El hombre sombra

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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: El hombre sombra
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Un cuerpo lleno de cicatrices y pesadillas cada noche es todo lo que le queda a Smoky. La mejor jefa del equipo FBI nunca imaginó que ella también sería una víctima, que una noche un maníaco entraría en su casa y mataría a su marido y su hija. Aunque ella misma acabó con el asesino, ahora sólo le queda la soledad insoportable. Sin embargo, descubre otro motivo para vivir: está dejando un reguero de cadáveres. Smoky reúne a su viejo equipo y vuelve a escarba en los secretos más íntimos de Smoky y saca a la luz recuerdos a los que nadie podría enfrentarse sin perder la cordura.

Cody Mcfadyen lleva a la novela de asesinos en serie hasta un territorio que nadie se había atrevido a explorar. Un relato que sorprende, conmociona, aprieta el corazón al lector en un puño y no lo suelta hasta la última página.

Cody McFayden

El hombre sombra

ePUB v1.0

NitoStrad
22.02.13

Título original:
Shadow Man

Autor: Cody McFayden

Fecha de publicación del original: febrero de 2007

Traducción: Camila Batlles Vinn

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Para mis padres, por animarme a tomar el camino menos trillado.

Para mi hija, por regalarme el don de la paternidad.

Para mi esposa, por su inquebrantable fe

su inagotable inspiración y su amor eterno.

SUEÑOS Y SOMBRAS
1

H
E tenido uno de mis sueños. Son tres: dos son preciosos, uno violento, pero todos me dejan temblando y sola.

El sueño que he tenido esta noche se refiere a mi marido. Es más o menos así:

Podría decir que me besó en el cuello y dejarlo así, simplemente. Pero sería mentira, en el aspecto más elemental de la palabra.

Sería más veraz decir que yo anhelaba que me besara en el cuello, con cada molécula de mi ser, con cada centímetro ardiente de mi cuerpo, y cuando me besó, sus labios eran los labios de un ángel, que había sido enviado del cielo para atender mis fervientes plegarias.

Yo tenía entonces diecisiete años, lo mismo que él. Era una época en la que no existía nada insulso ni oscuro. Sólo había pasión, cantos afilados y una luz tan intensa que hería el alma.

Matt se inclinó hacia delante en la penumbra del cine y dudó (¡Dios!) unos instantes y yo (¡Dios!) me estremecí al borde del precipicio, pero fingí serenidad, y ¡Dios!, ¡Dios!, ¡Dios!, Matt me besó en el cuello, y me sentí como en el paraíso, y en aquel momento comprendí que permanecería junto a él el resto de mi vida.

Matt era mi alma gemela. Sé que la mayoría de las personas no la encuentran nunca. Leen sobre ella, o se ríen de ese concepto. Pero yo había hallado mi alma gemela en Matt a los diecisiete años y no me había separado nunca de él, ni siquiera cuando yacía agonizando en mis brazos, ni siquiera cuando la muerte lo había arrancado de mi lado mientras yo gritaba como una posesa, ni siquiera ahora.

Actualmente el nombre de Dios significa sufrimiento: ¡Dios, Dios, Dios, cuánto lo echo de menos!

Me despierto sintiendo el fantasma de ese beso sobre mi ruborizada piel de una joven de diecisiete años, y me doy cuenta de que no tengo diecisiete años, y que Matt ha dejado de envejecer. La muerte lo ha preservado para siempre a la edad de treinta y cinco años. Para mí siempre tendrá diecisiete años, siempre se inclinará hacia delante, siempre me rozará el cuello con sus labios en ese momento ideal.

Extiendo la mano hacia el lugar que Matt ocupaba en el lecho y experimento un dolor tan repentino y lacerante que me pongo a rezar a la vez que me echo a temblar, implorando morir y dejar de sentir ese dolor. Pero como es lógico sigo respirando y al poco rato el dolor remite.

