El hombre inquieto (39 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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Wallander cerró el sobre y volvió a la cama. La ventana estaba entreabierta. Se oían en la distancia los acordes de una melodía y el rumor jovial de una fiesta. Y al otro lado de la ventana se oía el rumor de la brisa entre el césped. Fue un acierto mudarse del apartamento de Mariagatan, se decía. En el campo percibía sonidos que jamás había oído antes. Y aromas, desde luego.

Se quedó despierto en la cama pensando en la visita de aquella tarde a la comisaría. No lo había planeado, pero como su ordenador estaba estropeado, se fue a Ystad hacia las nueve de la noche. A fin de no cruzarse con los colegas que tenían guardia nocturna entró por el sótano, marcó el código de la puerta y llegó a su despacho sin encontrarse con nadie por el camino, pero sí oyó al pasar la conversación procedente de una de las salas. Uno de los interlocutores estaba muy ebrio. Wallander se alegró de no ser él el encargado del interrogatorio. Justo antes de irse de vacaciones hizo un esfuerzo y redujo la altura de los montones de papeles que atestaban su escritorio, que ahora casi invitaba al trabajo. Dejó la cazadora en la silla para las visitas y encendió el ordenador. Mientras esperaba a que arrancase con su habitual ronroneo, sacó dos carpetas que tenía bajo llave en un cajón. Una se titulaba «Louise», la otra «Håkan». Lo había escrito con un bolígrafo que perdía tinta y que había emborronado los nombres. Dejó a un lado la primera carpeta y se centró en la segunda. Entretanto, pensaba en la conversación mantenida hacía unas horas con Linda, que lo llamó cuando Klara estaba dormida y Hans había ido a una tienda que cerraba tarde para comprar pañales. Su hija le refirió sin ambages lo que contestó Hans a sus preguntas sobre el dinero de sus padres, sobre la relación de su madre con la RDA y sobre si había alguna otra cosa que no le hubiese contado. En un primer momento se mostró herido, como si Linda desconfiase de él. Y necesitó un buen rato para convencerlo de que sus preguntas no tenían otro fin que aclarar lo que les había sucedido a sus padres. Y que, pese a todo, se movían en la frontera del asesinato. Hans se tranquilizó finalmente, comprendió su interés y le contestó lo mejor que supo.

Wallander sacó un folio doblado que tenía en el bolsillo del pantalón y lo alisó. En él había anotado los datos más importantes ofrecidos por Linda.

Cuando Hans empezó en su actual trabajo, sus padres le pidieron que se convirtiese en su banquero particular, no antes. Se trataba entonces de administrar una cantidad de dos millones escasos, que en la actualidad se habían convertido en dos millones y medio. Justificaron esas sumas aduciendo una actitud ahorrativa, así como la herencia de un pariente de Louise, pero Hans ignoraba cuánto procedía de la herencia y cuánto del ahorro y la fortuna de sus padres. El familiar se llamaba Hanna Edling, fallecida en 1976, que había sido propietaria de varias tiendas de ropa en el oeste de Suecia. No había irregularidades fiscales, aunque Håkan protestaba todos los años por el impuesto sobre el patrimonio, que él consideraba un mero método confiscatorio de los socialdemócratas. Cuando tal impuesto dejó de existir, Hans le explicó a su padre, con cierto pesar, que aquello le supondría un ahorro de algunas coronas más.

—Hans me explicó que sus padres tenían una actitud muy particular con respecto al dinero —le dijo Linda—.
No hay que hablar de dinero, hay que tenerlo
.

—Si fuera así de sencillo —respondió Wallander—. Así habla de dinero la clase alta, vamos.

—Es que ellos
son
clase alta —precisó Linda—. Y tú lo sabes. No perdamos el tiempo en eso.

