El hombre sonriente (38 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—¿Ah, sí? —intervino Wallander incrédulo—. Una amenaza es una amenaza.

—Sí, pero puede ser más o menos seria —objetó ella—. Cabe la posibilidad de que hayamos cometido un error al no tener en cuenta que Gustaf Torstensson no las tomó en serio. No las consignó en el registro, ni se dirigió a la policía ni al Colegio de Abogados. Simplemente, las metió en un cajón. A veces lo más dramático consiste en detectar el detalle menos dramático de un suceso. El hecho de que Sonja Lundin no apareciese mencionada en las cartas puede muy bien depender de que Lars Borman ni siquiera sabía de su existencia.

Wallander se mostró de acuerdo.

—Sí, bien pensado —la felicitó—. Tus conjeturas no son peores que las de los demás. Más bien al contrario. Tan sólo hay un aspecto que queda sin aclarar. El más importante. El asesinato de Lars Borman. La réplica de la muerte de Gustaf Torstensson. Ambas ejecuciones cuya naturaleza intentaron disimular.

—En realidad, tú mismo lo acabas de decir —observó ella—. La muerte del uno recuerda a la del otro.

Wallander reflexionó un instante.

—Sí, es posible —admitió—. Si presuponemos que Gustaf Torstensson, por algún motivo, había empezado ya a ser objeto de las sospechas de Alfred Harderberg; si lo mantenían bajo vigilancia. En ese caso, lo que le aconteció a Lars Borman puede muy bien considerarse como una réplica de lo que estuvo a punto de sucederle a la señora Dunér.

—Eso es precisamente lo que pienso yo —convino Ann-Britt Höglund.

Wallander se puso en pie.

—Y, sin embargo, no podemos demostrar nada.

—Todavía no —precisó ella.

—Ya, pero no disponemos de mucho tiempo —le recordó Wallander—. Me temo que Per Åkeson nos parará los pies y nos exigirá muy pronto que ampliemos el centro de la investigación si no se produce algún cambio en breve. Digamos que podemos contar con un mes, a partir de ahora, para concentrarnos en lo que hemos dado en llamar nuestra pista principal: Alfred Harderberg.

—Puede que lo consigamos —sugirió ella.

—En fin, hoy no es mi día, precisamente —confesó Wallander—. Me da la impresión de que toda la investigación está yéndose al garete. Por eso ha sido muy positivo escuchar tus elucubraciones. Un investigador que flaquea en sus convicciones no tiene nada que hacer en el cuerpo.

Salieron a buscar unos cafés y se quedaron de pie en el pasillo.

—Y el avión, ¿qué sabemos de ese asunto?

—No mucho —aseguró Ann-Britt—. Se trata de un Grumman Gulfstream jet, fabricado en 1974, con emplazamiento en el aeropuerto sueco de Sturup; las revisiones se realizan en Bremen, Alemania. Alfred Harderberg tiene contratados a dos pilotos, uno de ellos austriaco, Karl Heider, que lleva muchos años trabajando para él y que vive en Svedala. El otro no lleva mucho tiempo a su servicio, Luiz Manshino, originario de Isla Mauricio. Vive en un apartamento en Malmö.

—¿De dónde has sacado toda esa información? —preguntó Wallander perplejo.

—Dije que llamaba de un periódico y que estaba haciendo un reportaje sobre los aviones privados de los altos ejecutivos suecos. Hablé con el responsable de prensa del aeropuerto. No creo que Harderberg sospeche si se entera. Pero, como es natural, me fue imposible preguntar si tenían hojas de ruta con los detalles de las salidas y entradas y los destinos.

—Me interesan los pilotos —comentó Wallander—. Son dos personas que viajan mucho juntas y que comparten gran cantidad de su tiempo en mutua compañía. Deben de tener una relación especial. Sabrán mucho el uno del otro. Por cierto, ¿no es preceptivo llevar una azafata, por razones de seguridad?

—Pues, al parecer, no.

—Tendremos que hacer alguna aproximación a los pilotos —insistió Wallander—. Y encontrar un modo de averiguar cómo y dónde se custodia la documentación de los trayectos.

—A mí no me importa seguir con ello —se ofreció Ann-Britt Höglund—. Prometo ser discreta.

—De acuerdo, encárgate tú —concedió Wallander—. Pero date prisa. El tiempo vuela.

Aquella misma tarde, Wallander convocó a su grupo de investigación sin la presencia de Björk. Se hacinaron en su despacho, pues la sala de reuniones estaba ocupada por un encuentro, que el propio Björk dirigía, con algunos mandos policiales de la provincia. Una vez que hubieron escuchado el relato de Ann-Britt sobre su visita a los Borman, Wallander procedió a contarles su viaje al castillo de Farnholm y su encuentro con Alfred Harderberg. Era tal la atención que los compañeros prestaban a sus palabras que se percibía la tensión en el ambiente, como si todos tratasen de cazar al vuelo la pista decisiva rescatándola de las palabras de Wallander, tal vez algo que se le hubiese escapado a él mismo.