Echo de menos todo lo que él representaba en mi vida. No sólo los aspectos positivos. Echo de menos sus defectos en la misma medida en que echo de menos sus maravillosas cualidades. Echo de menos su impaciencia, su ira, la mirada condescendiente que me dirigía a veces cuando me enfadaba con él. Echo de menos que me irritara el hecho de que siempre se olvidaba de poner gasolina, y el depósito casi siempre estaba vacío cuando me disponía a partir hacia algún lugar.

A menudo pienso que nunca se te ocurren esas cosas cuando imaginas lo que sentirías si perdieras a un ser querido. Que no sólo echarás de menos las flores y los besos, sino todo lo relacionado con él. Añoras los fallos y las pequeñas maldades con la misma desesperación que echas de menos que te abrace durante la noche. Ojalá Matt estuviera aquí en estos momentos y yo le besara. Ojalá estuviera aquí en estos momentos y yo le traicionara. Cualquiera de esas dos opciones estaría bien siempre y cuando él estuviera en estos momentos junto a mí.

A veces, cuando las personas se arman de valor y me preguntan qué se siente al perder a un ser querido, respondo que es duro, nada más.

Podría decirles que es como si te crucificaran el corazón. Podría decirles que la mayoría de días que siguieron a su muerte yo gritaba sin parar, incluso cuando me desplazaba a través de la ciudad, con la boca cerrada, aunque no emitía sonido alguno. Podría decirles que tengo este sueño cada noche, y que cada mañana pierdo de nuevo a mi marido.

Pero ¿por qué voy a amargarles el día? Sólo les digo que es duro. Lo cual suele satisfacer su curiosidad.

Éste es uno de esos sueños que hace que me levante de la cama temblando.

Miro la habitación vacía, y me vuelvo hacia el espejo. He llegado a odiar los espejos. Algunos dirían que es normal. Que todos lo hacemos, que nos colocamos bajo el microscopio de nuestra imagen reflejada y nos fijamos en nuestros defectos. A las mujeres guapas se les crean unas arrugas de angustia y preocupación al mirarse en el espejo en busca precisamente de arrugas. Las chicas adolescentes que tienen unos ojos bonitos y un cuerpo de infarto se echan a llorar porque no les gusta el color de su pelo, o porque creen que tienen la nariz demasiado grande. Es el precio por juzgarnos a través de los ojos de los demás, una de las plagas de la raza humana. Y yo estoy de acuerdo.

Pero la mayoría de las personas no ven lo que veo yo cuando me miro en el espejo. Esto es lo que veo cuando me coloco ante el espejo:

Tengo una cicatriz horrenda, de aproximadamente un centímetro y medio de ancho, que arranca en el centro de mi frente, junto a la raíz del pelo. Se prolonga hacia abajo en línea recta y luego dibuja un giro de casi noventa grados a la izquierda. Me falta la ceja izquierda; la cicatriz ha usurpado su lugar. Atraviesa mi sien y desciende dibujando un caprichoso bucle sobre mi mejilla. Se extiende en un trazo irregular hacia mi nariz, atraviesa el caballete, retrocede en diagonal a través de mi fosa nasal izquierda y por fin desciende a través del maxilar y el cuello, deteniéndose en la clavícula.

Produce un gran impacto. Cuando me miran de perfil, todo parece normal. Tienen que mirarme de frente para contemplar todo el cuadro.

Todo el mundo se mira en el espejo al menos una vez al día, o ven su imagen reflejada en los ojos de los demás. Y saben a qué atenerse. Saben lo que van a ver, lo que los otros verán. Yo ya no veo lo que espero ver. Mi imagen reflejada es la de una extraña, que me mira tras una máscara que no me puedo quitar.

Cuando me miro desnuda en el espejo, como en estos momentos, veo el resto de mi cuerpo. Tengo lo que sólo puede describirse como un collar de cicatrices circulares del diámetro de un puro, que se extienden desde la parte inferior de un lado de mi clavícula hasta el otro. Otras cicatrices atraviesan mis pechos, se prolongan a través de mi esternón y mi vientre y culminan justo encima de mi pubis.

