Alan me mira durante largo rato. James está callado, esperando.
—Hillstead tratará de matarse y de paso te matará a ti también —dice Alan.
Asiento con la cabeza.
—Lo sé. Tendré que anticiparme a él.
Alan retira mis manos de sus hombros y las sostiene unos momentos. Tiene unas manos enormes, duras, pero al mismo tiempo suaves.
—Tienes que ser más rápida que él, Smoky —dice. Su voz se quiebra.
Me suelta las manos y se aparta. Saca su pistola, comprueba si está cargada y echa a andar hacia el coche.
—Vamos —dice.
Se tambalea, pero no se cae.
¿Y nosotros?, pregunta el dragón. ¿Acabaremos con él, trituraremos sus huesos?
Es una pregunta retórica y no respondo.
De camino a casa de Hillstead llamo a Tommy por teléfono.
—¿Me estás siguiendo? —le pregunto.
—Sí.
—Las cosas han cambiado. —Le informo sobre las últimas novedades.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que vayas a su casa y esperes. Si le ves salir solo, significa que se nos ha escapado de las manos.
—¿Y?
—En ese caso, quiero que lo mates.
Se produce una larga pausa antes de que Tommy responda con su acostumbrada flema:
—De acuerdo.
—Gracias, Tommy.
—Oye, Smoky, procura que no te tirotee. Sigo queriendo comprobar si esto va a conducirnos a alguna parte o no. —Tras decir esto cuelga.
Enfilamos el camino de acceso. Todo presenta un aspecto normal. Apacible y silencioso, la imagen habitual de una zona residencial. Cuando apago el motor del coche, empieza a sonar mi móvil.
—Barrett.
—Ha llegado antes de la hora convenida, Smoky. ¡Me siento orgulloso de usted! Le informaré sobre lo que debe hacer. Usted entrará por la puerta principal. Sus amigos se quedarán fuera. Si no se cumple alguna de esas condiciones, mataré a Elaina y a la pequeña Bonnie. ¿Está claro?
—Muy claro.
—Entonces adelante, ya puede entrar.
Hillstead cuelga. Saco mi pistola, compruebo que esté cargada y dejo que se acomode en mi mano. Un ave mortífera de acero negro y reluciente. Casi me parece oírla canturrear.
—Voy a entrar, vosotros esperad fuera. Son las reglas de Hillstead.
—No me vengas con esas chorradas —protesta Alan. Su voz denota desesperación.
Le miro fijamente a los ojos.
—Yo me encargo de esto, Alan. —Dejo que vea al dragón, que lo oiga rugir—. No fallaré —digo mostrándole mi pistola.
Él mira la pistola. Se humedece los labios. Su rostro refleja al mismo tiempo rabia e impotencia, una pugna inútil, una furia provocada por el dolor. Pero traga saliva y asiente con la cabeza. Miro a James, que también asiente.
¿Qué más queda por decir? Me vuelvo, sosteniendo la pistola junto a mi muslo, y echo a andar por el sendero hacia la puerta de entrada de Hillstead. Apoyo la mano en el pomo y lo giro. El corazón me late aceleradamente, la sangre me bulle en las venas. Siento al mismo tiempo temor y euforia. Entro en la casa y cierro la puerta a mi espalda.
—Suba, querida Smoky —oigo decir a Hillstead. Su voz proviene de la segunda planta.
Subo la escalera lentamente. El cuello me suda. Llego a lo alto de la escalera.
—Estamos aquí, agente Barrett.
Entro en el dormitorio, empuñando la pistola. Lo que veo consigue el efecto que Hillstead se ha propuesto: me quedo helada de terror.
Elaina está atada a la cama. Está desnuda, sujeta de pies y manos. Siento un sabor a bilis en la boca al ver que Hillstead ya le ha infringido unos cortes. Ha trazado un juego de tres en raya sobre el vientre de Elaina. Le ha hecho un corte alargado sobre sus pechos. La miro a los ojos y lo que observo en ellos me alivia. Está aterrorizada, pero muestra una actitud desafiante. Lo que significa que Hillstead no ha logrado aún quebrantar su resistencia.