—He de admitir que mi sensación de que estos asesinatos y los demás sucesos adyacentes están relacionados con la persona de Alfred Harderberg se ha fortalecido en las últimas horas —concluyó redondeando su exposición—. Si sois de la misma opinión, podemos seguir adelante. Sin embargo, he de señalar que mis sensaciones no siempre son fiables. Hemos de tomar conciencia de que la investigación está en mantillas y de que podemos estar en un error.

—¿Cuál es la alternativa, si no adoptamos ésta? —inquirió Svedberg.

—Siempre podemos ir a la caza de un loco —apuntó Martinson—. Un loco anónimo.

—No creo. Aquí hay demasiada frialdad —señaló Ann-Britt Höglund—. Todo parece muy bien planificado. No es la obra de un perturbado.

—Hemos de continuar siendo precavidos —les recordó Wallander—. Sabemos que no nos pierden de vista ni un momento, ya sea Alfred Harderberg u otra persona.

—¡Si Kurt Ström hubiese sido de fiar…! —exclamó Svedberg—. Nos vendría de perlas contar con alguien que estuviera dentro del castillo. Alguien que pudiera moverse libremente entre todas las secretarias sin llamar la atención.

—Tienes razón —convino Wallander—. Y mejor aún sería dar con alguien que hubiese estado trabajando con Harderberg hasta fecha reciente, que lo hubiese dejado y, preferentemente, que no hubiese quedado muy satisfecho de su antiguo jefe.

—Los grupos de delincuencia económica aseguran que el número de personas de confianza con las que cuenta Harderberg es, por el momento, reducidísimo —informó Martinson—. Por otro lado, se trata de colaboradores con los que ha contado durante muchos años. Las secretarias no son tan importantes y, en realidad, yo creo que saben bastante poco acerca de lo que sucede.

—Bueno, pero habría estado bien contar con alguien que operase desde dentro —reiteró Svedberg—. Alguien que pudiese transmitirnos información sobre las pautas cotidianas.

La reunión fue decayendo paulatinamente.

—En fin. Yo tengo una propuesta —anunció Wallander—. Mañana nos encerraremos en otro lugar. Necesitamos algo de sosiego para revisar juntos todo el material. Hemos de definir nuestra postura, una vez más. Y hemos de invertir el tiempo de un modo eficaz.

—En esta época del año, el hotel Continental está casi vacío —sugirió Martinson—. Seguro que podemos alquilar una sala de conferencias por un módico precio.

—Es una propuesta atractiva, por lo simbólico —advirtió Wallander—. Fue allí donde Gustaf Torstensson se vio con Alfred Harderberg por primera vez.

Y, en efecto, al día siguiente se hallaban todos reunidos en una sala de la planta alta del hotel Continental. El caso no dejó de ser motivo de discusión, ni siquiera en las pausas del almuerzo y el café. Al caer la tarde, decidieron continuar al día siguiente, no sin antes solicitar la autorización de Björk, que consintió sin problemas. De modo que se aislaron del resto del mundo y repasaron el material una vez más. Sabían que estaba ya mediado el mes: era viernes, 19 de noviembre, y el tiempo apremiaba.

Estaba ya entrada la noche cuando dieron por finalizada la reunión.

En opinión de Wallander, fue Ann-Britt Höglund quien mejor sintetizó en qué etapa se encontraba la investigación.

—Es como si lo tuviéramos todo, como si todos los datos estuviesen aquí —aseguró la agente—. Sólo que no somos capaces de ver cómo están relacionados. Si en verdad es Alfred Harderberg quien mueve los hilos, he de admitir que lo hace con suma habilidad. En cuanto nos damos media vuelta, lo cambia todo de lugar obligándonos a empezar de nuevo por el principio.

Cuando por fin abandonaron el hotel, todos se sentían dominados por el cansancio. Sin embargo, no era aquél el desfile de unas tropas vencidas. Wallander sabia que había ocurrido algo importante, que cada uno estaba ya informado de cuanto sabían los demás. Y ninguno de ellos tenía por qué sentirse inseguro acerca de las ideas o las dudas que albergaban los otros.

—Bien, ahora, a descansar el fin de semana —lo animó Wallander una vez que hubieron concluido—. Todos necesitamos reposo. El lunes hemos de venir con fuerzas para continuar.

Wallander pasó el sábado en Löderup, con su padre. Logró reparar el maltrecho tejado antes de sentarse en la cocina durante horas a jugar a las cartas con el anciano. Mientras cenaban, el inspector comprendió que Gertrud era feliz con la vida que compartía con su padre.

Hacia la noche, a Wallander se le ocurrió preguntarle a Gertrud si conocía el castillo de Farnholm.

—Antes decían que estaba habitado por fantasmas —repuso la mujer—. Pero supongo que eso es algo que se afirma de todos los castillos.

A eso de la medianoche, se marchó a casa. Estaban bajo cero. La idea del invierno lo angustiaba.

El domingo se despertó tarde. Dio un paseo y luego se dirigió al puerto a contemplar las embarcaciones. Dedicó la tarde a limpiar el apartamento, pensando que aquel sólo era un domingo más de la larga lista de domingos absurdamente malgastados.

