Su principal interés en el caso, lo mismo que ocurría con el público en general, se centraba en la misteriosa desaparición del homicida. Al menos, así fue hasta que, varios días después de la tragedia, le informaron de que su hijo Jack no se había presentado en el colegio, rumbo al cual lo dejó bien acomodado en el compartimiento de un vagón de ferrocarril. Ni siquiera entonces relacionó el padre la desaparición del chico con el desconocido paradero del mono asesino. Transcurrió un mes antes de que una investigación minuciosa revelase el hecho de que el joven había abandonado el tren poco antes de que éste partiera de la estación de Londres. El conductor del vehículo de alquiler que lo tuvo como pasajero dio la dirección del anciano ruso como destino del chico y Tarzán de los Monos comprendió entonces que Akut debía de tener algo que ver con la desaparición de Jack.
A partir del momento en que el cochero dejó al muchacho en la acera, delante de la casa donde se alojaba el difunto, el rastro desaparecía. Nadie había vuelto a ver ni al chico ni al simio, por lo menos nadie que continuase con vida. Cuando pusieron ante sus ojos un retrato de Jack, el propietario del edificio identificó al chico como el frecuente visitante que acudía con cierta asiduidad al cuarto del anciano ruso. Aparte de eso, el casero no sabía absolutamente nada. Y allí, en la puerta de un inmueble viejo y mugriento de los barrios bajos de Londres, los investigadores se encontraron frente a un muro infranqueable… frustrados.
Al día siguiente del violento óbito de Alexis Paulvitch, un joven y la abuela enferma a la que acompañaba subieron a bordo de un vapor atracado en Dover. La anciana señora iba cubierta con un espeso velo y se sentía tan débil a causa de los achaques y de su avanzada edad que hubo que subirla al buque en una silla de ruedas.
El muchacho no permitió que nadie, salvo él, empujase la silla y se encargó personalmente de llevar a la anciana hasta el interior del camarote… Y esa fue la última vez que los tripulantes del barco vieron a la vieja dama, hasta que la pareja desembarcó. El nieto se empeñó en realizar personalmente las tareas que correspondían al camarero encargado del arreglo del camarote, dado que, explicó, su abuela sufría una afección nerviosa que la presencia de desconocidos acentuaba gravemente, a causa del extraordinario desagrado que le producía.
Fuera del camarote —y nadie a bordo sabía lo que hacía dentro de dicho camarote—, el muchacho era exactamente igual que cualquier otro joven inglés normal y saludable. Alternaba con los demás pasajeros, se convirtió en el favorito de los oficiales e hizo numerosos amigos entre los marineros. Era generoso y natural, lo que no le impedía hacer gala de un aire de dignidad y de una fortaleza de carácter que le granjearon la admiración y el afecto de las personas con las que trabó amistad.
Entre los pasajeros figuraba un estadounidense llamado Condon, un estafador y jugador de ventaja reclamado por la justicia de media docena de ciudades importantes de los Estados Unidos. El individuo prestó escasa atención al joven hasta que en determinado momento, por casualidad, le vio sacarse del bolsillo un grueso fajo de billetes de banco. A partir de ese instante, Condon se esforzó en cultivar el trato del joven británico. No le costó demasiado esfuerzo averiguar que el muchacho viajaba en compañía de su anciana abuela enferma y que su punto de destino era un pequeño puerto de la costa occidental de África, un poco más al sur del ecuador. Se enteró también de que se llamaba Billings y que no conocía a nadie en la reducida colonia a la que se dirigían. Condon comprobó que el joven no parecía dispuesto a dar detalles acerca del motivo de su visita a aquel lugar, por lo que el hombre se abstuvo de insistir en sus preguntas: ya conocía cuanto le interesaba saber.
En varias ocasiones intentó Condon persuadir al muchacho para que participase en alguna que otra partida de cartas, pero el juego no le seducía lo más mínimo a la posible víctima y las miradas de desconfianza de diversos pasajeros indicaron al estadounidense que era mejor que desistiese y buscara otro medio para trasladar a su bolsillo el fajo de billetes que ocupaba el del joven británico.
Por fin llegó el día en que el vapor echó el ancla al abrigo de un promontorio cubierto de árboles, donde algo más de una veintena de barracas con tejado metálico emborronaban con su mancha desagradable el paisaje natural y proclamaban que la civilización había asentado allí sus plantas. Diseminadas por los alrededores se erguían las chozas con techo de bálago de los indígenas, pintorescas en su salvajismo primitivo pero más acordes con el telón de fondo de la jungla tropical, no sólo armonizaban con la naturaleza sino que al mismo tiempo acentuaban la repelente fealdad de la arquitectura de los pioneros blancos.