Peter está sentado a los pies de la cama, en una butaca. Tiene a Bonnie sobre sus rodillas y sostiene una navaja contra su yugular. La pequeña muestra también una actitud desafiante, pero sus ojos expresan un sentimiento adicional que los de Elaina no muestran: odio. Si la niña pudiera matar a este hombre que asesinó a su madre, no dudaría en hacerlo.
—¿No tiene una sensación de
déjà vu
?, agente Barrett. Como verá, aún no he tocado el rostro de Elaina. —Peter se ríe—. Se me ha ocurrido incorporar a este escenario varios elementos del dolor y la psicosis que usted experimenta. Tenemos la destrucción de algo hermoso, un motivo recurrente del problema que la aflige. Tenemos los cortes y la desfiguración. Y por último, lo mejor de todo, tenemos a su hija Alexa, el escudo humano.
Alzo mi pistola, pero Peter mueve la cabeza de Bonnie para ocultar la suya. Oprime la navaja contra su cuello y brota una gota de sangre.
—No nos pongamos desagradables —dice—. He dispuesto también una butaca para usted. Siéntese. Tómese un respiro, como suele decirse —Peter asoma de nuevo la cara y sonríe—. Como en los viejos tiempos.
«¡Tritúrale los huesos!», brama el dragón.
Calla, digo. Tengo que concentrarme.
Miro a mi alrededor, veo la butaca que Peter ha indicado. Como es natural, está situada frente a él. Sí, es como en los viejos tiempos, tal como él ha dicho. Me siento en la butaca.
—¿Se propone seguir analizándome? —pregunto.
Peter se echa a reír y menea la cabeza.
—Esa fase ya la hemos superado ambos. No tengo más opiniones que ofrecerle sobre usted.
—Entonces, ¿qué quiere?
Tiene los ojos risueños, lo cual resulta grotesco en este contexto.
—Quiero hablar con usted, Smoky. Y luego quiero ver qué sucede.
Miro sus rodillas. Podría destrozárselas a balazos en un abrir y cerrar de ojos. Y pum, pum rematarlo con un disparo a su cabeza. Respiro hondo, le meto tres balazos y adiós Peter.
Alzo la pistola al tiempo que pienso en ello. Apunto el cañón a sus rodillas, sé que no erraré el tiro, es una sensación visceral. Sé muy bien cuántos kilos de presión se requieren para apretar el gatillo. Sé cuántos centímetros tendré que mover el cañón después del primer disparo para destrozarle la otra rodilla. Son pensamientos automáticos, un cálculo avanzado inconsciente.
Pero no es así.
Porque la mano que empuña la pistola está temblando.
Más que temblar, se agita violentamente.
Cierro los ojos y bajo la mano. Peter suelta una carcajada.
—¡Smoky! ¡Quizá me haya equivocado! Quizá debamos continuar con nuestras sesiones de terapia.
Siento que está a punto de invadirme el pánico, precipitándose lentamente hacia mí como una ola oscura en una playa de noche. Miro el rostro de Bonnie y me sorprende comprobar que me mira fijamente. Sus ojos expresan confianza.
Pestañeo y su cara se hace borrosa. Pestañeo de nuevo. Bonnie se convierte en Alexa.
Los ojos de Alexa expresan ira en lugar de confianza.
A fin de cuentas, Alexa sabe lo que ocurrió.
En mis oídos resuena un leve zumbido.
¿Un zumbido? No. Ladeo la cabeza y aguzo el oído. Es una voz. Demasiado lejana y tenue para oír lo que me dice.
—¿Smoky? ¿Está con nosotros?
La voz de Hillstead hace que vea de nuevo el rostro de Bonnie.
De pronto me doy cuenta de que estoy perdiendo el juicio. Aquí, en estos momentos. Cuando más me necesitan.
Dios santo.