Las cicatrices tienen el diámetro de un puro porque me las hicieron con un puro.

Si uno es capaz de obviar esas cicatrices, no tengo mal aspecto. Soy menuda, mido un metro cincuenta de estatura. No estoy flaca, pero tengo buen tipo. Mi marido decía que yo tenía un cuerpo «exuberante». Solía decir que se había casado conmigo, aparte de por las virtudes de mi mente, mi corazón y mi alma, por mis «tetas del tamaño de una boca y mi culo en forma de corazón». Tengo el pelo largo, espeso, oscuro y rizado que me llega casi hasta el susodicho culo.

A Matt también le encantaba mi pelo.

Para mí es difícil ver más allá de esas cicatrices. Las he visto cien veces, quizá mil. Siguen siendo lo único que veo cuando me miro en el espejo.

Me las hizo el hombre que mató a mi marido y a mi hija. Y a quien yo maté posteriormente.

Al pensar en esto siento que me invade un vacío inmenso. Inmenso, oscuro e impotente. Es como hundirse en una gelatina inerte.

No importa. Ya estoy acostumbrada.

Así es mi vida ahora.

No duermo más de diez minutos, y sé que esta noche no volveré a conciliar el sueño.

Recuerdo que hace unos meses me desperté de madrugada, al igual que ahora. En esa ocasión fue entre las tres y media y las seis de la mañana, cuando te sientes, si uno está despierto a esa hora, como la única persona que existe en la Tierra. Había tenido uno de mis sueños, como de costumbre, y sabía que no volvería a pegar ojo.

Me puse una camiseta y el pantalón de un chándal, me calcé mis viejas zapatillas de deporte y salí. Corrí y corrí a través de la noche, hasta que tenía el cuerpo cubierto de sudor, hasta que mi ropa y mis zapatillas de deporte estaban empapadas. Seguí corriendo. No dosificaba mis fuerzas y respiraba trabajosamente. El frío aire matutino me lastimaba los pulmones. Pero no me detuve, sino que apreté el paso, moviendo las piernas y los codos con energía, corriendo tan deprisa como podía, atolondradamente.

Me detuve en la acera frente a una de esas pequeñas tiendas de alimentos y artículos de uso común que abundan en el Valley, jadeando, tosiendo y sintiendo un regusto a bilis. Un par de fantasmas madrugadores como yo me observaron y luego desviaron la vista. Me enderecé, me enjugué la boca y entré en la tienda.

—Déme un paquete de cigarrillos —dije al propietario tratando de recuperar el resuello.

Era un hombre de cincuenta y tantos años, que parecía indio.

—¿Qué marca desea?

La pregunta me sorprendió. Hacía años que había dejado de fumar. Miré los estantes situados detrás del anciano y me fijé en las cajetillas de Marlboro, que había sido mi marca preferida.

—Marlboro. De color rojo.

El hombre me entregó la cajetilla y marcó el precio en la caja registradora. Entonces me di cuenta de que iba vestida con un chándal y no llevaba dinero. En lugar de sentirme turbada, me enojé.

—Me he dejado la cartera —dije alzando el mentón con gesto desafiante. Retándole a no darme la cajetilla o a humillarme de alguna forma.

El hombre me miró unos momentos, durante lo que supongo que los escritores denominarían «una pausa elocuente». Luego se relajó.

—¿Ha salido a correr? —me preguntó.

—Sí, para huir de mi difunto marido. Es mejor que suicidarme, ¿no cree? ¡Ja, ja!

Las palabras me sonaron raras. Un poco estridentes, un poco entrecortadas. Supongo que estaba un poco loca. Pero en lugar de la mirada de estupor o desconcierto que anhelaba que me dirigiera el hombre en esos momentos, éste me miró con una expresión afable. No de lástima, sino comprensiva. Asintió con la cabeza, alargó el brazo a través del mostrador y me ofreció la cajetilla de tabaco.

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