Apoyado en la barandilla del buque, el muchacho miraba más allá de la población construida por el hombre, para contemplar la selva creada por Dios. Recorrió su espina dorsal un leve hormigueo de anticipado placer; luego, sin que interviniese la voluntad, se encontró contemplando las amorosas pupilas de su madre y el rostro enérgico de su padre que, bajo el vigor masculino de sus facciones, reflejaba un cariño tan profundo como el que anunciaban los ojos de la madre. El joven notó que su determinación se debilitaba. Uno de los oficiales del buque gritaba órdenes a la flotilla de embarcaciones indígenas que se aproximaba para recoger la pequeña carga del vapor consignada a aquel minúsculo puesto avanzado.
—¿Cuándo hará escala aquí el próximo vapor con destino a Inglaterra? —preguntó el muchacho.
—El
Emanuel
se presentará en cualquier momento —respondió el oficial—. Me figuraba que íbamos a encontrarlo aquí ya.
Y el hombre continuó voceando instrucciones a la turba de indígenas de piel oscura que cada vez estaba más cerca del costado del buque.
Resultó bastante ardua la tarea de bajar a la abuela del joven inglés hasta la canoa que esperaba junto al costado del vapor. El muchacho insistió en permanecer continuamente al lado de la anciana señora y cuando por fin la vio asentada firme y segura en el fondo de la embarcación que los trasladaría a tierra, el nieto se deslizó tras la mujer como un felino. Tan reconcentrado estaba el chico en la misión de cerciorarse de que la señora se instalaba cómodamente que no se dio cuenta de que, mientras ayudaba a arriar por el costado del buque la eslinga que sostenía a la anciana, del bolsillo de su pantalón empezó a asomar un paquetito. Como tampoco se percató de que tal paquetito se deslizaba totalmente fuera del bolsillo y caía al agua.
Apenas había emprendido el camino hacia la orilla la embarcación en la que iban el muchacho y la anciana, cuando Condon, en el costado contrario del vapor, llamó a una canoa y tras regatear un momento con el propietario de la misma bajó el equipaje y se acomodó en la canoa. Una vez en tierra se mantuvo fuera de la vista de la atrocidad arquitectónica que ostentaba el letrero de «Hotel» para atraer a viajeros incautos hacia la multitud de incomodidades que el establecimiento brindaba. El estadounidense no se aventuró a entrar en él hasta que hubo cerrado la noche.
En una habitación de la parte de atrás del segundo piso, el joven explicaba a su abuela, cosa que le resultaba harto difícil, que había decidido regresar a Inglaterra en el siguiente vapor. Intentaba dejar claro ante la anciana señora que ella podía quedarse en África si quería, pero que a él la conciencia le impulsaba a volver junto a sus padres, que sin duda estarían sufriendo lo indecible por culpa de su ausencia. De lo cual podía darse por supuesto que a los padres en cuestión no se les había informado de los planes que nieto y abuela tramaron para lanzarse a la aventura por las selváticas soledades africanas.
Una vez adoptada la decisión, el muchacho se vio aliviado en cierta medida del peso de los remordimientos que habían estado acosándole durante largas y numerosas noches de insomnio. En cuanto cerró los ojos empezó a soñar con el feliz reencuentro con los padres, en el hogar de la familia. Y mientras soñaba, el destino, cruel e inexorable, se deslizó sigiloso por el tenebroso pasillo del desvencijado inmueble en cuya segunda planta dormía el joven… Un destino personificado por un timador estadounidense llamado Condon.
El malhechor se acercó cautelosamente a la puerta de la habitación que ocupaba el joven. Agazapado allí, aguzó el oído durante unos momentos hasta que la uniforme regularidad de la respiración de los que estaban dentro del cuarto le convenció de que dormían. Introdujo silenciosamente una ganzúa en la cerradura. Con hábiles dedos, producto de una larga práctica en la manipulación silenciosa de los pasadores y pestillos que protegían los bienes ajenos, Condon accionó ambos simultáneamente. Empujó con suavidad la hoja de madera y la puerta giró sobre sus goznes sin producir el menor ruido. El hombre entró en la estancia y cerró la puerta a su espalda. Densos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna. La penumbra reinaba en el interior de la habitación. Condon anduvo a tientas hasta la cama. Algo se movió en el rincón del fondo… con mayor sigilo y silencio que el empleado por el experto delincuente yanqui. Condon no captó nada. Tenía fija la atención en el lecho donde creía que iba a encontrar a un mozalbete dormido junto a su abuela inválida e indefensa.
El estadounidense sólo pretendía hacerse con el fajo de billetes de banco. Si lograba echarle el guante sin que detectaran su presencia allí, santo y bueno. Pero también estaba preparado para afrontar cualquier posible resistencia. Las ropas del chico estaban encima de una silla, al lado de la cama. Los dedos del norteamericano se deslizaron rápidamente sobre ellas: los bolsillos no contenían ningún fajo de billetes nuevos y crujientes. Sin duda lo habría puesto bajo la almohada. El ladrón se acercó más al durmiente. Tenía la mano a medio camino de la almohada cuando un claro de las nubes que cubrían la luna permitió el paso de una oleada de claridad blanquecina que llenó de luz el cuarto. En el mismo instante, el chico abrió los párpados y sus ojos se clavaron en los de Condon. El hombre tuvo súbita conciencia de que el muchacho estaba solo en la cama. Trató entonces de echar las zarpas a la garganta de la víctima. Cuando el muchacho se incorporaba para hacer frente a la amenaza, Condon oyó un sordo gruñido a su espalda, notó que el chico le agarraba las muñecas y comprobó que unos músculos de acero respaldaban aquellos dedos blancos y afilados.