Me aclaro la garganta y digo:
—Me dijo que quería hablar conmigo. Pues aquí me tiene. —Mi voz no suena convincente, pero al menos suena sensata.
Estoy empapada en sudor.
Tras una pausa, Hillstead dice:
—¿Cree que lamento la situación en la que me encuentro? Si es así, se equivoca. Mi padre me enseñó a tener unos principios. Uno de sus dichos favoritos era: «Lo que cuenta no es cuánto tiempo vives, sino la maestría con que matas cuando estás vivo». —Hillstead achica los ojos y me mira—. ¿Comprende? Ser fiel a mi linaje, al ejemplo del Hombre Sombra, no consiste tan sólo en matar a putas y burlarme del FBI. Consiste en tener cierto… estilo. Consiste en el carácter el asesinato, no sólo en el acto —afirma Hillstead con orgullo—. Os rajamos con una navaja de plata y bebemos vuestra sangre en una copa del más fino cristal. Os estrangulamos con un chal de seda mientras lucimos un traje de Armani. —Peter asoma la cabeza detrás de la de Bonnie—. Cualquier idiota puede asesinar. Pero mis antepasados y yo hacemos historia. Nos convertimos en inmortales.
Tengo que ganar tiempo, me digo. Porque vuelvo a oír en mi mente esa voz tenue y sé con toda certeza que lo que me dice es importante.
—Usted no tiene hijos —digo—. De modo que el linaje termina con usted. Lo cual da al traste con la inmortalidad.
Hillstead se encoge de hombros.
—Los genes aflorarán de nuevo. ¿Quién sabe si no deposité mi semilla en otros lugares? —pregunta sonriendo—. No he sido el primero y dudo que sea el último. Nuestra raza sobrevivirá.
Se me ocurre una idea terrorífica. ¿Es posible que yo no desee salvar a Bonnie? ¿Qué una parte de mi ser crea que no sería justo para Alexa?
Siento que mis manos tiemblan en mi regazo, que se crispan espasmódicamente al sostener de la culata de la pistola.
La voz que suena en mi mente sigue siendo tenue, pero ha adoptado un tono más apremiante.
—¿Raza? —pregunto a Hillstead frunciendo el ceño—. ¿A qué raza se refiere?
—A los cazadores primigenios. A los depredadores que caminan con dos piernas.
—Ah, ya. Esas gilipolleces.
Contengo el aliento al ver que Hillstead crispa la mano con la que sostiene la navaja contra el cuello de Bonnie. Pero luego se relaja y sonríe.
—El caso, Smoky, es que no importa que me haya atrapado. En última instancia, yo fui fiel a mi linaje. Eso es lo único que cuenta. Más fiel que mi padre, que nunca encontró a su Abberline. ¿Mis acólitos? —Hillstead me produce la sensación de un ave que se pavonea satisfecha—. Eso es una originalidad por mi parte. —Me mira de nuevo—. Por lo demás, tengo un par de ofertas que hacerle. Unas ofertas divertidas.
Por primera vez, desde que la mano con que empuño la pistola comenzó a temblar, la voz que oigo en mi cabeza enmudece.
—¿Qué clase de ofertas? —preguntó atemorizada.
—Unas cicatrices de por vida, Smoky. Quiero dejar mi impronta en usted y ofrecerle algo a cambio.
—¿A qué carajo se refiere?
—¿Me creería si le dijera que a cambio de que se descerraje un tiro dejaré libres a Bonnie y Elaina?
—Por supuesto que no.
—Ya. Pero ¿y si le dijera que se hiciera unos cortes en la cara con un cuchillo a cambio de que yo deje libre a Elaina…?
Mi temor aumenta. Empiezo a sudar de nuevo.
