Ninguno de los presentes seguimos sintiéndonos superiores a Don Rawlings. Sabemos que todos podemos llegar a un punto en el que ya no podemos tambalearnos sin caernos. Rawlings ya no nos parece un tipo patético o débil. Le vemos como lo que es: una víctima.
Quienquiera que dijera «el tiempo lo cura todo» no era un policía.
—El motivo de que hayamos venido —digo rompiendo el silencio— se debe a que el VICAP encontró un paralelismo entre el modus operandi de nuestro sospechoso y el caso no resuelto de Renee. —Me inclino hacia delante y prosigo—: Después de escuchar su relato, estoy segura de que nuestro asesino y el suyo son la misma persona.
Rawlings escruta mi rostro como alguien que no se atreve a confiar en la esperanza.
—¿Han tenido más suerte que yo? —pregunta.
—No en lo referente a pruebas físicas. Pero hemos averiguado una cosa que, junto con su sospechoso de hace veinticinco años, quizá resuelva el caso.
—¿A qué se refiere?
Cuento a Rawlings lo de Jack Jr. y el contenido del frasco. El cinismo que muestra el rostro del policía desaparece dando paso al interés.
—¿De modo que cree que a ese tipo le inculcaron la idea de que era el bisnieto de Jack el Destripador o lo que sea desde niño?
—Exactamente.
Rawlings se reclina en la silla con cara de asombro.
—Es increíble… es increíble… En aquel entonces yo no tenía motivos para indagar en la historia de su madre. Su padre había muerto hacía años… —Don muestra la expresión de una persona que no sale de su estupor. Está aturdido. Pero recobra la compostura y da unos golpecitos en el expediente que ha traído—. Esa información está aquí. Los datos sobre su madre, dónde vivía por aquella época…
—Eso es lo que queremos averiguar —digo.
—¿Cree usted que…? —Rawlings respira hondo y se endereza—. Ya sé que soy un inútil. Soy un viejo borracho, una vieja gloria. Pero si me permite que les acompañe a ver a la madre de ese tipo, prometo no meter la pata.
Nunca he oído a nadie expresarse con la humildad con que lo hace Rawlings en este momento.
—Soy yo quien insiste en que nos acompañe, Don —respondo—. Ha llegado el momento de que pueda dar carpetazo a este caso.
C
ONCORD está situado al norte de Berkeley, en Bay Area. Nos dirigimos allí para visitar a la madre de Peter Connolly, una mujer llamada Patricia. El carné de conducir que consta en los archivos de la policía indica que tiene sesenta y cuatro años. Hemos decidido presentarnos inesperadamente, en lugar de comunicarle por telegrama nuestra visita y nuestras sospechas. No sería el primer caso de una madre que incita a su hijo a cometer asesinatos. En este caso, todo es posible.
He llegado a una zona que conozco. El lugar que alcanzo poco antes de que concluya la caza del asesino, cuando intuyo que estamos a punto de dar con nuestra presa. Todos mis sentidos se agudizan de forma dolorosa; me siento como si corriera a toda velocidad por un alambre tendido sobre un abismo.
Miro a Don Rawlings mientras circulamos, y veo también en él esa chispa, aunque mezclada con una mayor desesperación. Se ha atrevido a confiar de nuevo. Para Don el precio del fracaso puede ser más que una decepción. Puede ser fatal. No obstante, parece diez años más joven. Tiene la mirada despabilada y atenta. Casi puedo adivinar cómo era cuando era un policía dedicado y competente.
Todos los que trabajamos en esta profesión somos unos yonquis. Pisamos sangre y avanzamos entre podredumbre y hedor. Nos revolvemos en la cama sacudidos por pesadillas provocadas por horrores que la mente apenas puede asimilar. Descargamos nuestra ira sobre nosotros mismos, sobre nuestra familia o nuestros amigos, o sobre todos ellos. Pero al final, cuando llegamos a esa zona, experimentamos un subidón que no puede compararse con nada. Es un subidón que hace que nos olvidemos del hedor, de la sangre, de las pesadillas y de los horrores. Y cuando todo ha pasado, estamos dispuestos a comenzar de nuevo.
Claro está que puede salirnos el tiro por la culata. A veces no conseguimos atrapar al asesino. El hedor persiste, pero sin la recompensa que hace que desaparezca. Con todo, los que ejercemos esta profesión seguimos adelante, dispuestos a volver a arriesgarnos.
Ésta es una profesión que nos obliga a trabajar en el borde de un precipicio. La tasa de suicidios entre los policías es muy alta. Como en cualquier profesión en la que el fracaso comporta una tremenda carga de responsabilidad.
Pienso en esas cosas, pero no me preocupan. En estos momentos, mis cicatrices no significan nada. Porque he llegado a la zona.
Siempre me han fascinado los libros y las películas sobre asesinos en serie. Muchos directores y cineastas parecen sustentar la idea de que tienen que dejar un rastro de migas de pan para que su héroe no se extravíe en el camino. Una serie lógica de deducciones y pistas que conducen a la morada del monstruo bajo la luz cegadora del descubrimiento.