Hans solía presentarles las ganancias y, de haberlas, también las pérdidas, dos veces al año. En alguna ocasión aislada, Håkan lo había llamado para comentarle alguna inversión atractiva sobre la que había leído en la prensa, pero jamás se preocupaba por comprobar si Hans seguía o no su sugerencia. En cuanto a las implicaciones de Louise en las gestiones financieras, éstas eran aún más infrecuentes. Pero en una ocasión, el año anterior, Louise solicitó un reintegro de doscientas mil coronas del capital que tenían invertido. Hans se sorprendió, pues no era normal que sus padres quisieran disponer de tanto dinero. Además solía ser Håkan quien sacaba el dinero cuando se iban de crucero o a la Riviera. Hans le preguntó a Louise en aquella ocasión para qué quería el dinero, pero ella no le respondió y le dijo hiciese lo que le pedía.

—Por si fuera poco, no quería que se lo dijera a Håkan —añadió Linda—. Y eso es lo más extraordinario del asunto. Él se daría cuenta tarde o temprano, claro.

—Bueno, no tiene por qué tratarse de ningún misterio —observó Wallander—. Quizá quisiera darle una sorpresa a su marido.

—Quizá. Pero Hans también me dijo que fue la única vez que le notó a Louise un tono amenazador al dirigirse a él.

—Dijo eso exactamente, ¿amenazador?

—Sí.

—¿No te resulta bastante extraño? Es una palabra un poco fuerte.

—Pues te aseguro que la eligió con esmero.

Wallander anotó la palabra «amenazador» en su bloc. Si aquello respondía a la realidad, le proporcionaba una nueva faceta de aquella mujer de eterna sonrisa.

—¿Qué te dijo de Alemania Oriental?

Linda le garantizó que había intentado avivar los recuerdos de Hans al respecto por diversos procedimientos, pero que, sencillamente, no tenía el más mínimo. Sólo conservaba unas vagas imágenes de cuando era muy pequeño, recordaba que su madre volvió alguna vez de Berlín Oriental y le trajo unos juguetes de madera. Pero eso era todo. No recordaba cuánto tiempo estuvo fuera ni que jamás hubiese conocido el motivo del viaje. En aquella época tenían una asistenta, Katarina, que lo cuidaba y estaba con él más a menudo que sus padres. Håkan debía cumplir servicio en alta mar y Louise enseñaba alemán en la Escuela Francesa y en uno de los centros públicos de Estocolmo, no recordaba cuál. Puede que en alguna ocasión hubiesen tenido en casa invitados que hablaran alemán, pero él sólo recordaba eso, imágenes desdibujadas de hombres vestidos de uniforme que cantaban a la mesa cancioncillas para acompañar los chupitos en una lengua extranjera.

—Estoy segura de que no recuerda nada más —afirmó Linda—. Lo cual significa que, o bien no había nada más que recordar, o bien Louise se preocupó de ocultarle conscientemente sus aventuras en aquel país. Pero, de ser así, ¿por qué lo hizo?

—Desde luego, no era ilegal visitar la Alemania del Este —aseguró Wallander—. De hecho, hacíamos negocios con ellos y con todos los demás países. En cambio, para los ciudadanos de allí sí que resultaba más difícil visitar Suecia. El muro de Berlín se construyó precisamente para evitar que la gente se pasara al otro lado.

—Eso fue antes de que yo naciera, claro. Recuerdo cuando se derribó el muro, pero no cuando se construyó.

Ahí terminaron la conversación. Wallander oyó al fondo una puerta que se abría para luego volver a cerrarse. Empezó a revisar sistemáticamente el material que había recopilado acerca de la desaparición de Von Enke y concluyó que, a pesar de todo, existía una conclusión a la que podía llegar. Según demostraba la experiencia, Håkan von Enke llevaba tanto tiempo desaparecido que, seguramente, estaría muerto. Pero él decidió que, por un tiempo, seguiría actuando como si estuviera vivo.

Después de un buen rato, Wallander apartó las carpetas y se retrepó en la silla. ¿Y si Von Enke ya sabía que iba a desaparecer el día de la fiesta, en aquella sala sin ventanas de Djursholm? ¿Acaso esperaba que yo leyese entre líneas cuando me habló del asunto de los submarinos?