—Aaaah… ¿Lo ve? Eso es lo divertido de plantear esas posibilidades, Smoky. Ese escenario le parece más plausible, ¿no es así? —pregunta Hillstead riendo—. Las posibilidades son infinitas. Usted puede no hacer nada, seguimos como hasta ahora, y quizá consiga sacarlas de este aprieto, o quizá mueran las dos. Si se hace unos cortes en la cara, quizá yo esté mintiendo y sigamos como hasta ahora…, pero sólo se habrá producido unos cortes. No es lo mismo que morir. O puede hacerse unos cortes en la cara y yo dejar libre a Elaina, y la posibilidad de que eso ocurra significa que merece la pena tener en cuenta el segundo escenario. Lo peor, por lo que a usted respecta, es que yo esté diciendo la verdad. Es creíble que yo deje libre a Elaina a cambio de divertirme viendo cómo usted se destroza más la cara, ¿no? Sobre todo si retengo a esta muñeca a modo de escudo.
Aún no he respondido. El temor ha dado paso a las náuseas, a una grasienta sensación como si se me revolvieran las tripas. Hillstead no se equivoca. Es una posibilidad que debo tener en cuenta. Su oferta es atroz, pero soportable. Como cualquier apuesta, yo podría perder, pero la recompensa si ganara… ¿Merece la pena intentarlo?
Sí, probablemente.
«¡No, no, no! —protesta el dragón—. ¡Tritúrale los huesos!»
Cállate, le digo.
La otra voz sigue muda. Sigue allí, pero no dice nada. Espera.
—¿Me ha hecho esa oferta en firme, Peter? —pregunto.
—Por supuesto. Hay un cuchillo entre el cojín y el brazo de su butaca.
Deposito la pistola sobre mi regazo y paso los dedos sobre el borde del cojín hasta sentir el frío tacto del acero. Sigo palpando hasta dar con el mango, lo agarro y saco el cuchillo.
—Mírelo.
Hago lo que Hillstead me dice. Es un cuchillo de caza. Destinado a cortar carne.
—Unas cicatrices —murmura Hillstead—. Unos recordatorios. Como… unos anillos en un árbol que señalan el paso del tiempo. —Peter asoma un ojo detrás de la cabeza de Bonnie y lo fija en mí. Observo sus movimientos, casi lo siento sobre mi rostro. Como unas manos suaves acariciando mis cicatrices. Amorosamente, en cierto sentido—. Quiero dejar mi impronta sobre usted, mi querida Abberline. Quiero que cuando se mire en el espejo me vea. Siempre.
—¿Y si acepto?
—Dejaré que utilice ese cuchillo para cortar las ligaduras de Elaina. Pase lo que pase luego, su amiga saldrá de aquí viva e ilesa.
La mujer de Alan se esfuerza en hablar a través de su mordaza. La miro. Menea la cabeza al tiempo que con sus ojos dice «no, no, no…»
Miro de nuevo el cuchillo. Pienso en mi rostro, que se convertirá en un mapa de carreteras del dolor. Ha significado la pérdida de todo. Eso es lo que mis cicatrices me recuerdan. Quizá la cicatriz que Hillstead quiere que me haga en la cara me recordará que salvé a Elaina. Quizá no sea más que otra cicatriz. Quizá muramos aquí todos y me entierren con esa herida que no llegó a cicatrizar.
Quizás apoye mi pistola contra mi sien y apriete el gatillo. ¿Me temblaría también la mano si disparara contra mí misma?
Todo me da vueltas. Bonnie se convierte en Alexa, Alexa se convierte en Bonnie. Oigo el estruendo del océano en mi cabeza. Me siento al mismo tiempo serena y aterrorizada.
Estoy perdiendo la razón, sí. No cabe duda.
Aparto los ojos de Elaina.
—¿Dónde? —pregunto.
El ojo que asoma detrás de la cabeza de Bonnie se abre exageradamente. Observo unas arruguitas en el borde. Hillstead está sonriendo.
—Una petición bien simple, Smoky. Dejaremos un lado de su rostro intacto. Quiero que vista de un perfil sea la Bella y del otro la Bestia. Así pues, en el lado izquierdo. Un solo corte, desde debajo del ojo hasta la comisura de esa preciosa boca.