A veces es cierto. Pero por regla general no es así. Recuerdo un caso que nos tenía desconcertados. El asesino se dedicaba a matar a niños y habían pasado tres meses y no teníamos ningún indicio, ninguna pista. Una mañana recibí una llamada de la policía de Los Ángeles para informarme de que el asesino se había entregado. Caso cerrado.
En el caso de Jack Jr., hemos agotado la gama de pruebas físicas y la búsqueda esotérica de direcciones IP de Internet. Nuestro sospechoso se ha disfrazado, ha colocado micrófonos y artilugios electrónicos para seguir mis movimientos, ha recabado la ayuda de cómplices, ha demostrado ser brillante.
Y en última instancia, la resolución del caso probablemente obedecerá a dos factores: un trozo de carne bovina y un crimen ocurrido hace veinticinco años que no se resolvió y que figura en los archivos del VICAP.
He aprendido a necesitar sólo una verdad a lo largo de los años, la cual me proporciona cuanto necesito: atrapar al asesino. Y punto.
De pronto suena el móvil de Alan.
—¿Sí? —contesta. Cierra los ojos y me estremezco de temor, pero cuando vuelve a abrirlos veo en ellos una expresión de alivio—. Gracias, Leo. Te agradezco que me hayas llamado. —Alan cuelga—. Callie aún no ha recobrado el conocimiento, pero su estado ha pasado de crítico a estable. Sigue en la UCI, pero el médico ha dicho a Leo que ya no temen por su vida, a menos que ocurra un imprevisto.
—Estoy segura de que Callie superará esto. Es una mujer muy tozuda —digo.
James no dice nada y el silencio vuelve a imponerse en el coche mientras seguimos avanzando.
—Ya hemos llegado —murmura Jenny.
Es una casa vieja y un tanto destartalada. El jardín muestra un aspecto descuidado, pero no está abandonado por completo. Todo el lugar ofrece un aire de deterioro, pero aún se sostiene en pie. Salimos del coche y nos encaminamos a la puerta. Ésta se abre antes de que tengamos tiempo de llamar.
Patricia Connolly tiene un aspecto envejecido y cansado. Pese a ello, sus ojos están alerta.
Y muestran una expresión de temor.
—Son policías, ¿verdad? —dice.
—Sí, señora —respondo—. Somos miembros del FBI —añado mostrándole mis credenciales y presentándome a mí misma y a mis compañeros—. ¿Podemos pasar, señora Connolly?
La mujer me mira frunciendo el ceño.
—Desde luego, a condición de que no me llame señora Connolly.
—Como usted diga, señora —contesto ocultando mi perplejidad—. ¿Cómo prefiere que la llame?
—Señorita Connolly. Connolly es mi apellido, no el de mi difunto esposo. Que espero que se abrase en el infierno. —La mujer abre más la puerta para que entremos—. Pasen.
El interior de la casa está limpio y ordenado, pero carece de personalidad. Como si su dueña sólo se ocupara de ella por pura costumbre. Emana un aire bidimensional.
Patricia Connolly nos conduce al cuarto de estar, indicándonos que nos sentemos.
—¿Les apetece tomar algo? —pregunta—. Sólo puedo ofrecerles agua o café.
Miro a mi equipo y todos menean la cabeza en sentido negativo.
—No, gracias, señorita Connolly.
La mujer asiente con la cabeza y fija la vista en sus manos.
—Bien, entonces díganme el motivo de su visita.
Al decir esto no levanta la vista de sus manos, incapaz de mirarme a los ojos.
—¿Por qué no nos dice usted el motivo de nuestra visita, señorita Connolly?
La anciana levanta la cabeza bruscamente y observo que yo estaba en lo cierto. Sus ojos dejan entrever un sentimiento de culpa.
Pero no está dispuesta a hablar.
—No tengo la menor idea.
—Miente —replico con una aspereza que me sorprende. Alan me mira asombrado.
No puedo remediarlo. Estoy harta de andarme con miramientos. Estoy hasta la coronilla y no puedo contener mi furia. Me inclino hacia delante, la miro a los ojos y la señalo con el dedo.
—Hemos venido para hablar de su hijo, señorita Connolly. Para aclarar el asesinato de una madre, una amiga mía, violada y destripada como un ciervo. Hemos venido por su hija, que el asesino dejó atada al cadáver de su madre durante tres días. —Prosigo alzando la voz—: Hemos venido para atrapar a un individuo que se dedica a torturar mujeres. Y por una agente del FBI, otra amiga mía, que en estos momentos está postrada en la cama de un hospital y que quizá quede incapacitada para siempre. Hemos venido…
La mujer se levanta apresuradamente tapándose los oídos con las manos.
—¡Basta! —grita. Luego deja caer las manos y agacha la cabeza—. Por favor…, basta. —Con la misma rapidez con que ha reaccionado, se deshincha como un globo al caer en tierra. La mujer se reclina en el asiento.
Patricia emite un suspiro, una larga exhalación como si soltara por fin algo más antiguo que este momento.
