza.

—Bien —concluyó Wallander—. Sólo nos queda echar un vistazo a los registros del último año, si no tienen inconveniente.

—No, claro. Los tenemos en el sótano —declaró Bertil Forsdahl al tiempo que se levantaba.

—Puede que llame Martinson —le recordó Ann-Britt Höglund—. Será mejor que vaya al coche a buscar el teléfono.

Wallander le dio las llaves y la esposa de Forsdahl la acompañó. Al momento oyeron cómo cerraba la puerta del coche, sin provocar, curiosamente, los ladridos del perro vecino. Cuando las dos mujeres hubieron regresado, bajaron al sótano. En una habitación demasiado grande para quedar relegada a un sótano, hallaron una larga hilera de estanterías que cubrían una de las paredes. Además, también estaba el antiguo letrero del hotel y un cuadro con las diecisiete llaves. «Un pequeño museo», concluyó Wallander algo emocionado. «Aquí reposan los recuerdos de una larga vida de trabajo. Las remembranzas de un pequeño hotel insignificante que, un buen día, dejó de ser rentable»

Bertil Forsdahl sacó el último registro de la fila y lo abrió sobre una mesa. Fue hojeando en el mes de agosto de 1992, hasta llegar al día 26, donde señaló una de las columnas. Wallander y Ann-Britt Höglund se inclinaron sobre el archivo. El inspector reconoció la letra de inmediato. Incluso le pareció que la carta había sido escrita con el mismo bolígrafo con el que Lars Borman había plasmado su rúbrica en el registro. Había nacido el 12 de octubre de 1939 y firmaba con el titulo de auditor provincial. Ann-Britt Höglund anotó la dirección de Magshamn: calle de Mejramsvägen, número 23. Wallander no recordaba el nombre de aquella calle, de lo que dedujo que pertenecería a alguna de las numerosas urbanizaciones de chalets que se habían construido después de que él se hubiese trasladado. Pasó hacia atrás las hojas del registro, hasta llegar al mes de junio, en el que de nuevo halló la firma de Lars Borman, en la entrada del mismo día en que se remitió la carta.

—¿Tú entiendes algo? —le susurró Ann-Britt Höglund.

—No mucho —confesó Wallander.

En ese preciso momento, el teléfono que Ann-Britt Höglund había llevado consigo al sótano empezó a zumbar. Wallander le hizo seña de que contestase. Ella se sentó en un taburete y se aplicó a anotar lo que Martinson había averiguado. Wallander cerró el registro y vio cómo Bertil Forsdahl lo devolvía a su lugar. Cuando la conversación hubo concluido, subieron de nuevo a la planta baja. Ya por la escalera, Wallander le preguntó a su colega lo que le había dicho Martinson.

—Era el Audi. Después hablamos —propuso ella.

Eran ya las once y cuarto cuando Wallander y Ann-Britt se preparaban para marcharse.

—Siento que se haya hecho tan tarde —se disculpó Wallander—. Hay ocasiones en que la policía no puede esperar.

—¡Ojalá le hayamos sido de alguna ayuda! —exclamó Bertil Forsdahl—. Aunque resulta doloroso el recuerdo del pobre Lars Borman.

—Lo comprendo —aseguró Wallander—. Pero, si recordasen algún otro detalle, les ruego que se pongan en contacto con la policía de Ystad.

—Algún detalle, ¿como qué? —preguntó Bertil Forsdahl extrañado.

—No sé, cualquier cosa —contestó Wallander al tiempo que le tendía la mano en señal de despedida.

Abandonaron la casa y se acomodaron en el coche. Wallander encendió la lamparita y Ann-Britt Höglund sacó su bloc de notas.

—Bien. Yo tenía razón —aseguró mirando a Wallander—. Era el Audi blanco. La matricula era robada. En realidad, era de un Nissan que está por vender en un concesionario de Malmö.

—¿Y los otros coches?

—Todo en orden.

Wallander puso en marcha el vehículo. Eran ya las once y media y el viento parecía haber amainado. Abandonaron la ciudad para salir a la autovía, donde el tráfico era bastante escaso. Tras ellos no se veía ningún otro coche.

—¿Estás cansada? —preguntó Wallander.

—No —respondió ella.

Había una estación de servicio nocturna con cafetería al sur de Helsingborg, así que Wallander giró y se detuvo ante ella.

—Pues si no estás cansada, podemos parar un momento —sugirió—. Y tener una pequeña reunión nocturna para intentar interpretar lo que nos han contado esta noche. Tampoco estaría de más echarles un ojo a los coches que se detengan aquí. El único que no debe preocuparnos es el Audi blanco.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó ella asombrada.

—Porque si vuelven, lo harán en un vehículo distinto —aseguró Wallander—. Quienes quiera que sean esas personas, saben bien lo que hacen. No vendrán a seguirnos dos veces en el mismo coche.

Entraron en la cafetería, y Wallander pidió una hamburguesa. Ann-Britt Höglund no quiso comer nada. Después, se sentaron en un lugar desde el que podían observar el aparcamiento. Unos camioneros daneses tomaban café en torno a una mesa pero, por lo demás, el establecimiento estaba vacío.

—Bien, dime cuál es tu opinión acerca de un auditor provincial que escribe cartas amenazadoras a dos abogados y luego se marcha en bicicleta al bosque y se cuelga —solicitó Wallander.

—La verdad, no es fácil forjarse una opinión —admitió ella.

—Inténtalo —la exhortó Wallander.

Guardaron silencio durante un instante, inmersos cada uno en sus reflexiones. Un camión de una compañía de mudanzas se detuvo ante la gasolinera. En ese momento, se oyó el número del plato de Wallander, que se levantó, fue a buscarlo y regresó a la mesa.

—Lars Borman los acusa en sus cartas de agravio —comenzó ella—. Sin embargo, ignoramos en qué consistía dicho agravio. Él no fue cliente de los Torstensson. Por otro lado, tampoco sabemos qué relación pudo haber entre ellos. En realidad, no sabemos nada de nada.

Wallander dejó el tenedor y se limpió la boca con una servilleta.

—Imagino que habrás oído hablar de Rydberg —repuso Wallander—. Un antiguo policía de la brigada criminal que murió hace unos años. Era un hombre de gran sensatez. En una ocasión, me dijo algo así como que los policías adolecen de una marcada tendencia a decir a todas horas que no saben nada pero que, en el fondo, siempre sabemos mucho más de lo que creemos.

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