La mañana del lunes 22 de noviembre Wallander se despertó con dolor de cabeza. Le sorprendió, pues no había bebido nada la noche anterior. Más tarde cayó en la cuenta de que había dormido mal aquella noche, llena de pesadillas horribles. En efecto, soñó que su padre había muerto pero cuando, en su ensoñación, echó a andar dispuesto a ver el cadáver en el ataúd, no se atrevió a acercarse, pues sabía que, en realidad, era su hija Linda la que yacía allí amortajada.

Presa de un gran desasosiego, se levantó y se tomó unos analgésicos con medio vaso de agua. El termómetro seguía indicando que estaban bajo cero. Mientras aguardaba a que se hiciese el café, pensó que los sueños que habían ocupado su inconsciente aquella noche serían, sin duda, el prólogo a la reunión que Björk y él habrían de mantener con Per Åkeson aquella mañana. Sabía que no resultaría fácil pues, si bien estaba seguro de que el fiscal les daría vía libre para proseguir concentrados en las pesquisas sobre Alfred Harderberg, era consciente de que sus resultados hasta el momento no eran, en modo alguno, satisfactorios. No habían logrado organizar el material recabado de forma unitaria en ninguno de sus aspectos y la búsqueda se deslizaba sin conseguir un punto de apoyo claro, por lo que Per Åkeson tendría motivos más que suficientes para cuestionarse durante cuánto tiempo habrían de permitirles continuar como hasta la fecha, caminando a la pata coja, en lugar de apoyarse sobre las dos piernas.

Con la taza de café en la mano, se aplicó a estudiar el almanaque que tenía colgado en la pared. Faltaba poco más de un mes para Navidad y decidió que ése sería el plazo que reclamaría. Si para entonces no habían logrado dar un claro paso adelante en la investigación, aceptaría comenzar en serio a trabajar otras posibilidades después de las vacaciones.

«Un mes», se dijo. «Lo que significa que tiene que producirse algún cambio cuanto antes.»

El timbre del teléfono vino a interrumpir sus pensamientos.

—No te habré despertado, ¿verdad? —oyó preguntar a Ann-Britt Höglund.

—No, estaba tomándome el café —la tranquilizó Wallander.

—¿Estás abonado al diario Ystads Allehanda? —inquirió.

—Pues claro, ¿para qué está si no la prensa local? —se extrañó Wallander—. Pues para leerla por la mañana temprano, mientras el mundo aún se nos antoja pequeño. Uno siempre puede dedicarse al resto del planeta por la tarde, o por la noche.

—¿Lo has leído ya? —indagó Ann-Britt.

—Ni siquiera he ido a recogerlo al vestíbulo —confesó.

—Pues hazlo y ábrelo por la página de anuncios —le aconsejó la agente.

Lleno de curiosidad, fue al vestíbulo y recogió el periódico, que abrió con el auricular en la otra mano.

—¿Qué debo buscar?

—Estoy segura de que lo encontrarás tú solo —afirmó ella—. Hasta luego.

Tan pronto como la colega hubo colgado el teléfono, vio a qué se refería. En efecto, allí había un anuncio según el cual buscaban una chica para las caballerizas de Farnholm, para su incorporación inmediata. Por eso Ann-Britt había sido parca en sus explicaciones, pues no quería mencionar el nombre de Farnholm por teléfono.

Wallander reflexionó un instante y comprendió que aquello podía constituir una posibilidad, de modo que decidió llamar a su amigo Sten Widén tan pronto como hubiese terminado la reunión con Per Åkeson.

Cuando Wallander y Björk llegaron al despacho del fiscal, éste dio órdenes de que no se los molestase. Tenía un serio catarro que subrayó con un trompeteo de nariz largo y pulcro.

—En realidad, debería estar en cama —advirtió—. Pero ya que no es el caso, vamos a celebrar la reunión prevista para hoy. Antes de proseguir, señaló el montón de documentación sobre el caso.

—Imagino que no os sorprenderá si os digo que, ni con la mejor voluntad del mundo, podría afirmar que hayamos obtenido ningún resultado satisfactorio —comenzó—. Tan sólo contados indicios, vagos por demás, que señalan hacia la persona de Alfred Harderberg.

—Necesitamos más tiempo —protestó Wallander—. Este caso es complicado, como ya nos figurábamos desde un principio. Y, además, ésta es la mejor pista de la que poder partir, por el momento.

—La cuestión es si podemos siquiera llamarla una pista —objetó Per Åkeson—. Tú nos presentaste un punto de partida que justificaba el hecho de que concentrásemos todas nuestras pesquisas en Alfred Harderberg. Sin embargo, no hemos avanzado mucho, que digamos. Al revisar el material, no puedo por menos de pensar que estamos dando palos de ciego, atascados en el mismo punto inicial. Tampoco los grupos de delincuencia económica han hallado irregularidades, sino que nuestro sospechoso parece ser una persona sorprendentemente honrada. Ni un solo indicio, directo o indirecto, nos permite relacionarlo a él ni su actividad con los asesinatos de Gustaf Torstensson y de su hijo.

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