—Por más que crea saber por qué ha venido —dice mirándome—, no lo sabe. Cree que han venido para aclarar los casos de esas pobres mujeres. —La mujer mira a Don Rawlings—. O de esa pobre chica a la que mataron hace más de veinte años. Todo forma parte de lo mismo. Pero han venido debido a algo mucho más antiguo que esos casos.
Yo podría interrumpirle, contarle lo del fragmento de carne bovina en el frasco y hablarle de Jack Jr., pero algo me dice que la deje seguir hablando.
—Es curioso que a veces no nos fijemos en lo más importante de una persona. Incluso de una persona a la que queremos. Es injusto. Si un hombre es cruel y acaba convirtiéndose en un maltratador de mujeres, debería haber algún signo que lo indicara, ¿no cree?
—Sí, lo he pensado en muchas ocasiones, señora —respondo—. Debido a mi trabajo.
—Es lógico —contesta Patricia mirándome—. Entonces también debe saber que no es así. De hecho, muchas veces ocurre justamente lo contrario. Las personas más crueles a veces parecen las más bondadosas. El seductor puede ser un asesino. —Patricia se encoge de hombros—. El aspecto no indica nada.
»Claro está que, cuando se es joven, uno no se preocupa de esas cosas. Conocí a Keith, mi marido, cuando tenía dieciocho años. Él tenía veinticinco y era uno de los hombres más apuestos que he conocido jamás. No exagero. Medía un metro ochenta de estatura, era moreno y tenía las facciones de un actor de cine. Cuando se quitaba la camisa…, digamos que tenía un cuerpo que concordaba con su cara. —Patricia sonríe. Es una sonrisa triste—. Cuando empezó a mostrarse interesado en mí, me enamoré de él desde el primer momento. Como muchos jóvenes, yo estaba convencida de que mi vida era muy aburrida. Keith era guapo y encantador. Justo lo que yo necesitaba. —Patricia se detiene y nos mira a todos—. Por cierto, eso ocurrió en Texas. No nací en California. —Sus ojos muestran una expresión remota—. En Texas, una tierra de llanuras, calurosa y aburrida.
»Keith me hizo la corte, aunque no fue una persecución al estilo de un maratón, sino más bien un sprint. Le hice correr lo suficiente para demostrarle que no me conquistaría fácilmente. En aquel entonces no me di cuenta, pero Keith me caló enseguida. Sabía perfectamente que yo ya estaba loca por él, pero fingió no darse cuenta porque le divertía. Podría haberme propuesto que me fugara con él y yo hubiera accedido. Keith lo sabía, pero prefirió hacerme la corte al estilo tradicional.
»Todo lo que hacía Keith lo hacía bien. Era un artista a la hora de fingir que no era un monstruo. Se comportaba como el perfecto caballero, romántico como los héroes que yo había visto en el cine o sobre los que había leído en las novelas. Amable, romántico, guapo… Pensé que había conocido a mi hombre ideal. El hombre que toda joven piensa que se merece y que está destinada a encontrar.
La voz y la sonrisa de Patricia denotan una profunda amargura.
—Debo decirles que mi vida familiar era complicada. Mi padre tenía mucho genio. No es que pegara a mi madre todos los días, ni siquiera una vez a la semana. Pero sí todos los meses. Recuerdo haberle visto propinar un bofetón o un puñetazo a mi madre desde que tengo uso de razón. Mi padre nunca me puso la mano encima, pero más tarde comprendí que no lo hizo no porque no lo deseara, sino porque sabía que si me tocaba no sería para golpearme. ¿Comprende? —me pregunta Patricia arqueando una ceja.
Desgraciadamente, sí.
—Sí —respondo.
—Creo que Keith también lo comprendió. Estoy segura. Una noche, al cabo de un mes de conocernos, me pidió que me casara con él.
Patricia suspira al recordar.
—Eligió la noche perfecta para proponerme matrimonio. Era una noche de luna llena y el aire era fresco sin ser frío. Una noche preciosa. Keith me trajo una rosa y me dijo que se iba a California. Quería que yo le acompañara, que nos casáramos. Dijo que yo tenía que alejarme de mi padre, que me amaba y que no debíamos desaprovechar esa oportunidad. Como es natural, yo accedí.
Patricia cierra los ojos y guarda silencio durante unos momentos. Deduzco que recuerda que ése fue el momento en que tomó el camino equivocado que la sumió en las tinieblas para siempre.
—Nos marchamos cuatro días más tarde, en secreto. No me despedí de mis padres. Recogí las pocas pertenencias que tenía y me fugué de noche. Jamás volví a ver a mis padres.
»Fue una época muy excitante. Me sentía libre. La vida me sonreía. Me había fugado con un hombre guapo y encantador dispuesto a casarse conmigo, había escapado de un lugar aburrido, era joven y el futuro se abría ante mí. —La voz de Patricia cambia, adopta un tono monocorde—. Llegamos a California al cabo de cinco días. Dos días más tarde nos casamos. Y en nuestra noche de bodas comprendí que el futuro que me esperaba era el infierno.