Wallander se enderezó en la silla de un salto, presa de la mayor impaciencia. La cosa estaba demasiado estancada, y él quería avanzar. Ignoraba cuál era el objeto de sus pesquisas, era una búsqueda azarosa, pero… no tanto. Hojeó toda la información oficial que le había proporcionado la Armada Sueca. Paso a paso fue siguiendo la carrera de Von Enke, que había discurrido por los cauces habituales sin ningún tipo de ascenso rápido o sorprendente. En la misma quinta del desaparecido capitán de fragata, Wallander halló a otros compañeros de carreras más fulgurantes que la de Von Enke. Después de una hora de navegar por la red, se detuvo en una fotografía que apareció en la pantalla. Había sido tomada durante una recepción que el Ministerio de Asuntos Exteriores ofreció a los agregados militares extranjeros. En ella aparecían varios oficiales jóvenes, entre ellos el propio Håkan, que sonreía directamente a la cámara. Una sonrisa segura y abierta. Wallander escrutó la vieja instantánea. «Pretendo llegar a un punto donde pueda verlo todo más claro», se dijo. «Llegar a algo que me diga quién era en realidad aquel hombre inquieto al que conocí en Djursholm.»

Lo sobresaltaron unos toquecitos en la puerta, que se abrió antes de que hubiese podido responder. Era Nyberg, vestido con la cazadora azul y tocado con una gorra de visera. Se detuvo al ver a Wallander.

—Vaya, creía que no habría nadie —confesó—. Suelo ir apagando las luces encendidas sin necesidad. Las detecto porque se filtra por las rendijas de las puertas. Supongo que es una tarea bastante absurda, pero no hay que malgastar energía.

—¿Y por qué llamas si crees que no hay nadie?

Nyberg se quitó la gorra y se rascó la cabeza. «Un gesto que repite incansablemente», constató Wallander. «Siempre, desde que lo conozco, hace lo mismo cuando está preocupado. ¿Qué haré yo cuando me pongo pensativo?»

—Pues no sé qué decirte —admitió Nyberg—. Supongo que es una costumbre. Antes de entrar, hay que llamar a la puerta. Por cierto, yo creía que estabas de vacaciones.

—Así es. Me entretengo con la desaparición de los suegros de Linda. Nyberg asintió. Wallander había hablado con él en un par de ocasiones acerca de lo sucedido, pues siempre le inspiraron respeto sus opiniones, aunque no siempre resultaba fácil trabajar con él. Nyberg era célebre por sus accesos de cólera, aunque Wallander se cuidaba mucho de mantenerse alejado cuando le daban y eran más bien los forenses y los peritos quienes vivían bajo la sombra amenazadora de Nyberg.

El técnico se quedó de pie, con la gorra en la mano.

—Quizá sepas que me jubilo para Navidad, ¿no?

—No, no lo sabía.

—Pues sí, creo que ya está bien.

A Wallander aquello le sorprendió sinceramente. Había creído, en su simpleza, que Nyberg siempre estaría allí, en activo, día tras día, bajo un sol radiante o bajo la fría lluvia, buscando en el fango las pistas de la comisión de todo tipo de delitos. En alguna ocasión, hacía ya mucho tiempo, Nyberg estuvo casado y, de hecho, tenía hijos. Sin embargo, siempre había sido el tipo solitario de gorra azul que estallaba en iracundos ataques y, al mismo tiempo, el mejor entre los mejores profesionales.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó Wallander algo apagado—. ¿La jubilación sin más?

—Pienso mudarme de aquí —respondió Nyberg con repentino entusiasmo—. Lejos, muy lejos de aquí.

—¿Y adónde, si puede saberse? ¿A España?

Nyberg se lo quedó mirando como si hubiese dicho alguna inconveniencia. Wallander se preguntó si, después de todo, no le habría llegado a él también la hora del consabido acceso de ira.

—¿Y qué iba a hacer yo en España? ¿Sudar? Me mudo al norte. Me he comprado una vieja casa, preciosa aunque algo destartalada, entre Härjedalen y Jämtland. Ni un vecino en varios kilómetros a la redonda, sólo árboles todo lo que alcanza la vista.