Otras manos se cerraron en torno a su cuello, unas manos ásperas y peludas que pasaron por encima de los hombros y le ciñeron la garganta. Volvió la cabeza, aterrado, y los pelos de la nuca se le erizaron ante lo que vieron sus ojos: el que le sujetaba por detrás era un simio enorme, semejante a un hombre. Los colmillos del antropoide estaban muy cerca de su garganta. El muchacho le tenía inmovilizadas las muñecas. Nadie produjo sonido alguno. ¿Dónde estaba la abuela? Los ojos de Condon recorrieron el cuarto con una mirada que lo abarcó por completo. El horror los desorbitó cuando la espantosa verdad se hizo evidente. ¡Había caído en manos de unas criaturas dotadas de un misterioso poder! Bregó frenéticamente para zafarse de la presa del muchacho y poder enfrentarse a la bestia escalofriante que tenía a la espalda. Logró soltarse una mano y descargó un tremendo puñetazo en el rostro del muchacho. Su acción desencadenó la furia de un millar de demonios en la peluda fiera que le apretaba la garganta. Se produjo un sordo gruñido salvaje. Fue lo último que el estadounidense oyó en esta vida. Su cuerpo se vio arrojado de espaldas contra el piso, una pesada mole cayó sobre él, unos colmillos poderosos se le clavaron en la yugular, la cabeza empezó a darle vueltas y se hundió en la súbita negrura que precede a la eternidad… Al cabo de unos instantes, el mono se levantó del postrado cuerpo, pero Condon no llegó a enterarse: estaba completamente muerto.
Horrorizado, el muchacho saltó de la cama y se inclinó sobre el cadáver del hombre. Sabía que Akut había matado para defenderle, lo mismo que hizo en el caso de Michael Sabrov, pero allí, en el África salvaje, lejos de su casa y de sus amigos, ¿qué podrían hacerle a él y a su fiel antropoide? Jack Clayton no ignoraba que el asesinato se castigaba con la pena de muerte. Sabía también que al cómplice podía aplicársele la misma sentencia que al que cometió el homicidio. ¿Quién iba allí a defenderlos? ¡Todo estaría en contra de ellos! Aquella pequeña comunidad estaba a medio civilizar y lo más probable sería que por la mañana los apresaran, a Akut y a él, y los colgasen de una rama del árbol que estuviese más a mano… Había leído que tales cosas ocurrían en América, y África era incluso peor y más salvaje que el extenso Oeste del país natal de su padre. ¡Sí, los ahorcarían por la mañana!
¿No tenían escapatoria? Meditó en silencio durante unos minutos y luego, al tiempo que emitía una exclamación de alivio, juntó las palmas de ambas manos y se volvió hacia sus ropas, que seguían encima de la silla. ¡Con dinero se compra todo! ¡El dinero los salvaría a Akut y a él! Introdujo la mano en el bolsillo donde solía llevar los billetes de banco. ¡No estaban! Despacio al principio, con frenética rapidez luego, registró los demás bolsillos de sus prendas. Después se puso a gatas y examinó el suelo. Encendió la luz, desplazó la cama a un lado y, centímetro a centímetro, revisó toda la superficie del cuarto. Titubeó junto al cadáver de Condon, pero acabó por reunir el valor necesario para tocarlo. Dio la vuelta al cuerpo para ver si el dinero estaba debajo. No era así. Supuso que Condon entró en el cuarto para robar, pero no creía que hubiese tenido tiempo de apoderarse de los billetes. Sin embargo, como no estaban en ningún otro sitio, debían de encontrarse sobre el cadáver. Registró la habitación una y otra vez, para acabar volviendo siempre al cuerpo sin vida del estadounidense. Pero tampoco encontró allí el dinero.
La desesperación le puso al borde del ataque de nervios. ¿A dónde podrían ir? Por la mañana los descubrirían y los matarían. Con toda la robustez y fortaleza física heredadas de su padre, no era, al fin y al cabo, más que un chiquillo, un chiquillo empavorecido, que echaba de menos terriblemente su casa, un chiquillo al que la falta de experiencia propia de la juventud le impedía razonar como era debido. Sólo era capaz de pensar en un hecho deslumbrante: habían matado a un hombre, se encontraban entre salvajes extraños, sedientos de sangre y dispuestos a calmar esa sed con la primera víctima que cayese en sus garras. En las espantosas noveluchas baratas que calmaban su avidez lectora así era.