El hombre sonriente (19 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Sí, tal vez. Pero, de todos modos, no tengo nada que hacer esta noche.

Una hora después repasaron el estado de la investigación. Björk les había hecho saber que le había surgido un imprevisto, pues lo habían convocado a una reunión urgente con el jefe de Policía Provincial. Ann-Britt Höglund apareció de repente. Su marido había llegado a casa y se había quedado al cuidado del niño enfermo.

Todos estaban de acuerdo en que había que concentrarse en las amenazas de las cartas. Sin embargo, Wallander sentía que algo no iba bien. No lograba deshacerse de la idea machacona de que había algo extraordinario en las muertes de los abogados, Algo que debería haber visto, pero que no conseguía identificar. Recordó que Ann-Britt Höglund le había expresado la misma sensación el día anterior.

Después de la reunión, ambos se quedaron en pie en medio del pasillo.

—Si vas a Helsingborg esta noche, me gustaría ir contigo —afirmó la joven—. Si no te importa.

—No es necesario —rechazó Wallander.

—Ya, pero, aun así, me encantaría.

Él asintió. Acordaron verse junto a la comisaría a las nueve.

Wallander salió hacia Löderup, a casa de su padre, poco antes de las siete.

Se detuvo por el camino a comprar unos bollos. Cuando llegó, comprobó que su padre estaba en el estudio, pintando ese eterno motivo suyo del paisaje otoñal, con o sin urogallo al fondo.

«Mi padre es eso que la gente llama desdeñosa un pintor de pacotilla», sentenció para sí. «El caso es que, en ocasiones, yo me siento también como un policía de pacotilla.»

La esposa del padre, la antigua asistente social, había ido a visitar a sus padres, por lo que el hombre estaba solo. Wallander contaba con que se sentiría ofendido cuando le contase que no podía quedarse con él más que una hora. Sin embargo, ante su sorpresa, el padre asintió sin hacer ningún comentario. Estuvieron jugando a las cartas un rato. Wallander no se extendió mucho a la hora de explicar los motivos por los que había vuelto a su trabajo. A decir verdad, el padre tampoco había mostrado mayor interés por el tema. Además, aquella tarde, para variar, no iniciaron ninguna discusión. De regreso a Ystad, Wallander se preguntó cuánto tiempo hacía que no ocurría algo similar.

Eran las nueve menos cinco cuando, sentados en el coche de Wallander, pusieron rumbo a la salida hacia Malmö. No amainaba el viento y Wallander notó que, por las junturas de goma mal ajustadas de las ventanillas, se colaban tenues ráfagas de aire que le traían el perfume discreto de Ann-Britt Höglund. Cuando llegaron a la E—65, pisó el acelerador.

—¿Te orientas en Helsingborg? —quiso saber ella.

—No, no la conozco.

—Podemos llamar a los colegas de allí para preguntarles —sugirió la joven.

—Bueno, creo que será mejor mantenerlos fuera de este asunto, por el momento —recomendó Wallander.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó ella sorprendida.

—Cuando unos policías meten las narices en el terreno de otros, surgen enseguida un montón de inconvenientes —explicó Wallander—. No tenemos por qué complicarnos las cosas sin necesidad.

Continuaron en silencio mientras Wallander pensaba, con desagrado, en la charla que se vería obligado a mantener con Björk. Cuando llegaron a la salida hacia el aeropuerto de Sturup, giró. Pocos kilómetros más adelante, se desvió de nuevo, rumbo a Lund.

—Cuéntame por qué te hiciste policía —pidió Wallander.

—Todavía no —respondió ella—. En otra ocasión.

El tráfico no era muy abundante. El viento parecía soplar con fuerza creciente. Pasaron la rotonda que había a las afueras de Staffanstorp, que enseguida dio paso a las luces de la ciudad de Lund. Eran ya las nueve y veinticinco.

—¡Qué curioso! —exclamó ella de pronto.

Wallander notó de inmediato que su voz había cobrado un tomo distinto.

Lanzó una mirada a su rostro, que se entreveía a la flaca luz del salpicadero, y comprobó que mantenía la vista fija en el espejo lateral. Él miró el retrovisor y divisó, a lo lejos, las luces de un coche.

—¿Qué es lo que te resulta tan curioso? —quiso saber el inspector.

—Es la primera vez que me pasa —continuó ella.

—¿Qué?

—Que alguien me persiga. O al menos me espíe.

Wallander comprendió que hablaba en serio y volvió a mirar las luces en el retrovisor.

—¿Cómo estás tan segura de que ese coche venga siguiéndonos? —inquirió él.

—Muy sencillo —indicó ella—. Los hemos tenido detrás todo el tiempo.

Wallander la miró incrédulo.

—Estoy totalmente segura —declaró Ann-Britt Höglund—. Ese coche ha estado siguiéndonos desde que salimos de Ystad.

7

El miedo era como un depredador.