—Pero ¿tú no eras de Escania? Nacido en Hässleholm, si no recuerdo mal. ¿Qué vas a hacer enterrado en el corazón del bosque?

—Vivir en paz. Además, allí seguro que el viento sopla menos entre los árboles.

—No lo aguantarás, Acostumbrado como estás a las anchas llanuras.

—Es una antigua añoranza —dijo Nyberg sin más—. Del bosque. Cuando fui al norte y vi la casa, sentí enseguida que aquél era mi hogar. Así de simple. ¿Tú cuánto tiempo piensas seguir?

Wallander se encogió de hombros.

—No lo sé. Me cuesta imaginar la vida lejos de este despacho.

—Ah, a mí no —respondió Nyberg alegremente—. Aprenderé a cazar y escribiré mis memorias.

Wallander se quedó perplejo.

—¿Piensas escribir un libro?

—¿Y por qué no? Tengo muchas cosas que contar. Además, hoy en día, el interés por mi profesión es mayor que nunca.

Wallander comprendió que Nyberg hablaba en serio. Estaba convencido de que era lo suficientemente tozudo no sólo como para escribir un libro, sino también para conseguir que se lo publicasen.

—¿Y hablarás de mí?

—Tú saldrás bien parado —respondió Nyberg ufano—. Pero habrá quien no. Pienso hablar largo y tendido sobre el espanto de reclutar jefes que no tienen conocimiento alguno sobre el trabajo policial de campo. Bueno, no te olvides de apagar cuando hayas terminado.

—Oye… cuando te pones a pensar, siempre te rascas la cabeza… ¿Tú te has fijado en lo que hago yo?

Nyberg le señaló la nariz.

—Te frotas las aletas de la nariz. A veces hasta que se te enrojecen.

Nyberg asintió a modo de despedida y se marchó. Wallander pensó que lo echaría de menos. Además, él mismo debería, muy pronto y muy en serio, empezar a pensar en su propia situación. En realidad, ¿cuánto tiempo podría seguir ejerciendo su profesión? ¿Y qué haría después? Desde luego, jamás se mudaría a vivir en medio del bosque, la sola idea le producía escalofríos. Y tampoco pensaba escribir sus memorias, pues no tenía ni la paciencia ni la capacidad literaria necesarias.

Dejó aquellas preguntas sin responder, entreabrió la ventana y volvió a concentrarse en el ordenador y en la vida de Håkan von Enke. Intentaba utilizar su imaginación para hallar nuevas vías por las que acceder a la información, leyó sobre Alemania Oriental, las maniobras de su flota en el sur del Báltico, de las que tanto Sten Nordlander como el propio Von Enke le habían hablado. A lo que más tiempo dedicó fue a los incidentes que en la década de los ochenta hubo con los submarinos. De vez en cuando anotaba un nombre, un suceso, una reflexión. Pero no halló un solo fallo en la figura de Håkan von Enke. E indagando en la Escuela Francesa, tampoco encontró nada llamativo sobre Louise. Sencillamente, no había nada. Pensó que Linda había elegido por suegros a un par de magníficos ejemplares de burgueses decentes. Al menos en apariencia.

Eran cerca de las doce cuando empezó a bostezar. Tanta búsqueda en Internet lo había llevado a la periferia de lo que podía ser interesante, pero de repente se detuvo y se acercó a la pantalla. Había allí un artículo de principios de 1987, en un diario vespertino. Un periodista había escarbado y logrado sacar información sobre una sala de fiestas privada de Estocolmo a la que solían acudir oficiales de la Armada. Al parecer, las fiestas se celebraban con el mayor de los secretos, sólo a unos cuantos elegidos se les permitía el acceso y ninguno de los oficiales con los que se había puesto en contacto el periodista quiso hacer declaraciones. En cambio, sí que lo hizo una de las camareras, Fanny Klarström. Y le habló de las desagradables conversaciones de los oficiales, que rezumaban odio por Olof Palme y de la arrogancia de los asistentes, y le aseguró que había dejado de trabajar allí porque no aguantaba más. Entre quienes frecuentaban el local se encontraba Håkan von Enke.

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