Después de aquello, Wallander lo recordaría como un zarpazo al cuello, una imagen que incluso a él le resultaba infantil e imprecisa pero que, en cualquier caso, decidió utilizar como comparación. ¿A quién le había descrito aquel miedo suyo? A su hija Linda y tal vez también a Baiba, en alguna de las cartas que solía enviar a Riga. Pero, desde luego, a nadie más. En efecto, nunca le hizo ningún comentario a Ann-Britt Höglund acerca de lo que sintió en el coche; ella, por su parte, tampoco preguntó. Y, en realidad, él había caído presa de un pánico tal que lo hizo temblar y hasta creer que perdería el control del vehículo, que, a una velocidad de vértigo, se precipitaría hacia el arcén y quizá también hacia la muerte. Recordaba perfectamente que deseó haberse hallado solo en el coche, pues eso le habría facilitado las cosas. En efecto, gran parte del temor que sentía, creador de aquel depredador que lo amenazaba, nacía de la inquietud por que le ocurriese algo a ella, a la colega que llevaba en el asiento del acompañante. En apariencia, había desempeñado el papel del policía experto, que no se dejaba amedrentar por un suceso tan insignificante como el que suponía el descubrimiento repentino de que alguien estuviese siguiéndolos por la carretera entre Staffanstorp y Lund. Pero la realidad era bien distinta, pues se había sentido presa de un terror mortífero hasta que hubieron alcanzado el límite de la ciudad. Una vez hubieron sobrepasado la entrada a la provincia y que ella le hizo saber que el coche aún les iba a la zaga, él giró para acceder a una de las grandes estaciones de servicio que tenían horario nocturno. Desde allí vieron pasar el coche, un Mercedes azul oscuro. No obstante, fueron incapaces de distinguir el número de matrícula ni la cantidad de personas que ocupaban el vehículo. Wallander se detuvo ante uno de los surtidores.

—Creo que te has equivocado —afirmó.

Ella negó con un gesto.

—Ese coche venía persiguiéndonos —insistió ella—. Desde que salimos de Ystad. No podría jurar que haya estado esperándonos en las proximidades de la comisaría. Pero el hecho es que lo descubrí muy pronto, en la rotonda desde la que salimos a la E—Sesenta y cinco. Entonces no era más que un coche como otro cualquiera pero, cuando nos desviamos dos veces y aún seguía sin adelantarnos, empezó a convertirse en algo más que un simple turismo. Como te dije, jamás me había ocurrido. Que me persiguiese un coche.

Wallander salió del vehículo, desenroscó el tapón del depósito y lo llenó mientras ella, en pie y a su lado, observaba sus movimientos.

—¿Y quién iba a perseguirnos? —inquirió mientras volvía a colgar el surtidor en su lugar.

Ella aguardó junto al coche mientras él entraba a pagar con el convencimiento de que su colega estaba en un error, conclusión que apoyaba además en el hecho de que la sensación de temor había empezado a desvanecerse.

Continuaron a través de la ciudad, de sus calles desiertas en donde los semáforos parecían cambiar de color con total desinterés. Cuando hubieron dejado la ciudad tras de sí y Wallander aceleró al salir a la autovía en dirección norte, empezó a controlar de nuevo los vehículos que iban detrás. Sin embargo, el Mercedes había desaparecido para no volver. Al girar hacia el acceso sur a Helsingborg, aminoró la marcha. Un camión sucio los adelantó, seguido de un Volvo de color rojo oscuro. Entonces, se detuvo en el arcén, se quitó el cinturón de seguridad y salió del coche. Una vez fuera, se dirigió a la parte posterior del vehículo y se arrodilló, como si estuviese examinando una de las ruedas traseras. Estaba seguro de que ella tomaría nota de los coches que los sobrepasaran. Aguardó en aquella posición unos cinco minutos, durante los cuales contó hasta cuatro vehículos, uno de ellos un autobús que, a juzgar por el ruido del motor, tenía algún cilindro averiado. Se sentó al volante y la miró.

—¿Algún Mercedes? —preguntó.

—No. Un Audi blanco —repuso ella—. Dos hombres delante y quizás otro en el asiento trasero.

—¿Por qué te has fijado justo en ése?

—Porque fueron los únicos que no miraron en esta dirección. Además, aumentaron la velocidad.

Wallander le señaló el teléfono del coche.

—Llama a Martinson —le pidió—. Me imagino que has anotado las matrículas. No sólo la del Audi, sino también la de los otros, ¿no? Dáselas a Martinson. Y adviértele que es urgente.

Dicho esto, le dio el teléfono particular de Martinson mientras él iba a buscar una cabina telefónica, donde esperaba encontrar una guía en la que hallar la descripción del camino que necesitaba. Oyó que Ann-Britt hablaba primero con alguno de los hijos de Martinson, seguramente la hija de doce años. Un minuto después, el propio Martinson se puso al teléfono y ella le facilitó los números de matrícula en cuestión. Cuando hubo terminado, le tendió el auricular a Wallander.

—Dice que quiere hablar contigo —explicó.

Wallander frenó y detuvo el coche antes de contestar.

—¿Pero qué es lo que pasa? —preguntó Martinson—. ¿No pueden esperar los coches hasta mañana?

—Si Ann-Britt te llama y te dice que es urgente, es que lo es —replicó Wallander.

—¿De qué coches se trata?

—Es demasiado largo para explicarlo ahora. Ya te enterarás mañana. Cuando hayas averiguado a quién pertenecen, nos llamas de inmediato al coche.

Colgó el auricular enseguida, para no darle a Martinson la oportunidad de insistir con más preguntas. Al mismo tiempo, notó que Ann-Britt se había sentido herida.

—Me pregunto por qué no me habrá creído a mí. ¿Por qué ha tenido que oír tu confirmación? —se lamentó con un tono de voz chillón que lo sorprendió.

Wallander intentó descubrir si su colega no quería controlar su decepción o si, simplemente, no podía.

—No merece la pena preocuparse por ello —dijo en un intento de quitarle importancia al incidente—. No es fácil acostumbrarse a los cambios. Tú representas el acontecimiento más revolucionario que ha sucedido en la comisaría de Ystad en muchos años. Y estás rodeada de una serie de perros viejos que no tienen ningún interés en modificar sus costumbres.

—¿Eso también te afecta a ti? —inquirió ella.

—Supongo que sí —repuso Wallander.

El inspector no encontró ni una sola cabina hasta que no hubieron llegado a la altura del atracadero de transbordadores. No había rastro alguno del Audi blanco. Aparcó ante la estación de tren, donde localizó la calle de Gjutargatan, situada en el extremo oeste de la ciudad, en un plano bastante sucio. Memorizó el camino antes de regresar al coche.

—¿Quién nos sigue ahora? —preguntó ella cuando giraban hacia la izquierda y pasaban el edificio blanco del teatro.

—No lo sé —confesó Wallander—. Hay demasiados detalles llamativos en torno a las personas de Gustaf y Sten Torstensson. Me da la impresión de que estamos siempre avanzando en la dirección equivocada.

—Pues a mí me parece que no avanzamos lo más mínimo —objetó ella.

—Sí, o tal vez estemos moviéndonos en circulo, sin apercibirnos de que vamos pisando nuestras propias huellas —sugirió Wallander.

En cualquier caso, el Audi no se veía por ninguna parte. Llegaron hasta una zona de chalets muy tranquila. Wallander aparcó ante el número doce antes de salir del coche. El viento soplaba con tal violencia que tiraba de las puertas del vehículo. La casa a la que se dirigían estaba construida en ladrillo rojo, de una sola planta, con el garaje adosado y un pequeño jardín. Bajo una lona, Wallander adivinó la silueta de una vieja embarcación, de las de madera. La puerta se abrió antes de que hubiesen podido hacer sonar el timbre. Un hombre de cabello cano, enfundado en un chándal, los observaba con un atisbo de sonrisa curiosa. Wallander sacó su placa.

—Soy el inspector Wallander, de la brigada criminal —informó—. Ésta es mi colega Ann-Britt Höglund. Ambos de la policía de Ystad.

El hombre tomó en sus manos la placa, que examinó con ojos miopes. En ese preciso instante, apareció en el vestíbulo su mujer, que los saludó amable. Wallander experimentó la sensación de que se hallaba en el umbral de un hogar habitado por dos personas felices. Los invitaron a entrar en una sala de estar donde ya habían dispuesto unas tazas y una bandeja con dulces. Wallander estaba a punto de sentarse en una de las sillas cuando descubrió un cuadro que colgaba de una de las de las paredes. Al principio, no dio crédito a lo que veía pero, ante su sorpresa, tuvo que admitir que se trataba de uno de los cuadros de su padre, de la variedad sin urogallo. Notó que Ann-Britt Höglund seguía su mirada con curiosidad. Él meneó la cabeza y se sentó, sin ofrecer explicación alguna. Era, en efecto, la segunda vez que aquello le ocurría en su vida, el encontrarse con un cuadro fruto del pincel de su padre en la casa de un extraño. En una ocasión, hacía ya cuatro años, había visto uno en un apartamento de Kristianstad, éste con urogallo.

—Le pido disculpas por lo intempestivo de la hora —se excusó Wallander—. El caso es que tenemos una serie de preguntas cuya respuesta no puede esperar, por desgracia.

—Al menos, tendrán tiempo de tomarse un café —ofreció la mujer.

Ellos asintieron. Wallander pensó que la razón por la que Ann-Britt Höglund había querido acompañarlo no era otra que la de presenciar cómo dirigía un interrogatorio, lo que lo hizo sentirse inseguro en el acto. «Ha pasado ya tanto tiempo…», se dijo. «En realidad, más que enseñarle yo, tendría que ponerme a aprender de nuevo, a recordar cuanto, hasta hace unos días, había circunscrito a un periodo de mi vida pretérito y cerrado.»

Pensó en la interminable playa de Skagen, en su abandonado distrito y, por un instante, sintió añoranza. Sin embargo, era consciente de que allí no había nada. Aquella vía había dejado de existir.

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